LA SOPERA DE PLATA (de Inma Ferre)

LA SOPERA DE PLATA

San Miguel de Cabo de Gata, marzo de 1918. Un tremendo temporal hace encallar al Perseveranza, un barco de origen genovés. Toda la tripulación es socorrida por los pescadores del pueblo, hospedándose en la única fonda que existe en San Miguel; menos el capitán, que es invitado a alojarse en casa de mis padres.

Yo había nacido apenas una semana antes, con lo cual toda la familia preparaba mi bautizo. El capitán debía de sentirse tan integrado que le sugirió a mi padre que si él era el padrino, pondría a mi nombre una de sus naves, puesto que no tenía hijos. Pero mi madrina iba a ser mi abuela paterna y mi padre jamás le daría ese disgusto a su madre. En fin, ¡me quedé sin barco! Yo pienso que mi padre no se creyó mucho al genovés.
Sin embargo, antes de marcharse le entregó a mis padres en testimonio de gratitud una sopera de plata, con el escudo genovés, sopera que siempre estuvo en el comedor de mis padres. Cuando yo me casé la sopera vino conmigo y ahora tiene un lugar destacado en casa de mi hija.
Mis nietos ya conocen la historia de la sopera y espero que ellos también sigan transmitiéndosela a sus hijos como vínculo familiar.
Estoy convencida de que nunca pensaría el capitán genovés que sería, durante tantos años, recordado y su regalo tan querido y apreciado en nuestra familia.

Tres plátanos (Mi primer mandado) [de Araceli Llamas]

Tres plátanos
(Mi primer mandado)

Araceli Llamas

En una calurosa tarde de verano, estando yo sentada tranquilamente mientras oía en la radio el programa de los discos dedicados, mi madre me pidió que me acercara a hacer un mandado a la tienda de la señora Antonia. Diez escalones me separaban de mi primera gran aventura, pues con dos años y medio iba a salir sola por primera vez a la calle.
Me dio una cestilla pequeña de mimbre, un papel y un monedero de los que las señoras se ponían debajo del brazo. Yo no iba a ser menos y me lo puse también de la misma forma: ¡Vamos!, lo propio en estos casos. Mi madre me arregló lo que ella llamaba el tipo y salí en dirección a mi destino, no sin antes escuchar de nuevo sus sabias advertencias: «No te pares con nadie, no te salgas de la acera y recuerda que te vig
ilo por la ventana, así que… tranquila».
Cuando llegué a la tienda, no alcanzaba al mostrador; pero la señora Antonia, muy amable y como si de una clienta distinguida se tratase, salió a atenderme, aguantándose la risa al verme tan dispuesta.
Ella misma me guardó la compra en el cesto y salió a despedirme a la puerta, agradeciéndome haber realizado tan interesante
adquisición en su establecimiento.
En el viaje de vuelta a casa, pensé que no sabía qué había comprado. Me picó la curiosidad, así que abrí el cestillo con una mezcla de cautela y picardía. ¡Cuál no fue mi alegría cuando descubrí que lo que allí llevaba eran plátanos, mi fruta preferida! Y, como el camino de vuelta era tan largo, ¡diez escalones!, pensé que lo mejor era pararme a descansar.
Me senté en el quinto escalón, puse el cesto a mi lado y lo miré indecisa. De nuevo lo abrí y, sin pensar en nada más, sólo en aquellos tres dorados y apetitosos plátanos, que tenían una pinta irresistible, me dispuse a coger uno; lo abrí y me lo comí. Estaba empezando a comerme el segundo tan afanada que no me di cuenta de que mis padres, preocupados por mi tardanza, bajaban a buscarme. Aparecieron a mis espaldas.
-Lely, ¿qué haces? –preguntó mi madre.
Yo, con la seguridad de estar haciendo lo correcto, lo que yo creía que esperaban de mí, contesté tranquilamente:
-pues… ¡merendando!: un plátano que me he comido, este que me estoy comiendo y este otro que me voy a comer.
Mis padres se quedaron tan sorprendidos de mi contestación que no pudieron hacer otra cosa sino echarse a reír, negando con la cabeza, moviéndola ligeramente de un lado para otro como gesto de ternura.

***

Muchos años después, aún hoy algunos de mis hermanos me recuerdan con gracia lo bien que conjugaba yo los verbos con esa edad, pasando esta anécdota a ser una historia recurrente en las reuniones familiares, recitando a coro cada vez que se tercia y viene a cuento la cantilena:

Uno que me he comido,
este que me estoy comiendo
y este otro que me voy a comer.