Y SIN EMBARGO, SE MUEVE (II: Descatalogados) [de Francisco Olivencia]

Y SIN EMBARGO, SE MUEVE
II: Descatalogados

Francisco Olivencia Orozco

En principio, esta historia no tiene nada de especial en el sentido de que, por desventura, no es única (al menos, en la mayor parte de su desarrollo). Aunque bien mirado, sí tiene algo que la hace especial… muy especial.

La tecnología

La tecnología avanza que es una barbaridad. No hay más que fijarse en los teléfonos móviles. Vaya salto cualitativo. Quién no recuerda los antiguos, llenos de botones en relieve, con puntitos, generalmente en el número cinco, con el fin de que fuese más rápido conseguir orientarse en el teclado sin necesidad de mirarlo. Alguien dirá: “¡Qué tiempos aquellos, qué haría yo sin la lisa pantalla de mi smartphone¡ Sin embargo, hubo un grupo de personas al que, con aquel avance se le erizó la piel: ciegos y discapacitados visuales graves se preguntaron qué harían sin sus botones, los que no dependen de una descriptiva voz sintética, que puede fallar en cualquier momento, en especial, cuando más lo necesitas.

¿Qué fue de aquellos botones que daban confianza, que estaban siempre ahí, con su relieve y su forma detectable a la “caricia” del dedo que ve? Eran botones serviciales, siempre dispuestos, independientemente del nivel de cobertura o batería.

No hace tanto, alguien entendió que en la cocina también sobraban los botones.

La búsqueda

Hace dos años, un familiar cercano, con una discapacidad visual igual a la mía, necesitaba cambiar la cocina. Momento de ponerse en marcha. Tras buscar información concienzuda sobre el asunto, llegamos a la conclusión de que lo mejor para cocinar, era un sistema de inducción, por aquello de que el riesgo de quemarse es menor. Además, con unos buenos botones, concretamente cuatro, uno para cada fuego. La posición del botón la orientaría sobre el fuego elegido y el grado de giro del botón informaría sobre la potencia seleccionada. Nada mejor para que una persona, capaz de cocinar platos sencillos, pueda seguir haciéndolo y mantener unos niveles mínimos de autonomía necesarios para conservar parte de su bienestar personal.

Ahora solo faltaba encontrarla. Para ello consultamos a técnicos especialistas en formas y sistemas de adaptación y rehabilitación de ciegos. Gracias a ellos, obtuvimos unas cuantas marcas, susceptibles de ser accesibles. Con ellas en el bolsillo, nos dirigimos a visitar los grandes almacenes de la provincia, las marcas más prestigiosas, los puntos de venta de electrodomésticos más importantes.

¡Desolador! La respuesta fue siempre la misma: “Eso que buscan, hace tiempo que no existe”. Estábamos allí, al lado, rodeados de electrodomésticos digitales de última gama, pero sin botones. Montones de vitrocerámicas y sistemas de inducción lisos, maravillosos para limpiarlos en un pispás, pero sin un solo botón que pueda servirle de referencia a un ciego, o sencillamente, a una persona mayor con problemas de visión asociados a la edad. Sí, que nadie se extrañe, son de esas dificultades que todo el mundo tendrá cuando pasen unos años.

Ni un solo botón que orientase en aquella selva de cuatro fuegos y permitiera, ¡qué sé yo!, ¿cocer unas verduras, por ejemplo?

Eran electrodomésticos perfectos en apariencia, pero su estética los hacía inservibles para muchas personas. Me pregunto si alguien se habrá molestado en realizar ese cálculo. Imagino que sí: aquéllos que un día decidieron sacar los electrodomésticos con botones del mercado.

La respuesta fue siempre la misma: “Señor, eso que buscan… no existe, está descatalogado: el mercado no fabrica ese tipo de productos”.

Cabizbajos, volvimos a casa. “¡No existe, están descatalogados, estamos descatalogados!”

Tras un año de desesperanza volvimos a intentarlo.

¡Estupendo! Otra vez las mismas marcas: quizá, por distintas presiones, sensibilidad del mercado o de yo no sé quién, hayan vuelto a incluirnos en catálogo. Perdón, quise decir “a incluirlos en el catálogo”. ¡Ya me entienden! Así que, con energía renovada, nos dispusimos a realizar el mismo itinerario en busca de nuestra “vitro con botones”.

Sorpresa, extrañeza… ¡Frustración! La misma respuesta: “Señor, están descatalogados, no existen, no se fabrican. Así, como ustedes lo necesitan… NO”.

Conclusión: no estaban catalogados, estábamos descatalogados.

El encuentro

Pero esta vez no nos rendimos. Fuimos a visitar tiendas menos importantes, donde la persona que atendía era el jefe o alguien próximo al mismo.

¡Milagro! Por fin un establecimiento donde nos prestaban atención. Ante nuestra petición, el señor se molestó, buscó en catálogos, páginas web, contactó con fabricantes… Sin solución alguna. Pero no se rindió, insistió : de nuevo hizo llamadas, habló con su jefe y decidieron que aquello que le pedíamos podía existir. “No se preocupen: tardaremos unos meses, pero si no lo encontramos haremos que nos lo fabriquen”.

Y así fue. Hoy este familiar cuenta con un sistema de inducción con el que puede cocinar, porque tiene botones y porque Santiago y Sergio dijeron: “Sí, señor, existe”.

El epílogo

Ésta es la historia de la búsqueda de unos botones, que han sido posibles gracias a Ventamanía, una tienda pequeña, nacida en Almería, en la que lo ético cuenta más que lo estético. Es, quizá por eso, porque al frente cuentan con personas como Santiago y Sergio, por lo que hoy es una cadena de éxito, con tiendas en muchos puntos del territorio nacional.

De aquel encuentro surgieron propuestas, ideas de adaptación e inclusión. Conseguir que los electrodomésticos se diseñen contando con las dificultades de accesibilidad de los usuarios, también con las especificidades de las personas con alguna discapacidad o, como se viene llamando ahora, con diversidad funcional. Ellos cuentan con fabricantes que están dispuestos a incluirnos de nuevo, a todos, sin fronteras, en el catálogo de la vida diaria.

Papel higiénico [de Ginés Bonillo]

Papel higiénico
(Ship paper)

Ginés Bonillo

Aunque por entonces conservaba pequeños restos de visión, siempre que alteraban las secciones en el supermercado o cambiaban de lugar los cuatro artículos que necesitaba comprar, me volvía loco para encontrarlos en su nueva ubicación. ¿Quién no?
He de reconocer que aquella tarde, después de haberle dado un par de vueltas infructuosas, con lo grande que es el supermercado, andaba ya molesto, quizá un poco tirante.
Viéndome perdido (o quizá por la delación que me inflige mi bastón blanco), una señora de las que llaman reponedoras -acaso entendiendo que se le presentaba la ocasión de cumplir su obra de caridad del día pendiente, cuando ya el luciente Apolo, para refrescar las doradas hebras de sus hermosos cabellos, precipitaba su carro hacia los lejanos confines del agua océano- se aproximó y me preguntó:
-¿Puedo ayudarle en algo, caballero?
-Yo sólo quería papel higiénico, pero llevo una hora buscándolo y no sé si es porque se ha acabado o es porque lo han cambiado de sitio… el caso es que, después de mil vueltas, he visto (es un decir) de todo menos papel higiénico… pero, vamos, ¡para una urgencia!, como suele decirse –contesté, y el retintín de las últimas palabras transmitían a las claras mi malestar.
-Lo hemos cambiado de sitio, señor. Ahora está junto a la fruta. ¿quiere que Le ayude?
-¡Ah, muy adecuada la nueva ubicación, sí;, Si es usted tan amable…
Cinco pasillos más allá… y sí, allí estaba el noble papel higiénico (ese del que, por desempeñar una labor tan forzada, nunca se habla). Ya frente a los estantes abarrotados de paquetes de rollos de papel, la vendedora empezó a encuestarme, como buena comercial:
-¿Le gusta la hoja suave o la prefiere un poco tiesa… –inquirió, aunque la elipsis denotó su duda sobre la idoneidad del último adjetivo- algo rígida, mejor dicho?
-Pues… mejor suave, ¿no?
-Entonces, el ecológico –sugirió ella- no se lo aconsejo, porque me parece menos suave y te permite menos posibilidades luego.
-Bueno.
-Ahora bien, lo tiene acolchado suave, confort seda compacto por 4, confort sensitive, Confort placer… Puede elegir.
-¿«Placer», ha dicho? ¿Cómo es eso?
-Pues mejor –respondió la vendedora-. Hay más variedad, pero con esos tiene suficiente para hacerse una idea, ¿no le parece?
-Sí, sí… y Sobra.
-Y ¿lo quiere simple, de una capa, o doble, de tres o cinco capas?
-¿El de cinco capas es doble también?
-Pues claro.
-¿No será «quíntuple»?
-Ah, no sé. Yo lo que sé es que es doble también.
-Y el de dos capas, ¿cómo se llama?
– Pues «doble simple», ¿cómo se va a llamar? Bueno, ¿de cuál quiere, en definitiva?
-Pues… doble simple mismo, que me ha gustado.
-Y ¿quiere un paquete triple, o de cuatro rollos, de seis, nueve, doce, veinte, treinta y dos…?
-¿Hay paquetes de treinta y dos rollos? Será para colegios, restaurantes y negocios de ese tipo, digo yo.
-¡De treinta y dos! ¡Y de cuarenta y ocho rollos, y hasta de sesenta! ¡Digo, será por variedad! Ah, y también tiene estos días, además de la semana del pollo, una oferta de tres por dos, por si le interesa.
-No, si yo…
-¡Que le interesa menos cantidad…! Para eso puede elegir usted entre el Mega Rollo / «Nunca se acaba», el Rollo Gigante / «Tres veces más grande» y el Kilométrico / «El doble de largo, más grande, mejor higiene».
-No, si yo vivo solo… -ahí titubeé y me perdí frente al dilema de que si me llevaba poco papel tendría que volver a comprar pronto, pero si pedía mucho aquella señora me encuadraría en su interior y para los restos en la categoría de cagón, adjetivo que a nadie le ha gustado nunca.
-Lo veo a usted muy indeciso –comentó ella, para terminar de ayudarme a salvar el bache.
«¡Indeciso, dice!» –me dije, sintiéndome abrumado por tanto dato, cuando ya no me acordaba de la mitad y eso que no sospechaba lo que me quedaba por oír.
-No, no… -empecé a decir, con tan poca convicción que ella me interrumpió al momento.
-Y, oiga, ¿lo quiere perfumado?
-¡¿Cómo?! –dije, con una entonación ambigua, entre exclamativa e interrogativa, que me salió del alma, sin darle crédito a lo que acababa de oír.
¿Que si lo quiere perfumado?
-¿Perfumado también hay?
-sí, ¿por qué no?, ¿qué se cree usted? Tenemos de todo. Lo tiene con olor a fresa, mandarina, limón, vainilla, talco… Tiene que ir decidiéndose. ¿Cuál quiere?
-¡¡Y yo qué sé!! ¡Papel higiénico!… Yo sólo quería papel higiénico. ¡Qué más dará!
-¡Cómo va a dar igual, hombre! Es que no es lo mismo uno que otro, ni ocho que ochenta. Y ¿lo quiere con dibujitos o sin dibujitos?
-¡¿Con dibujitos también?! –me salió de nuevo la entonación ambivalente. ¿Bromea usted o se quiere quedar conmigo?
-No, señor, para nada. Sepa que muchas marcas llevan dibujitos.
Aquel «para nada» se me clavó en el alma. ¡Qué plaga la del «para nada» (que debería aportar una idea de finalidad, no de negación rotunda) para negar categóricamente! ¿La gente no sabe que existe un hermoso «en absoluto» para estos casos? Sin embargo, me centré en los dibujos y me limité a ironizar:
-Y ¿qué pintan los dibujitos? ¿Qué hacen los dibujitos ahí?
-Es un detalle, un capricho.
-Y ¿qué dibujitos pintan, por curiosidad?
-Verá, hay Círculos así, ¿cómo diría yo?, como alargados…
-Ovalados.
-Será… puntitos, ositos y elefantes, flores y líneas… así como celestillos, azules más oscuros, moradillos… Ah, y como tres eses mezcladas… Y hay más.
-No –afirmé tajante- quiero dibujitos.
-¿No? –preguntó incrédula la señora, que seguro que ella utilizaba en casa papel de todos los dibujitos. («Me jugaría un ojo» -pensé).
-¡No!
-Y ¿por qué no? ¿Qué le han hecho a usted los dibujitos, si puede saberse? ¿Qué molestias pueden causarle estos dibujitos?
Se confirmaba mi tesis de que aquella señora era una acérrima defensora de los dibujitos y mi suposición de que tenía su casa llena de papel de todos los dibujitos. (¡Hubiera ganado un ojo! ¿Qué pena de ocasión perdida?)
-Veamos. Los ositos tienen garras afiladas y dientes, los elefantes son muy grandes y tienen una trompa y dos colmillos muy largos, muchas flores tienen espinas que pinchan y un abejorro revoloteando cerca… ¿Qué se me olvida?
-Los círculos y los puntitos –respondió como diciendo: «¿A ver qué le sacas a estos dos, que no tienen boca ni espinas?»
-Ah, sí. Los círculos y los puntitos pueden deformarse y salirle aristas y picos. ¡Y las líneas quebradas (técnicamente «poligonales», que el nombre ya se te clava y asusta), no veas el peligro! Me duele nada más pensarlo.
-En conclusión, que no le gustan para nada los pobres dibujitos. Como si ellos, por estar ahí, causasen muchas molestias…
-Ni beneficios. Además, mi ex mujer me ha abandonado por un pintor. ¿Le parece poco motivo? ¿Qué me dice?
-Pues que le tendrá bien pintada la casa.
-Ese pintor no, con un pintor de cuadros.
-¿Con un artista? –exclamó bajando mucho la voz-. ¡Qué poca vergüenza! Pues yo –dijo acercándose a mí, profundizando un momento de complicidad- me hubiera ido con ellos, como en el chiste, aunque sea nada más que por joder un poco… Entonces, te comprendo: nada de dibujitos, ¡pero para nada! Otra cosa: y ¿de qué color prefieres el papel: blanco, rosa, amarillo, crema…? Hay más, dime, que yo te aconsejo el que combine mejor.
Noté el rápido cambio en el tratamiento. Imaginé que supuso que la confidencia que acababa de hacerle –que, por cierto, distaba mucho de ser cierta, pero me venía bien para propiciar una situación luminosa- le movió a compadecerse un poco más y se sentía próxima a mí, por lo que creía natural pasar a tutearme.
A estas alturas, no obstante, yo estaba cansado, ¿qué digo «cansado»?, me encontraba harto, o más… estaba llegando al punto máximo de desesperación, me bullía la sangre como el agua cuando se acerca al punto de ebullición.
-Es usted muy amable, pero… en confianza, …para lo que es, ¿qué más da el color?
-¡Hombre, claro que es importante el color! ¡Para que combine! ¿A que ni siquiera lo has pensado? –y sentí que me taladraba con sus palabras, más en tono de recriminación conyugal postcoital que de obra de semicaridad cristiana y/o comercial.
-Disculpe, señora, pero ¿qué necesidad hay de que combine el papel con la sustancia en cuestión?
-¿Qué necesidad? –repitió, entre insolente y perpleja ante mis reticencias.
Creo que la vendedora no debió de comprender mi metonimia, pero la pregunta que me dio por respuesta colmó mi paciencia y perdí un poco los papeles.
-A ver, señora… hablando claro y –en un acto de atrevimiento, aproveché el puente que ella había tendido con el tuteo, y reduciendo el volumen de voz a casi un susurro- disculpe, la mierda de todo el mundo es mierda y no importa el color… Al fin y al cabo, ¿qué importa que combine o no el papel? ¡Para quien va a ver el resultado de la combinación!
A la vista de la incredulidad que debía de mostrar la vendedora en el rostro, y más por su silencio, la verdad, dudé sobre el sentido de sus palabras y pregunté:
-O ¿con qué va a combinar?
-¿Con qué –repitió, más incrédula aún- va a combinar? ¡Con los azulejos! ¡El papel tiene que combinar con los azulejos del cuarto de baño!
-¡¿En serio¿! Nunca lo había pensado…
Mas, aprovechando mi desconcierto ante semejante revelación, añadió para rematar la faena:
-¡¡Hombres!! –exclamó en voz baja, sintetizando en una sola palabra (realzada por la entonación que todos habremos sufrido más de una vez) toda una concepción del sexo feo; pero añadió, dominada por su espíritu mercantil (no sabemos si nato o adquirido)-: Ay, también tienes un papel Dermis / «Cuida tu piel», con pH neutro, enriquecido a la leche de almendra.
Fue la estocada final. «¡Leche de almendra para el culo! Inconcebible»: pensé. Soportaba tal acumulación de información negativa en la mente y me parecía tal el despropósito al que ha llegado la civilización humana en tantos y tantos aspectos que tomé una determinación rápida y tajante:
-¿A la leche de almendra…? Pues, ¿sabe lo que le digo? ¡A la mierda el papel higiénico!
-¡Para eso es, caballero! –respondió la vendedora, volviendo a marcar distancias en el tratamiento, y haciendo gala de ser dueña de la paciencia que yo acababa de perder.
-¡Hoy no me llevo papel! –le comuniqué, con determinación, como si no estuviese claro.
-Hace bien, si le queda…
Me alejé enfadado hacia la puerta de salida, de un humor que me llevaban los perros… irritado con el papel y la reponedora, con el supermercado y la sociedad, con el sistema capitalista y la Historia universal… con el mundo entero. Y me alejaba sin haber acabado de digerir toda la conversación, mientras imaginaba a la reponedora, con los brazos en jarras en la cintura, siguiéndome con la mirada y adoptando una postura de sabia espera y de estar pensando: «¡Ya vendrás mañana…! ¡Si tienes que venir!», consciente de mis necesidades (incluidas las orgánicas).

ADVERTENCIA. El autor asegura que, de cuantas características concernientes al papel higiénico halló en un conocido supermercado, así como la variedad ofertada, con vistas a construir el relato, sólo ha mostrado algunas por temor a resultar poco creíble. Pero anima al lector avispado a explorar a fondo las secciones de limpieza y comprobar por sí mismo el catálogo y gama de sofisticaciones. No se arrepentirá.

Sentado en la butaca [de Ángel Dámaso Soto]

Sentado en la butaca

Ángel Dámaso Soto

Todos los días se levantaba con el sonido del despertador, las seis y media de la mañana. Buena hora para empezar el día, aunque no se tenga nada que hacer. continuamente se preguntaba con extrañeza por la ambigüedad de aquéllos que se pegan como imanes a las camas y, sin estar necesitados de descanso, marchitan las horas con la cabeza debajo de la almohada.
los días son traicioneros, siempre sabemos lo que duran, 24 horas, pero jamás las que vamos a contar.
Aquélla mañana desayunó y salió muy temprano, era un frío día del mes de Diciembre, se puso unos guantes de lana, se arropó con una bufanda muy larga, hasta el punto de que tuvo que darle varias vueltas alrededor del cuello porque se la pisaba con los zapatos. Tenía unas bolas negras muy gordas que, con el movimiento, producían un ruido que parecía emular el cascabel del gato de la vecina cuando se acercaba a su rellano, pensó en arrancárselas pero no lo hizo por temor a estropearla, era la única que tenía.
llegó al puerto pesquero y se percató de un grupo de vendedores del mercado que a paso ligero entraron en una nave, tras ellos fue y oyó unos gritos, eran las voces que con fuerza parecían que desgarraban las gargantas de los subasteros de la lonja que estaban adjudicando el pescado que horas antes había llegado.
se acercó al bullicio y la suerte se le apareció: un pescador con mucha gracia le ofreció un calamar. Él le sonrió y, levantando las manos, le dio a entender que no se lo podía pagar porque no llevaba en los bolsillos ni un real, a lo que el pescador ni le respondió. en una bolsa blanca se lo metió y buen día le auguró.
contento y sonriente regresó a su casa, se tropezó con el vecino del primero que, como de costumbre, estaba tomando el sol en la calle, en una mano llevaba un cigarro y en la otra una cerveza que le había traído su resignada mujer.uando se le acercó, el vecino le soltó la misma monserga de otras muchísimas ocasiones: se quejaba de la falta de trabajo. Decía que se sentía Cansado de su situación (y eso que solo eran las 10 de la mañana). no había terminado de hablar cuando le obsequió con el calamar y en voz baja le dijo que al día siguiente a las siete lo esperaba en la puerta del edificio.
Y al oído le murmuró que de la vida nunca nadie dijo que fuera fácil. Hay que vivirla como una batalla que tienes que ganar día a día con esfuerzo y dignidad.

14214 [de Inma Ferre]

14214

Inma Ferre

Después de un tiempo de casados, mis padres, con gran esfuerzo, nos regalaron una Vespa para que pudiéramos desplazarnos al cortijo donde ellos vivían. Así que los fines de semana recorríamos los veintiocho kilómetros que separaban Almería de Cabo de Gata.
En esta época la carretera no estaba asfaltada: era un camino de tierra y piedras que había que ir esquivando, pues los amortiguadores de la moto sufrían lo suyo… y nuestras posaderas también.
En tales circunstancias el viaje se convertía con frecuencia en una aventura. Recuerdo que un día, al incorporarnos a la carretera general, nos paró la Guardia Civil y nos pidió los papeles de la moto, los cuales iban en el hueco que va sobre la rueda trasera en forma de panza y sirve de pequeño trasportín, en el cual llevábamos un conejo desollado y envuelto en papel de estraza (pues el plástico aún no era habitual), una docena de huevos reliados de uno en uno en papel de periódico y alguna que otra morcilla. Cuando mi marido se dispuso a sacar todo aquello hasta llegar a la documentación, el agente, sin poder contener una carcajada, se apresuró a decirnos que prosiguiéramos el viaje y que lleváramos buena suerte.
A los dos años de viajar en Vespa, me quedé embarazada, con gran alegría nuestra y de toda la familia, aunque mi libertad para viajar se terminó. Y nació mi niña, mi amor, mi todo.
Al poco tiempo se nos presentó la ocasión de comprar un Seiscientos de segunda o tercera mano. Aquello volvía a ser otra vez fines de semana al cortijo para que mis padres pudieran disfrutar de su única nieta.
Más tarde nació nuestro hijo, otra inmensa alegría, pues ya teníamos la parejita y, sobre todo, sanos y traviesos, que disfrutaron mucho su niñez en el campo gracias a nuestro Seiscientos.
Años más tarde, compramos un coche nuevo y vendimos el pequeño Seat. Cuando lo vi salir de la cochera para siempre, sus faros eran dos grandes ojos que me decían adiós con tristeza. Lo vi alejarse despacio y confieso que lloré.
Hemos tenido más coches, pero nunca he sentido por ninguno el cariño que por mi pequeño Seat verde (14214, todavía lo recuerdo).

Cuentas de África / 2 [de Juan Romero]

Cuentas de África
(DOS)

Juan Romero

A mi fiel memoria.

La playa

Desde Alhucemas se tenía acceso a la playa por carretera y por unos arenales, por los que bajábamos los niños y adolescentes del pueblo corriendo y echándonos carreras.
La playa era una pequeña cala de arena dorada con roca a ambos lados. Las aguas eran transparentes y permitían vislumbrarse dos misteriosas barcazas hundidas procedentes de la guerra y que ahora servían de refugio para multitud de peces y otros animales como morenas y pulpos.

El lobo marino

Para sorpresa general, un verano apareció inesperadamente en la playa un lobo marino, propio de un hábitat muy diferente. Con una morfología entre la foca y la morsa, cayó muy bien… ¡desde la distancia! Aquel verano, desde su aparición, las habituales travesías a nado desde la playa al puerto estuvieron mucho menos concurridas que otros veranos.
Cuando ya le habíamos tomado cariño, el lobo marino desapareció como vino, inesperadamente. Y nunca más supimos de aquel “invitado” inesperado que, por un tiempo, animó la playa… ¡a distancia!

Las comunicaciones con España

Las comunicaciones con la península – a la que siempre llamábamos España, independientemente del punto al que nos refiriésemos: fuese Almería, Málaga, Madrid…- se mantenían por medio de un barco de pequeño tonelaje, cuya navegación era Ceuta-Alhucemas-Melilla-Almería y a la inversa. Tardaba como una semana en hacer el viaje. Había otro barco de mayor tonelaje y más rápido, que unía Melilla-Málaga.
En Alhucemas oíamos Radio Nacional de España en Málaga, en especial, lo que llamábamos “el parte”; y Radio Juventud de Almería, que ponía en las ondas el programa de discos dedicados tan en boga por aquellos años.
A diario, el periódico que leíamos era “El Telegrama del Rif”, editado en Melilla y que tenía la ventaja de llegar en el día, puesto que la prensa de Madrid tardaba tres o cuatro días.

Estudios Mercantiles en Málaga

Acabado cuarto de bachiller, mis padres decidieron mandarme un año a Málaga interno, a cursar el primer año de los Estudios Mercantiles. Al regreso, mi vida transcurría a caballo entre Alhucemas y Melilla.

Llega el amor

Llegaron los carnavales del año 1952. El Casino Español de Alhucemas presentaba sus mejores galas. En plena celebración, apareció una joven forastera, procedente de Almería, una bellezona con un rutilante traje de noche que me dejó impactado. Después de aquella noche, acordamos vernos y pronto surgió el amor.
Tras una relación modelo mitad de siglo XX y, después de seis largos años de duros avatares y reveses por la distancia y el tiempo, llegó el final feliz.

El desfile

Yo hice la mili en mi pueblo. Corría el año 53. Los españoles residentes en Marruecos podíamos hacer la mili en nuestro lugar de residencia.
Allí había un grupo denominado “Grupo de Artillería a Lomo”. Las piezas que componían un cañón eran transportadas a lomos de mulas.
Yo, que hasta la fecha nunca había tenido trato alguno con estos cuadrúpedos, no sabía lo que me esperaba cuando me comunicaron que participaba en el próximo desfile, con mula incluida.
Llegó el día del desfile, ¡el 18 de julio!, por la calle principal de Alhucemas, donde estaba instalada la tribuna y todo el vecindario junto, esperando el desfile de los paisanos, entre ellos yo.
Allí estaba para el desfile o, mejor dicho, estábamos los dos: yo con la mula que me asignaron, porque desfilábamos por parejas, cada soldado conducía su mula. ¡Lo que pasé ese día! (Sería para empezar y no acabar… y para contarlo en otro lugar).

La explosión del polvorín

Las fiestas de Alhucemas se celebraban en julio, en los jardines de la Junta Municipal. Aquel año, en pleno baile con mucha animación, de pronto se produjo una gran explosión, que originó unas grandes llamaradas apreciables desde el mismo baile. El susto fue general.
Como yo estaba haciendo la mili, me fui a mi casa de inmediato y me cambié de ropa -de la de fiesta a la militar- y me fui al cuartel.
Cuando llegué, me enteré de que había explosionado el polvorín. El incendio se sofocó rápidamente y todo volvió a la normalidad. Todo… menos el baile que, con el susto, se terminó en un instante.

Opositor en Madrid a un cuerpo técnico del Estado

Los años 56 y 57 los pasé en Madrid preparando unas oposiciones a un cuerpo técnico del estado. No pude culminar con éxito estas expectativas, pero adquirí un amplio bagaje de conocimientos que me han valido mucho a lo largo de la vida.
Aunque volví a Marruecos, la mirada y el pensamiento los tenía puestos ya en la vuelta a España.

Salida de Marruecos

En 1956 llegó la independencia de Marruecos. Un año más tarde salí definitivamente de Alhucemas en busca de mi futuro.
Mi salida no fue traumática. Partí sin las añoranzas y sin los recuerdos románticos y soñadores con una vuelta imposible como los de otros, que todavía hoy piensan que van a encontrar allí la vida de aquel pueblo lejano en medio de otra cultura y civilización, pero conservando las señas de identidad nuestras debido a la procedencia de nuestros padres y abuelos.

La vuelta a Almería / Cierre del círculo

Finalmente, después de un largo periplo por distintos puntos de la geografía peninsular española, me afinqué con carácter definitivo en Almería, la tierra de mi esposa y nuestros hijos.
He sido el único miembro de la larga familia de los Romero Mesa de Alhucemas, los del Oriente, que ha vuelto a la tierra de donde hace cerca de un siglo partieron nuestros abuelos con la esperanza de luchar por conseguir progresar.
Por mi parte, con muchas ilusiones, a pesar de algunas añoranzas, siento que he cerrado un círculo vital iniciado por mis abuelos, los que de aquí partieron, y completado con mi vuelta a sus orígenes.

Almería, 2014-2015

Cuentas de África / 1 [de Juan Romero]

Cuentas de África
(UNO)

Juan Romero

A mi fiel memoria.

Emigración de mis abuelos a Melilla / Inicio de un círculo

A Principios del siglo pasado, mis abuelos paternos, procedentes de Berja (Almería), barrileros de envases para la uva de exportación, y mis abuelos maternos, agricultores, emigraron a Melilla.
Allí pasaron la nueva etapa de su vida, trabajando y luchando por conseguir ir progresando. Con el paso del tiempo, alcanzaron un mejor estatus.

Traslado a Alhucemas y construcción del Hotel Oriente

Llegado 1926,mi abuelo Juan había conseguido ahorrar algún dinero con la ayuda de sus hijos y decidió emprender una nueva aventura, estableciéndose en lo que era un incipiente pueblo que las autoridades españolas denominaron “Villa Sanjurjo” y donde todo eran barracones militares de madera. Aunque con el tiempo lo llamamos “Alhucemas” (del árabe Al-Husaima, que significa ‘espliego’), todo el tiempo que estuvimos allí entre nosotros le decíamos “Villa Sanjurjo”.
Allí levantó mi abuelo una de las primeras obras de mampostería, que en principio dedicó a pensión y luego, con el trascurso de los años, se transformó en el Hotel Oriente, uno de los establecimientos más importantes del sector hotelero.

Colegio de misioneras mexicanas

Yo nací en Melilla, pero con tan solo unos días de vida me llevaron a Alhucemas, donde residían mis padres y abuelos. Mis primeros pasos los di en el colegio Divina Infantita, con religiosas misioneras mexicanas.

Costumbres y ritos populares

Desde muy niño tuve la oportunidad de ver, con mis ojos infantiles todavía, costumbres, ritos y otras manifestaciones tradicionales muy distantes de las de mis abuelos. Por ejemplo, recuerdo que un día contemplé en un zoco a un encantador, más de culebras que de serpientes, que al son del pandero y la chirimía animaba las convulsiones de los reptiles… pero, ante mi estupor, aquel hechicero empezó a golpear hasta su muerte a uno de los animales, tratando de acumular su sangre en la cabeza y, ante el asombro de toda la concurrencia, comenzó a comerse la culebra.

Marruecos, país de fantasía

Marruecos es un país de fantasía y contrastes de costumbres. Ves un pueblo dormido con el ayuno del ramadán, los hombres sentados en un cafetín moruno ante un té cargado de azúcar y fumando una pipa de quif, con un humo dulzón que te envuelve. Aquello es diferente y lo tenemos ahí en frente, sobre todo Xauen, ciudad santa, y Tetuán, con el contraste curioso de ver circulando trolebuses por la ciudad y, al lado, el barrio llamado “la Medina”, conocido por “Barrio Moro”, que es un auténtico laberinto lleno de vida, tiendas atestadas con los más variados artículos.

El avión solitario

En los primeros meses de 1939 ocurrió un hecho que causó la alarma en toda la población. Un día apareció de forma inesperada un avión sobrevolando el cielo de Alhucemas, dando vueltas hasta agotar el combustible. Era un caza del ejército republicano.
Después de un rato dando vueltas, cuando se le agotó el combustible, el avión tomó tierra en el corto y viejo campo de fútbol de Malmusi. El piloto abrió la carlinga, sacó la cabeza y agitó un trapo blanco en señal de rendición.

La Plaza de España

Alhucemas tenía un parque –llamado “Plaza de España”-con sus jardines y un mini zoo. En éste había jaulas con pájaros exóticos y pavos reales, entre otros animales. Aunque lo más popular era una jaula con monos, donde la estrella era la “mona Pepa”.

La iglesia

La iglesia estaba regida por un misionero franciscano, el “padre Antonio”, un vasco fortachón, todo un personaje, siempre vestido con su hábito marrón, su cordón con tres nudos a la cintura y sandalias. En su tierra no hubiera desentonado entre los mejores aizkolaris, los cortadores de troncos, o entre algunos levantadores de piedras.
Como los buenos curas de pueblo, todas las mañanas se daba un buen paseo. Una de las “estaciones” era el Bar Oriente, propiedad de mi padre, quien todos los días lo invitaba a una copa de coñac. Pero los días de frío, después de la copa habitual, el padre Antonio le decía a mi padre: “¡Sé bueno, Juan Antonio! Pon otra copa”.

Las despedidas de los novios

Las bodas populares, que eran la mayoría, acababan de forma festiva. Terminada la celebración y como punto final, existía una vieja costumbre: despedir a los novios que tomaban el autobús de línea (de la CTM, que llamábamos “La Andaluza”)que los trasladaba a Melilla, donde pasaban unos días en viaje de novios.
El autobús partía de la Plaza del Rif y los invitados y muchos curiosos se agrupaban en la plaza para despedir a los recién casados.
Al ver a la gente y el jolgorio que se traían, el conductor ya sabía qué tenía que hacer ese día por tradición nada más partir: darle al menos tres vueltas, con el autobús a buena velocidad, a la farola que había en el centro de la plaza, mientras los asistentes, con la euforia del momento, lanzaban toda clase de manifestaciones de alegría: palmas, agitar de pañuelos, cánticos, vivas y vítores a los novios, aplausos…
Era la costumbre y ¡que no se le ocurriera al chófer no dar las tres vueltas!

Alhucemas, mirador al mar

Alhucemas estaba situado en un plano alto, a unos cincuenta metros sobre el nivel del Mar. Eran casas blancas, mezcla de pueblo típico de Andalucía con influencia árabe.
Desde un mirador en el pueblo se divisaba la bahía de Alhucemas con el cabo quilates al fondo. En la entrada del puerto había dos peñones.

Las noches de luna llena

En las noches de luna llena de verano, la gente acudía a contemplar al fondo la flota pesquera con sus petromax, iluminando junto con el reflejo de la luz de la luna las tranquilas aguas, con su percepción azulada y de una belleza singular.
Como complemento de la noche, si se madrugaba, se podía contemplar con los primeros rayos solares la entrada de toda la flota pesquera en hilera en el puerto: docenas De barcazas cargadas hasta los topes de abundante pesca.
En la bahía de Alhucemas había veces que se juntaba una gran parte de la flota pesquera del sur de España.

Y SIN EMBARGO, SE MUEVE (I: La confianza) [de Francisco Olivencia]

Y sin embargo, se mueve
(I: La confianza)

Francisco Olivencia

Un niño de apenas dos años gateaba por el suelo fresco y limpio de una tarde calurosa de julio. Rodeado de su familia, recorría entre gritos de ánimo y alabanzas todos los rincones de la sala.
Eran años de siesta larga, de reuniones de vecinos ante una sandía refrescada al amparo de la regulación natural de la oscura alacena. Las puertas sin pestillo, abiertas de par en par, invitaban a pasar a los vecinos.
Sólo dos tareas ocupaban a aquellas personas: dar buena cuenta de aquella sandía, por un lado; y hacer que aquel niño sintiese cada vez más ganas, más prisa, por explorar los entresijos de aquel medio que tan agradable se le hacía.
Por debajo de las sillas, por encima de cojines y almohadones, gateaban sus piernecillas como las aspas de un molino de viento. Eran dos brotes de vida en movimiento, un movimiento que se animaba cada vez más por aquellos cánticos reforzantes que, en resumen, estimulaban en modo imperativo: «Corre, explora, haz tuyo y entiende el mundo que te rodea».
Nada podía detener a aquel niño que sonreía inundando de alegría transparente toda la habitación. Esta era la prueba para los adultos: aquel niño era feliz.
De pronto, un llanto seco, hondo, profundo, heló la sonrisa de aquellas personas. Un olor a carne quemada fue la primera pista para la ávida madre. Una colilla encendida bajo la rodilla del chiquillo hizo que la mujer se dirigiera hacia el abuelo con cara de enfado.
Su alzhéimer, sin medios para diagnosticarlo en aquel tiempo, provocó que aquel abuelillo desdentado olvidara nuevamente tirar su cigarro al cenicero.
Era lo malo de que aún existiera la costumbre de fumar en espacios interiores.
La pequeña señal que le dejó la quemadura todavía lo acompaña hoy en la pierna.

Operación ‘Baja Irrevocable’ [de Ginés Bonillo]

Operación ‘Baja Irrevocable’
(¡Lo que hay que oír… para lo que hay que ver!)

Ginés Bonillo

Para una vez que me había abonado a un canal privado de televisión, prometiéndome sesiones interminables de cine y fútbol, no se me ocurrió otra cosa sino quedarme ciego.
Después de un año pagando cuotas absurdamente, decidí rescindir el contrato; así que monté la operación de retirada incondicional con sumo cuidado, sin dejar un detalle a libre disposición que pudiese convertirse en resbaladiza tierra de nadie.
Me preparé a conciencia el discurso para justificar la decisión y, de paso, debilitar el contraataque para el que estará adiestrada la infantería de la empresa que atienda por teléfono en estos casos. Intentaba dejarle al rival el menor número posible de argumentos y cabos sueltos a los que asirse.
Así pues, fui al grano, para no dar tiempo a que surgieran confianzas ni empatías. En alguna ocasión, había terminado comentándole los rasgos fonéticos dialectales del andaluz oriental que detecté de inmediato en mi interlocutora madrileña, que resultó de Málaga apenas avanzó la conversación unos segundos, y un poco más (o unos pocos kilómetros menos…) quedamos para tomar café esa noche. Es un decir. Tal era su destreza… ¡y la mía! Otra vez fui… pero no nos dejemos llevar por las afrutadas ramas y volvamos al asunto principal.
-Buenos días. Deseo –dije del tirón, sin permitirle al infante que me atendió un respiro ni que tomara posiciones, haciendo uso del ataque sorpresa y la táctica envolvente, cortándole las vías de escape- rescindir mi contrato con ustedes. Podría aducir que me he quedado en paro o que han echado a mi mujer del trabajo, que no es igual pero es lo mismo, o que ha fallecido mi padre recientemente (como ha ocurrido, en realidad), que era el abonado, y nos hemos quedado sin su pensión, que nos venía muy bien, o que soy autónomo y no van bien los negocios y que, con esto de la crisis, tengo que reducir los gastos y optimizar los recursos; pero no tengo que inventarme ninguna excusa: es que, por desgracia, me he quedado ciego. Así de simple, no veo nada; así que, ¿para qué quiero la televisión?
-Puedo ofrecerle –respondió el vigoroso comercial, siguiendo al dictado el programa autómata que seguramente tenía instalado en la mente- una oferta que incluya dos nuevos canales de cine y uno de documentales de naturaleza o de historia, como usted prefiera, por el mismo precio que está pagando ahora. ¿Le gusta más la naturaleza o la historia?
Me equivoqué. Esta soldadesca de comerciales Está programada para no oír lo que no le interesa y nunca renuncia a la táctica del contraataque, infiltrándose en las filas contrarias para minarles la retaguardia y cortarles el abastecimiento. Deben de inoculárselo en el ADN durante la fase de instrucción de los cursos de formación que deben de impartirles.
-No, gracias; es que no me interesa, de verdad –y, en ese momento, noté que empezaba a abandonar mi plan, empezaba a ceder a las presiones: había iniciado un intento de justificarme desde la subjetividad de ’la verdad’, estaba claro, como si no tuviera un argumento de peso…y también en ese «de verdad» impulsivo e inconsciente comprendí que empezaba a batirme en retirada, señal inequívoca de peligrosa inferioridad ante el enemigo. El operativo comenzaba a venírseme abajo o, como diría mi abuelo, principiaban a caérseme los palos del ‘chambao’.
-Si quiere–seguía el abnegado soldado-comercial, era evidente el programa autómata que tenía instalado-, puedo ofrecerle quedarse con la oferta que ya tiene a mitad de precio y, además, le incluyo un canal internacional de noticias. ¿No le gustan las noticias?
-Bien, bien –concedí, utilizando la táctica del despiste, antes de pasar al embate directo con ribetes personales, para el cual no está aleccionada (por ahora) esta moderna infantería-, pero… -aquí alargué la pausa como elemento de desconcierto, por aquello de que a la tormenta siempre le precede la calma, y añadí, machacando las palabras, sin realizar una sola sinalefa- ¿usted no ha oído que me he quedado ciego y, por tanto, para qué quiero la televisión? –y mientras tanto, colocaba en la lanzadera de la punta de la lengua el siguiente cartucho, el último que tenía meditado: que estaba planteándome quitar también la luz. ¡Ya puesto!
El señor debió de entender por fin la situación porque reaccionó e intentó animarme:
-¡Ah! Bueno, bueno… no se preocupe usted… ¡No pasa nada! Tampoco es para tanto. ¡Si para lo que hay que ver!
Ahí se perdió el muchacho, por permitir que le aflorase un poco la humanidad de buen samaritano e intentar consolarme, cayendo (para colmo) en el tópico. Yo vi el cielo abierto, es un decir, y aproveché la ocasión para terminar la faena.
-¡¡Pues por eso!! –remaché, y «Te pillé», dije para mí con una satisfacción militar que sólo puede obtenerse mediante una aplicación cotidiana de la agradecida poliorcética.

Eclosión (Recuerdos de la niñez) [de Inma Ferre]

Eclosión
(Recuerdos de la niñez)

Inma Ferre

Nací en abril de 1945. Años difíciles, según mis padres, aunque yo no llegué a tener conciencia de ello hasta cumplir los seis u ocho años, cuando un día los escuché hablar de las estrecheces por las que pasaban.
Eso quizá me hizo madurar demasiado pronto y, en las pocas veces que veníamos a Almería, casi siempre a pagar la contribución, cuando mi madre insistía en comprarme algún detalle, yo siempre lo rechazaba poniendo cara de no gustarme. D vuelta en el cortijo, le confesaba que quizá lo que yo quería era demasiado caro y ella, por complacerme, se gastaría mucho dinero.
A pesar de todo, fui una niña feliz, rodeada del cariño de mis padres, de mi abuela y de mi tía, que formaban el núcleo familiar. Aunque eran muy estrictos en la educación y buenas costumbres: todavía recuerdo que me hacían leer a diario un libro de urbanidad llamado La pequeña Florita… i ¡anda que no era cursi la pobre niña! en fin, preparando una chica modosita para casarla con un buen chaval, pues «a los pericos no los quería nadie», según ellos.
Mi madre, que al comienzo de la guerra tuvo que dejar sus estudios de Magisterio, fue quien me dio lección junto a dos niños de unos vecinos, ya que el colegio se encontraba a cuatro kilómetros de distancia.
Así aprendí las cuatro reglas, como se decía antes, el catecismo, como era lógico, y lo que a mí más me gustaba, los problemas (conjuntos, en tiempos de mis hijos). Me gustaba aquello de… «Un ganadero vende 63 ovejas a 34,80 pesetas, 47 cabras a 28,75 pesetas y 129 corderos a 27,25 pesetas; y tiene que pagar el pienso de 6 meses, que asciende a 700 balas de 25 kilos de alfalfa seca, a 18 céntimos el kilo, y 4650 kilos de cebada, a 79 céntimos el kilo. ¿Cuánto le queda al ganadero?»… ¡Nada!, como siempre.
Muchos recuerdos valiosos para mi aprendizaje llegaron del contacto con la Naturaleza; por ejemplo, seguir los pasos desde que las semillas se siembran en la tierra y a los pocos días se ve el bancal salpicado de brotes, que se van transformando hasta echar el fruto. Es un precioso espectáculo.
Otras enseñanzas surgieron de la proximidad con los animales. Por ejemplo, otra forma de procreación e, incluso, la sexualidad las viví de forma natural, pues era corriente ver a los animales engendrando, pariendo… Y mis padres tenían la suficiente delicadeza para explicarme todo lo que yo preguntaba.
En una ocasión, tendría yo nueve años, le pedí a mi padre ver a mi yegua dar a luz. Me dijo que, si yo creía estar preparada, que me llamaría. Y así lo hizo.
Ese día pasé un mal rato viendo cómo sufría el pobre animal, relinchando y dando vueltas, y cómo mi padre ayudaba a sacarle el potrillo; pero fue precioso ver cómo su madre, nada más nacer, lo lamía y lo empujaba con el hocico para indicarle las ubres.
me eché a llorar, creo que de la tensión, abracé a mi padre y me fui corriendo a acurrucarme en la falda de mi madre. En ese momento quería ser potrillo.
Esas sensaciones no tienen ocasión de experimentarlas nuestros niños. Pues aunque yo no tenga una extrema añoranza por el pasado, sí me habría gustado que se conservaran algunas de aquellas vivencias como forma de aprendizaje.

Luz ausente [de Ángel Dámaso Soto]

Luz ausente

Ángel Dámaso Soto

Sólo habían pasado cinco minutos. Con gran sorpresa nos dijo que se quería morir y, con más dureza, afirmó que prefería que Dios le hubiera mandado un cáncer fulminante, porque así su vida no la quería. En la situación que estaba, sumido profundamente, renegaba de ella.
me quedé por un momento ausente, incluso diría que apenado. Intentaba comprender lo que mis oídos me decían. De ninguna forma podía asimilar esas palabras que, como clavos ardientes, me atormentaron.
Aun así, pude sacar fuerzas para argumentarle que la vida es lo más valioso que tenemos, suficiente razón como para quererla, abrazarla y desearla con toda la fuerza de nuestra alma.
Su mismo mal muy bien lo conocía, porque en primera persona también yo lo vivía. Tan apagado y confundido lo notaba que, como un rayo de luz, me di cuenta de que con buenas palabras no cambiaría nada. Pensé que la mejor manera de ayudarle a éste hombre era precisamente no negándome a oír su mensaje: tenía que conseguir que él se sintiera protagonista de su propia historia. Para ello, traté de mantener una breve conversación con él. Yo debía de preguntar y sólo escuchar, pero nunca argumentar.
así lo hice y orgulloso me siento: por el tono de su voz, estoy convencido de que razonó y es probable que cambiara de opinión… y mucho más cuando, al despedirnos, le comuniqué que yo también me encontraba en su misma situación.
Aquella fue una visita constructiva, una visita que difícilmente podré olvidar.