Los ciegos y los inmigrantes [de Alexis Díaz-Pimienta]

Los ciegos y los inmigrantes

para Anaís Fernández

Los ciegos también tienen su color preferido.
David Mitrani

I

Los ciegos también tienen su color preferido,
su gusto por los días soleados o grisáceos.
No siempre están varados como grandes cetáceos
entre la oscuridad, la suerte y el olvido.
Los ciegos también tienen su color preferido.
Adoran las orquídeas. Odian el ocre oscuro.
Bastonean en calles de trazado inseguro,
en aceras estrechas y esquinas con sonido.
Los ciegos llevan gafas para ocultar los ojos.
Y bastones plegables, aunque no sean cojos.
Y temor a los otros. Y dolores ocultos.
Los ciegos nunca han visto al vendedor de gafas.
La sombra los protege de morales estafas.
La luz los ha salvado de insalvables insultos.

II

A las doce del día, en cualquier bocacalle
un ciego va vendiendo la luz de sus cupones
y un inmigrante pasa cargando cinturones,
flores, gafas, alfombras, llaveros al detalle.
Es natural que el ciego, cuando el hombre se halle
a un metro de su olfato afine los pregones.
La suerte numerada. La lid de los millones.
Es normal que uno grite. Es normal que otro calle.
Al vendedor de gafas le da lástima el ciego.
Y el ciego siente pena de intuir lo que él carga.
El vendedor de gafas se da cuenta del juego.
Son dos ciegos. Dos pobres. Dos sombras de alma larga.
Uno vende las gafas que el otro lleva luego
para vender la suerte que a los dos los embarga.

III

Los ciegos también tienen su color preferido
y los subsaharianos dientes blancos y hambre.
Los ciegos tienen tacto, voz, olfato y oído.
Los ojos del que emigra un oscuro calambre.
Los ciegos, inmigrantes de la luz, se despojan
de las gafas oscuras para ver quién se acerca.
Bajo sus cuencas blancas los cupones se mojan
(¿lágrimas o sudor?, ¿Internet o Atapuerca?)
Los ciegos, inmigrantes de la luz, no distinguen
la ausencia de color en la escala cromática.
En sus manos y oídos los colores se extinguen.
Las sombras y las luces son pura matemática.
Los ciegos no permiten que otras sombras los pringuen,
por eso llevan gafas de transparencia errática.

El pueblecito [de Ángel Dámaso Soto]

EL PUEBLECITO
-Ángel Dámaso Soto-

Hacía un frío de mil demonios. Por otra parte, se encontraba un poco irritado porque había olvidado cambiar las escobillas del limpiaparabrisas el sábado anterior.

Lo cierto es que en Almería suele hacer mucho viento cualquier día del año, pero lo que es llover… no llueve ni en sueños.

¡Vaya sorpresa se llevó esa mañana! Porque no es precisamente que estuviera lloviendo -¡qué puñetas!-… lo que estaba era diluviando.

Con muchísima precaución, con su auto llegó a ese lugar, o mejor dicho llegó a ese pueblecito, nombre que con los años ha tomado ese bonito lugar.

Sin perder tiempo alguno aparcó su automóvil y se puso en contacto con su presunto nuevo cliente, que esperaba en el bar de la plaza Mayor.

Después de los mutuos saludos de cortesía, ocuparon una mesa, solicitándole al camarero una botella de Rioja, eso sí, debía ir acompañada de un buen plato de queso con jamón. Ese primer trago de vino fue más que suficiente para aliviar el frío que sentían sus huesos.

Por otra parte, a ese supuesto cliente no lo conocía de nada, tan sólo tenía buenas referencias por un amigo común.

El motivo de tal reunión era evidente: pretendía venderle para el negocio que tenía ese señor una envasadora.

Cuando empezó a hablar del tema ocurrió algo curioso, su propio instinto de vendedor le hizo recapacitar… –“No, no, no”, se dijo en voz baja-. Intuyó que no iba por buen camino.

Comprendió, como todo buen vendedor, que necesitaba urgentemente de estrategias, ya que no habían pasado dos minutos de conversación, y ya estaba notando que éste señor no estaba interesado por su maquinaria. Fue entonces cuando su instinto de vendedor hizo su trabajo.

Con gran maestría desvió la conversación y, con suma habilidad, provocó que su trabajo de comercial lo hiciera el cliente.

En modo alguno intentó venderle su producto, todo lo contrario: Juan, que era el nombre de su pretendido cliente, se lo debía comprar a él.

La verdad es que el resultado es el mismo, pero es muy diferente, aunque a más de uno le cueste entenderlo.

El negocio iba viento en popa: todo estaba saliendo según lo previsto.

Durante éste tiempo estuvo ajeno a todo aquello que no estuviera relacionado con su objetivo prioritario…que no era otro que vender su maquinaria.

Su falta de atención fue precisamente el motivo que originó algo gracioso, que a la vez le hizo pasar un mal rato.

Juan, su ya nuevo cliente, tenía dos manos ortopédicas. Aun así, este señor se manejaba en cierto modo bastante bien.

La copa de vino la cogía con mucha facilidad e, incluso, el jamón y el queso lo pinchaba con un tenedor que magistralmente utilizaba.

En definitiva, era un señor que había sido capaz de romper sus propias barreras, y de barreras precisamente no quiero hablar…De otras barreras también yo sé hoy mucho: ¡Casi na!

Continuaré con la historia.

Fue de pronto cuando su estimado cliente se levantó de la mesa, se dirigió a él y le pidió que por favor le acompañara a los servicios. Sin querer ni poder evitarlo, su cara cambió de color, sus piernas empezaron a temblar, empezó incluso a tartamudear. Juan le miró extrañado y sin mediar palabra empezó a reír. Jamás había visto reír tanto a nadie. Se dirigió al camarero y le pidió urgentemente un vaso de agua temiéndose lo peor. Al cabo de unos minutos, se calmó. Juan le sonrió diciéndole que no se preocupara, tan sólo necesitaba que le abriera la puerta del aseo, solo eso y nada más… Tras una larga carcajada, le dijo que lo demás lo podía hacer él.

Ola de calor [de Ginés Bonillo]

Ola de calor
(Derretibles, S.P.)

El día, de finales de enero, no era de finales de enero, sino más bien de finales de abril o de mayo. Así discurre nuestra tierra por el ciclo anual. Yo había salido a la calle en mangas de camisa, sin el pañuelo rodeado al cuello con que suelo protegerme la garganta, mi punto débil en invierno.
Íbamos apurados de tiempo, como siempre; y como siempre, con la lengua baja, a la altura del pecho. Nada más traspasar la puerta corredera de acceso al azulado hospital, sin dudar un milímetro, nos embistió una llamarada de calor artificial, una bofetada de vaho fornario. Tuve la sensación de que nos iban a hornear allí mismo, tomados por inocentes cochinillos; opté, no obstante, por no despegar los labios para evitar dar pie a ser acusado de homo quejicosus.
Al llegar a la octogonal sala de espera de oftalmología, mi acompañante se sorprendió de que hubiese tantos pacientes y dijo:
—¡Qué gentío para lo tarde que es! No cabe un alfiler. Sólo hay dos asientos libres, frente a la consulta de córnea. Ni que los hubieran reservado para nosotros.
Ya sentados, decidí contravenir las normas de buen comportamiento y me sequé el sudor de la frente y del cuello con un pañuelo de mano. Estaba empapado.
A falta de evidencias visuales, yo captaba cierto rumor de fondo que no se debía a lenguaje articulado, sino más bien a leves suspiros, resuellos, alguna boqueada, algún disimulado e incómodo carraspeo…
—¿Qué se oye? —mascullé, alzando el bigote (con lentitud), arqueando la nariz (con disimulo) y frunciendo el ceño (con e, de estoicismo).
—La gente… —contestó mi acompañante en voz baja, acercándoseme al oído, como si fuese a revelarme un secreto; y, a renglón seguido, exclamó, ya en voz alta—: ¡Qué calor hace aquí!
—Será porque venimos corriendo, como siempre —apunté, subrayando el sintagma comparativo.
—¡No empieces ya!
—¿Es que la actividad física no genera calor?
—No.
—¿Ah, no? —repuse sorprendido.
—No, déjate; que los demás están sudando igual que nosotros y ellos están aquí de antes.
El sudor me brotaba a raudales entre las greñas montaraces de la cabeza; las abominables gotitas concurrían en el altozano de la frente; sin detener su curso, fieles a la impertérrita ley de la gravedad, se bifurcaban para esquivar las erguidas serrezuelas de las cejas; resbalaban, serpenteando aún indecisas, por entre los montículos despejados de las mejillas; hasta precipitarse, ya convertidas en pequeños riachuelos, por los meandros del delta que se extiende por el bigote y la barba abajo y desembocar en el mar del pañuelo que sostenía entre las manos.
Mientras sopesaba la conveniencia de escurrirlo con la debida discreción, me asaltó una idea del diablo.
—¿Estás segura —pregunté— de que estamos en la sala de espera? ¿No estaremos en la sala de calderas?
—¿Qué sala de calderas?
—O una sala de calor —sugerí y añadí—: ¿No dicen que el calor es bueno para el reúma?
—¡Qué sala de calor ni qué ocho cuartos! Además, ¿tú estás aquí por la vista o por los huesos?
—Pues en un balneario o una sauna.
—¡Que no! ¡Tienes unas cosas…!
—Yo no, será el calor, que me hace desvariar.
—Será… —remachó ella sin mucha convicción.
A pesar de verme inmerso en aquel soporífero baño, volvió a invadirme una vieja idea:
—No comprendo —comenté, casi sin aliento— esta manía tercermundista de abusar de los servicios para luego tirarse dos meses o dos años sin ellos cuando se averían o agotan. Que hay calefacción, pues al máximo en invierno… hasta que se avería. Que hay aire acondicionado, pues al máximo en verano… hasta que se agota el presupuesto… ¿Y nadie —inquirí— se queja?
—¿Es que puede quejarse alguien? Si está todo el mundo como el queso fundido —aclaró mi acompañante—. Si vieras… hay gente que se ha desabotonado la camisa hasta casi el ombligo y se abanica con lo que puede. Yo creo que no habla nadie a causa del sofoco del calor.
Sintiéndome vagamente autorizado por la actitud de los demás, me remangué la camisa hasta los codos, no pude más, y me abrí un botón del cuello; al poco, me desabotoné dos; luego, tres…
—¡Huy, huy, pero si junto a la consulta de glaucoma una mujer se ha descalzado y se está quitando las…!
—¡Las qué! —pregunté sobresaltado.
—Las medias… ¿qué va a ser? ¿No he empezado a describírtela por los pies?
—No sé. Pero con este calor, ¡podría ser cualquier cosa femenina!
Mi acompañante no estaba para detenerse en mis florituras lingüísticas-vitales.
—¡Buenooo! —exclamó al instante—. Si vieras…
—¿Qué, quééé?
—Que delante de la puerta de campimetría, un hombre se ha quitado la camisa, pero enterica y la ha tirado al suelo.
—No me extraña. Y, sin embargo, ¡nadie protesta! ¿No podrían bajar la temperatura dos o tres grados?
—¿Dos o tres? ¡Y doce o trece!
—Con lo a gusto que estarán ahora mismo en Siberia los sibaritas, a 20 grados centígrados bajo cero…
—¿Los sibaritas? ¿Qué tendrán que ver los sibaritas con este calor? ¡Ya estás con tus cosas! De todas formas, no lo creas. Seguro que alguno se quejaría, aduciendo que habían olvidado puesto el aire refrigerado desde el verano.
—¡Los turistas quejicosus, que no sé para qué viajan fuera de su zona de confort!
Paulatinamente se iba haciendo más sordo aquel rumor de fondo que no respondía a lenguaje articulado, sino más bien a leves suspiros, cada vez más leves; resuellos y alguna boqueada, cada vez más inaudibles; algún disimulado carraspeo incómodo, cada vez menos velar y más apagado…
Nadie hablaba, ni siquiera se advertía un balbuceo inteligible: “A tal punto ha llegado —pensé— el grado de resignación”.
—Y no citan —me lamenté— a nadie de las consultas. Eso es que no se atreven a salir, o que están esperando a que nos aburramos y nos vayamos, o que dan tiempo a ver si alguno se muere y se lo quitan de la lista sin darle un palo al agua. ¡Con lo que cuesta una campimetría!
—¡Qué cosas tienes! Sigue, tú sigue analizando.
—¿Yo analizando? ¿Qué he dicho?
—Cada vez te pareces más a mi padre.
—Porque tu padre tiene mucha experiencia de vida anudada.
Desde hacía buen rato percibía cómo el sudor… no, el sudor no… los ríos de sudor se deslizaban espalda abajo y se expandían por los calzoncillos. Sentía como si me hubiera orinado encima dentro de un sueño traicionero de madrugada. Al final de la gravedad, los calcetines naufragaban en sudor dentro de los zapatos, bailando como en una pista de hielo. Notaba el cuerpo anegado de agüita licuada, como si nos estuviésemos disolviendo.
Yo creo que, en cierto momento, el calor aumentó, si es que podía agravarse una vuelta de tuerca un escenario tan infernal.
—Con este sofoco —presagió mi acompañante, quizá figuradamente—, más de uno se va a derretir en poco tiempo.
—No hará falta esperar mucho. Yo mismo estoy derritiéndome en sudor ya.
—Y yo —confesó ella en voz baja—. Llevo las bragas que parece que me he hecho pipí encima. Pero alguno se va a derretir de verdad, no metafóricamente. ¡Tú es que no ves, pero si vieras…!
—¿No creas!: No hace falta que vea, ya lo sufro.
Al rato se oyó a nuestra espalda, en el asiento de la otra fila, un ligero burbujeo seguido de un prolongado goteo. Preocupado porque no cesaban ni el glu-glu ni el ton-ton, pregunté:
—¿Qué es eso que se oye?
—No sé… Voy a ver.
Mi acompañante se giró y no pudo evitar la expresión de asco consiguiente.
—¡Aaggg! —y la imaginé abriendo un poco la boca, alzando ligeramente los pómulos, entornando los ojos y concentrando las cejas.
—Pero ¿qué hay?
—Yo juraría que antes había una persona. Pero ahora se ha reducido a un charco asqueroso de fluidos y huesos diluyéndose… ¡Aaggg!, no puedo mirar. Parece el vómito amarillento-rojizo de un borracho. Llevaba una camisa de franela amarilla y un pantalón de pana negro, con una boina a lo Pío Baroja.
—No me extraña. ¿“Amarilla”, has dicho? ¡Pobre Moliere! Pero ¿estás segura?
—Ya lo creo. ¡Y tan segura! Si ese hombre trabajaba de conserje en el colegio al que iba yo cuando era niña. ¡Vaya final ha tenido el pobre, después de aguantar durante años a tanto bárbaro!
De pronto, sin dar lugar a ninguna reacción, se oyó la voz del guarda de seguridad, un tenebroso ululato de búho al acecho en su percha, que solicitaba ayuda seguramente por Walki Talkie:
—Venid rápido a recoger otros restos, que aquí hay dos de última hora que empiezan a alterarse. Con un cubo de ocho litros es suficiente, era el viejecillo de la camisa amarilla, el que se escapó en noviembre porque resistió desde las once… Sí, sí… ¡Poca cosa! Este no debe pasar de no más de dos puntos en el baremo del Servicio de Salud. Es poco, pero siempre se empieza por poco.
—Oye —le mascullé a mi acompañante—, esto no me gusta, parece cosa de ciencia ficción… ¿y si nos vamos? ¿Quién nos va a regañar?
Al momento se dirigió a nosotros el guarda jurado, quién (sin duda) gozaba de un oído tan fino como la vista, y debió de oírme el muy plumado.
—No, hombre; si les va a tocar ya mismo —chucheó desde las tinieblas de su reino de la noche, depositando su mano en mi hombro como gesto convincente.
Las palabras del búho metamorfoseado en guarda me dejaron dubitativo ante el dilema de si ya nos tocaba entrar por fin a la consulta o si lo que nos tocaba era derretirnos allí mismo, literalmente, sin ambages. Pero antes de empezar a exponerle al guarda-búho mis reparos (que yo entendía razonables), oí una voz afligida de funcionario atento, que emitía un lamento retórico con ánimo decaído, pero de corazón (o así lo entendí yo):
—¿Sólo hemos arreglado a tres hoy? —interrogó vociacontecido El nuevo personaje.
—Sí, señor director —respondió una voz contundente de ordenanza eficiente, de los que se ganan sueldo y medio—. Pero todavía quedan treinta y siete minutos, y hay cuatro o cinco que están a punto de ceder, porque se encuentran a puntico de caramelo. ¡Esos caen hoy, don Pedro!
—Aun así —refutó el director— no salen las cuentas: ¡como la mayoría tiene edad avanzada… no aportan muchos puntos! Ya sabéis que en estos casos al primero que reducen desde Derretibles S.P. es al director, y no tengo ganas de que me derritan tan joven. Habría que subir el termostato un par de grados más para asegurarnos los objetivos del mes.
—O pasar a mensuales las revisiones trimestrales; y las anuales, a cuatrimestrales. ¿Ya que alargar el tiempo de espera…? —insinuó otro ordenanza, también muy servicial.
—Esa táctica no da más de sí —argumentó el doctor Botero, director del centro desde hacía dos años—. ¡Si ya los tenemos entretenidos aquí desde las ocho!
—¿Y abrir por las noches? –propuso el guarda jurado, que no ocultaba su propensión noctívaga.
—No, supondría más gastos y, en consecuencia, aumento de exigencias en el baremo —apuntó uno de los ordenanzas, que estaba bien instruido en legislación.
—¡Mire hacia allá, don Pedro! —conminó alborozado el otro ordenanza—. Dos más derritiéndose. ¡Empiezan a caer a pares! ¿No da gusto verlos?
—Sí, sí —respondió el director, al que imaginé se le animarían de súbito los ojillos detrás de las gafas redondas a lo Hilario Camacho, bastante confortado a la vista alentadora de los despojos recientes, todavía calientes—. Esto empieza a funcionar. Y sed atentos, muchachos; no seáis cicateros, que nadie dude de nuestra profesionalidad de abnegados funcionarios en pro del servicio público: al que resista hoy lo citáis a revisión para mañana mismo, no le demoréis un mes perdido la cita. ¡Acabemos con el equívoco mito de las listas de espera interminables!… Ah, y al de la camisa remangada hasta los codos, también –añadió, haciendo especial hincapié en el adverbio-. A ese, que es peligroso, porque es de los que analizan hasta la última iota, lo citáis a primerísima hora, a las ocho en punto, que tengamos tiempo de sobra para arreglarlo bien en el día.
—Descuide, señor —le respondieron al unísono los subalternos al calderero mayor, frotándose las manos uno de ellos, como si estuviese adentrándose en la tundra siberiana en pleno enero o se dispusiese a comer tras dos meses de ayuno.
Mi acompañante y yo no nos atrevimos a ir más allá del ademán de mirarnos de reojo, sin atrevernos a erizar un mísero pelo o pelusa que se ofreciera.
—Ah… —les ordenó con un susurro el director a los secuacillos—, y a quien se haya entretenido con esta historia… tomad nota: también me lo citáis mañana a primera hora, que lo arreglemos tan bien como al de la camisa remangada. ¡Vivan los servicios públicos, muchachos!

La flor del lililá [Cuento popular]

La flor del lililá

Había una vez un rey, que de tanto llorar la pérdida de su amada, se le secaron las lágrimas, y se quedó ciego. Los médicos dijeron que sólo la flor de Lililá podría curarlo. Pero nadie sabía dónde estaba esa flor. El rey mandó entonces a sus tres hijos a buscar la flor por todas partes y les dijo que aquél que se la trajera heredaría su corona.
Salió el hijo mayor en su caballo, y encontró por el camino a una pobre vieja que le pidió pan. Y él le dijo de muy malos modos:
– ¡Apártate de mi camino vieja bruja!
Siguió adelante pero pronto halló la desgracia. Se cansó de andar de un lado para otro sin llegar a ningún sitio, y cuando quiso volver atrás ya era demasiado tarde.
Al ver que no regresaba, salió en su caballo el de en medio a buscara a la flor. También se encontró con la misma pobre vieja yal pedirle pan, su respuesta fue idéntica:
– ¡Apártate de mi camino vieja bruja!
El bosque sin caminos se lo tragó como al primero.
Al ver que sus hermanos no llegaban, cogió el más pequeño su caballo y salió a probar suerte. Se encontró con la misma pobre vieja, que le pidió pan, y el muchacho le dio una hogaza entera. La vieja le preguntó:
– ¿Qué andas buscando, hijo?
– La flor de Lililá, para curar a mi padre enfermo.
La vieja sacó un huevo y le dijo:
– En el camino encontrarás una enorme piedra negra. Estrella el huevo contra ella y se abrirá un hermoso jardín donde está la flor. Pero has de tener cuidado porque lo guarda un león. Si tiene los ojos abiertos es que está dormido, y podrás pasar; pero si el león tiene los ojos cerrados es que está despierto.
Al día siguiente, el príncipe encontró la piedra negra. Estrelló el huevo y un hermoso jardín se abrió ante sus ojos, donde estaba la flor de lililá, que era blanca y resplandeciente y olía a gloria. El león tenía los ojos abiertos; podía pasar. Y cuando las yemas de sus dedos fueron a tocar el tallo, la flor se desprendió y se acostó en su mano.
Ya de regreso se encontró con sus dos hermanos. Se pusieron muy contentos al saber que el pequeño llevaba la flor de Lililá. Pero luego pensaron que si lo mataban y le quitaban la flor, ellos se repartirían el reino. Y aquella noche de luna llena, con un cuchillo tan frío como el hielo, los dos hermanos lo mataron, le quitaron la flor y lo enterraron. Pero…, un dedo quedó fuera, y de este dedo creció una caña y un pastor que la vio, la cortó, y se hizo una flauta. Al tocarla sonó una canción que decía así:
“Pastorcillo, no me toques,
ni me dejes de tocar,
que me han muerto mis hermanos,
por la flor de Lililá.”
El pastorcillo siguió tocando y llegó al pueblo. Entonces la canción llegó a oídos del rey, que ya había recuperado la vista con la flor, y mandó llamar al pastorcillo. Le pidió la flauta para tocarla y la canción dijo:
“Padre mío no me toques,
que tendré que denunciar
que me han muerto mis hermanos,
por la flor de Lililá.”
Y el rey entonces comprendió lo que había pasado. Fue corriendo al lugar donde el pastor había cortado la caña y desenterró a su hijo que resucitó. El rey, abrazado a su hijo, pronunció estas palabras
– He aquí a mi heredero. Esta es mi voluntad: ¡Que mis dos hijos traidores, vayan al destierro!

Mi Miniyo y yo [de María Jesús Cascales Mayor]

“¡Ostras qué frío!”
La voz no salió de la boca de Ángela, sus labios no se movieron para articular palabra; en todo caso, un leve arqueo de cejas acompañado por la subida de sus hombros para mitigar es escalofrío que la recorrió al sentir el gélido viento que le caló los huesos al salir de su edificio. Esa vocecita estaba en su cabeza, cómodamente instalada y calentita debajo de su melena y abrigada por la gorrita de pana rosa. Miniyo la llamaba Ángela, un ente incorpóreo y obstinado que no callaba casi nunca, e intervenía sin que ella le pidiese opinión, normalmente para fastidiarla. Solo en las ocasiones en que otro ente externo a ellas hacía o decía algo que molestase a Ángela, su Miniyo se ponía frenéticamente en su bando, apuntando argumentos para aniquilar a esa otra persona.

Ángela desplegó su bastón y comenzó decidida a moverlo de derecha a izquierda sincronizado con sus pasos largos y seguros. Había decidido cambiar la ruta. Marta, la técnico de rehabilitación básica de la Once, le había aconsejado un camino más largo porque era mucho más sencillo, con buenas referencias, semáforos sonoros, acera amplia y sin demasiados obstáculos… el trazado era un ángulo recto y en el vértice un ruidoso bar fácil de identificar; una ruta perfecta, pero mucho más larga, los días anteriores la había utilizado sin problema alguno, pero hoy iba retrasada, tenía que intentar algo para no llegar tarde.

-Haré la diagonal, tengo el plano en mi cabeza, es fácil y recuperaré los quince minutos de retraso. No puedo llegar tarde, aún no llevo trabajando ni una semana.

-Eso se piensa antes –interviene la miniyo- ya te lo he dicho yo cuando ha sonado por primera vez el despertados, pero tu a lo tuyo, que cinco minutitos más. Y claro como te pasas hasta las tantas con los correitos y los Chat… ¡Ah! Y el plano no lo veo yo por ninguna parte, así que tú verás, seguro que acabamos perdidísimas, como siempre que te da por investigar nuevos recorridos. Si Marta nos dijo que era el mejor camino, es porque lo era, ese es su trabajo y no te va a decir una cosa por otra.

-Vale ya. Si continúas con tus sermones, al final nos vamos a perder de verdad, necesito estar concentrada.

-Claro, ahora voy a tener yo la culpa, como siempre. ¿Pues sabes que te digo? Que no voy a decir ni mú. Allá te las apañes tu solita, total, yo no tengo prisa ninguna, ni frío tampoco.

Todo iba bien, Ángela plantó una sonrisa en su rostro, en parte porque su miniyo había cerrado el pico y en parte porque no había tenido ningún contratiempo, conseguiría llegar al trabajo con tiempo de sobra y además por un recorrido nuevo. Caminaba a buen ritmo, sin problemas, cuando a lo lejos comenzó a oír un sibilante sonido. Un aspersor. Eso era sin duda. Debía estar regando algún parterre con césped, seguramente. Pero al acercarse al lugar sintió horrorizada que lo que regaba era la acera, el viento disparaba las minúsculas gotitas de agua por todas partes, menos en el sitio adecuado. Tengo que dejarlo atrás rápida o acabaré perdida de agua, mis pantalones rosa palo de pana no podrán salir bien parados.

-La Miniyo interviene rauda: Ya te he dicho yo que eran mejor los pantalones azul oscuro, pero claro, tu ni caso, como siempre.

Apretó el paso y ahora el bastón se movía de derecha a izquierda con más velocidad. Pero por poco tiempo. Algo se interpuso en su camino, bueno en realidad estaba allí ya, pero Ángela no podía verlo.

-¿Y ahora qué?

-Pues un coche. Dijo la miniyo con sonrisa de oreja a oreja. No medirás que es la primera vez que te encuentras un coche atravesado en la acera.

-Pero me estoy mojando y además tengo prisa. Ángela gritó sus palabras, quizá para su Miniyo, quizá para liberar la tensión que le estaba apretando en el pecho. Una voz masculina le contestó como si fuese el destinatario de la cuestión.

-Perdone, lo siento. Pero es que estoy trabajando, ya lo quito, era el momento de dejar el paquete y a dado la casualidad de que ha pasado usted.

-Ja. Y encima te llama de usted, como si fueses una ancianita – Argumenta divertidísima la miniyo.

-Pero me estoy mojando con el maldito aspersor este, podría por favor llevarme al otro lado, si espero a que usted quite su vehículo… voy a terminar empapada. Y el chico la llevó, la cogió por los hombros mientras la empujaba por la ruta adecuada, como si estuviese manipulando uno de sus paquetes de reparto sobre el carrito… La chica no quiso pararse en explicaciones de cómo acompañar a un ciego sin transportarlo como si de un frigorífico se tratase. Ella no tenía tiempo de eso, hoy no. Así que se dejó empujar, hasta que el mozalbete le dijo que ya estaba al otro lado de la furgoneta.

Menos mal. Ya está a ver si puedo continuar sin incidentes, con lo bien que iba, he perdido un par de minutos pero eso no es nada.

Continuó caminando a buen ritmo, contenta de nuevo. Era una chica alegre y resuelta, le costaba poco estar de buen humor. De modo que con la nariz enrojecida por el frío y sonriente continuó, pero continuó poco. Esta vez fue una pared lo que se interpuso en su camino. La avisó de su existencia el bastón y después la tocó con la mano, como si no pudiese creer que hubiese aparecido u muro insalvable en mitad de la acera,

-¿Un edificio? ¿Qué hace aquí un edificio?

-La Miniyo se retorcía de la risa mientras argumentaba con ironía: Pues seguramente lo acabarán de hacer en un par de segundos.

-Déjame pensar, miniyo, me estás poniendo de los nervios. Debe ser que el repartidor ese no me ha dejado en la dirección adecuada, con el lío me he desorientado y…

-Claro –interrumpe la miniyo- aquí todo el mundo tiene la culpa de todo menos tu. Serías capaz hasta de culpar al edificio por ponerse en tu camino.

-No pasa nada, retrocederé un poco hasta la furgoneta y recuperaré la dirección correcta, no es más que un pequeño contratiempo.

Pero la furgoneta ya se había ido, Ángela estaba empezando a sentir calor y no precisamente porque la temperatura exterior a su cuerpo hubiese variado lo más mínimo. Era una sensación que brotaba de alguna parte de su cuerpo y se repartía mezclada con su sangre recorriendo hasta el último rincón de su sistema venoso, arterial e incluso por el linfático, casi sudaba. Su miniyo prefirió permanecer callada, no era un buen momento para intervenir. La que si intervino en la situación fue una amable señora que pasaba en ese momento junto a ellas. Era fácil adivinar que Ángela necesitaba ayuda por sus idas y venidas en todas direcciones intentando, con poca suerte, encontrar alguna referencia que la guiase al camino correcto para salir del oscuro laberinto en que se encontraba presa.

-¿Te puedo ayudar, guapa? Le dijo la dulce ancianita.

-¡Ay, sí! Muchas gracias, me vendría genial. Me he desorientado un poco y… necesitaría que me indicase como llegar a una panadería que debe estar por aquí cerca, pero la verdad es que no sé en qué dirección.

-¿La panadería? Sí, claro, bonita, está muy cerca. Pero a estas horas está cerrada. A mi me gusta comprar el pan en cuanto abren, porque luego está más sobado. Hay gente que pide una y luego cuando la chica la tiene en la mano para meterla en la bolsa, cambian de opinión y entonces la quieren más tostada o más grande o más pequeña o…

-No señora –cortó Ángela- no quiero comprar pan. Lo que pasa es que es una referencia para poder seguir el camino correcto. Desde allí ya se ir sola.

-Bueno, como quieras, pero no abren hasta las nueve y media. Antes, las panaderías era lo primerito que habría en el barrio. O más que abrir, como se pasaban la noche haciendo el pan… pero ahora es todo pan congelado y recalentado, si es que ya ni el pan es pan, porque…

-Sí señora, pero yo no quiero comprar pan. ¿Podría indicarme como llegar a la panadería?

-Hija, allí no venden otra cosa que no sea pan, por no tener no tienen ni magdalenas. Hay otra panadería un poco más…

-No se preocupe señora, usted lléveme a esta que está más cerca, yo solo quiero estar en la puerta para desde allí, poder orientarme hacia donde quiero ir.

-Bueno bonita, pero la vamos a encontrar cerrada, porque no abre hasta las…

-No importa, de verdad señora, usted solo indíqueme como llegar.

-Claro que sí, bonita, si está muy cerca ¿Pero como te lo explico yo?

-Pues dígame si dos calles a la derecha, o una a la izquierda… en fin, como pueda.

La miniyo, apunta: Sí, Sí, tu dile eso y te hará gestos diciendo por allí, donde está el coche rojo a la derecha, por ejemplo.

-Pues –titubea indecisa la buena mujer- Mira, hija, mejor te acompaño, total tengo que esperar a que abra la panadería. Es que yo duermo poco, en la cama, porque en el sofá… no sé que tienen los sofás hija, que es poner el culo en él y ya estoy frita.

Ángela se acomodó, en el brazo derecho de la señora mientras esta hablaba, y le pidió que comenzasen la marcha. Y la comenzaron, pero marcha, lo que se dice marcha, no era. La señora habría perdido seguro de haberse echado una carrerita con las muñecas de famosa. Sus pasos eran tan cortos y tan lentos, que Ángela no tenía claro si avanzaban o retrocedían, por si fuera poco de cuando en cuando, la buena señora interrumpía su monólogo para indicarle la posibilidad de que pisara una ramita o unas cuantas hojas secas en el suelo. Por supuesto que la joven intentó acelerar un poco el paso e insistió a la señora con las mejores palabras que pudo rebuscar en la documentación que miniyo tenía almacenada para estos casos. Pero ni por esas. La buena mujer argumentaba que quería llevarla a la panadería sana y salva, no podría cargar en su conciencia que se torciese un pie, se resbales y cayera o… o algo peor. La calle era toda ella un peligro, decía la abuelita, y más para la gente como vosotros, pobrecitos que no podéis ver. La verdad es que no deberíais ir solos por la calle ¿Bonita, no tienes una madre o algún hermano para que te acompañe?

-Dile que estás sola en el mundo, dijo la miniyo, que eso les gusta mucho a esta gente, así podrá sentir lástima de nosotras y sentirse afortunada de tener ochenta años y conservar su cansada visión de la vida. Eso seguro que le gustará.

-No. Miniyo. Es una buena señora. Tú eres una borde, y quieres que yo también lo sea. Esta mujer simplemente no conoce nuestra realidad, piensa que si no vemos no podemos hacer nada, que dependemos para todo de los demás…

-Miniyo vuelve a interrumpir decidida: ¿Y no es así, verdad? Pues no te veo yo muy independiente ahora mismito, por ejemplo.

-Cállate ya. Me estás poniendo de los nervios, entre la horita que debe ser, tu que no paras y la señora esta que no para de hablar, me estamos volviendo loca.

-¿Sabes lo que te digo? ¿Bonica cómo me has dicho que te llamas? ¿Me estás oyendo?

-Sí, sí, señor a, disculpe. Ángela. Me llamo Ángela ¿Podríamos ir un poquito más rápidas, le aseguro que no me voy a caer, es que llego tarde al trabajo.

-Fíjate, con lo joven y lo guapa que eres y ciega, qué pena hija de verdad!

-¡Toma! Eso para que la defiendas. Exclamó la miniyo súper divertida.

-Señora peor sería que fuese ciega, fea y vieja ¿no?

Y llegaron a la panadería, por fin, a Ángela se le hizo un viaje eterno, se deshizo de la señora como pudo, agradeciéndole infinitamente su ayuda y salió disparada una vez se supo en la puerta de la panadería y perfectamente orientada para llegar al trabajo. La panadería estaba ya en la calle perteneciente al trazado que Marta, la Tr de la Once le había hecho como mejor opción para llegar. Así que ahora ya no podía fallar nada, este era el camino fácil, pero… ¿Cuánto tiempo habría perdido ya?

-No te estreses –apuntó la miniyo- llegar ya no llegamos a tiempo, así que relájate y disfruta el paseo. Igual no te quedan muchos que hacer hasta este trabajo. Una pena, con lo bien que estaba y lo que nos costó encontrarlo.

-Pero te quieres callar, pesada. No creo que por llegar una vez tarde me vayan a echar. Además siempre puedo decir que no me encontraba bien, que esta mañana me ha dado diarrea… que sé yo… cualquier cosa.

-Mira igual ahí si llevas razón, porque con cara de diarrea si vas a llegar, es una pena que a mi nadie me vea aquí encerrada en tu azotea, con lo mona que yo soy, no como tú.

-Déjame tranquila Miniyo, no ves que necesito darme prisa y tengo que ir atenta al recorrido.

-¿Pero si yo no te molesto para nada. Tu a lo tuyo, que yo lo único que digo es que no estoy dispuesta a volver a pasar por lo de los currículos y las entrevistas de trabajo. Porque esa época fue horrible, no había quien te soportara.

-Mira miniyo, si hace falta me doy adrede un cabezazo con una farola para que te calles y así, de paso, tengo una excusa creíble para llegar tarde.

Y llegaron, tarde, pero llegaron, sanas y salvas a la oficina; por suerte solo con unos minutos de retraso sobre el horario previsto.

Prodigios en ojo siempre ajeno [de Ginés Bonillo]

Prodigios en ojo siempre ajeno

-Ginés Bonillo-

“[…] una señora monja, parienta del Corregidor, que le mandaba con el pie; y que una lavandera del monasterio de la tal monja tenía una hija que era grandísima amiga de una hermana de un fraile muy familiar y conocido del confesor de la dicha monja, la cual lavandera lavaba la ropa en casa. Y, como ésta pida a su hija, que sí pedirá, hable a la hermana del fraile que hable a su hermano que hable al confesor, y el confesor a la monja y la monja guste de dar un billete (que será cosa fácil) para el corregidor, donde le pida encarecidamente mire por el negocio de Tomás, sin duda alguna se podrá esperar buen suceso.” (Cervantes, La ilustre fregona)

Otra situación tan repetida como imperecedera, sin fecha de caducidad a la vista, la representan los buenos samaritanos que, con la mejor intención del mundo, para dar ánimos y esperanzas, ofrecen ejemplos de curaciones tanto menos creíbles cuanto más se aproximan a lo milagroso. Historias que circulan como las leyendas urbanas, sin lugar ni fecha, anónimas y atemporales.
Así, me contaba un día una amiga de mi amiga Montserrat lo que le había sucedido a la madre de una cuñada de un primo de un vecino del apartamento que tienen para vacaciones de verano unos conocidos suyos (conocidos, por si alguien ya ha perdido el hilo, de la que mi amiga Montserrat dice que es amiga suya y su marido, que también es conocido mío.
En fin, que cuentan que la madre de alguien, para abreviar las letras, tenía problemas graves de visión, por lo que estaba muy preocupada. Dicen que fue a un oftalmólogo en Barcelona, quien le recomendó que se operara cuanto antes, de inmediato, sin perderse en interminables listas de espera.
Dicen que la señora parece que no se conformó con aquel diagnóstico y pensó solicitar una segunda opinión profesional. Por ello, cuentan que acudió a otro oftalmólogo en Madrid.
-Me han dicho en Barcelona que tengo que operarme lo antes posible, que la operación cuesta 4360€, pero que no me garantizan los resultados –dicen que resumió la señora.
-Yo no digo –cuentan que respondió el oculista- que operándose no se solucione su problema, pero… si usted fuese mi madre, yo le recetaría un colirio para echárselo tres veces al día y una pomada para ponérsela por las noches, y vendría a ver los resultados dentro de un mes.
Así lo hizo la mujer –aseguraba la amiga de Montserrat- y cuentan que al mes, cuando volvió al médico madrileño, dicen que se había curado. ¡Con un colirio y una pomada!
Yo imaginaba, casi desde el principio, la resolución del caso. Son los inconvenientes de haber sufrido ya diecisiete operaciones entre los dos ojos, sin concederme la ciencia el favor de un mínimo prodigio en ojo propio; y de golpear a diario cientos de obstáculos –incluidos los automóviles cuyos conductores muy sutilmente aparcan sobrepasando el bordillo, ¡ellos más listos que nadie!- con el bastón blanco en las aceras impracticables de mi ciudad (como decimos todos de nuestras ciudades).
-¿Cómo se llama el oftalmólogo? –pregunté sin muchas esperanzas, sabiendo que el prodigio se quedaría en ojo ajeno.
-¿Y el colirio y la pomada? –inquirió muy interesada, disimulando el sarcasmo que solo yo sabía detectar, mi mujer.
-¡Ay, chica, yo ahora desconozco esos detalles!

El reconocimiento [de Félix Mª de Samaniego]

El reconocimiento
-Félix Mª de Samaniego-
(El jardín de Venus, 1780)

Una abadesa, en Córdoba, ignoraba
que en su convento introducido estaba
bajo el velo sagrado
un mancebo, de monja disfrazado;
que el tunante dormía,
para estar más caliente,
cada noche con monja diferente,
y que ellas lo callaban
porque a todas sus fiestas agradaban,
de modo que era el gallo
de aquel santo y purísimo serrallo.
Las cosas más ocultas
mil veces las descubren las resultas
y esto acaeció con las cuitadas monjas,
porque, perdiendo el uso sus esponjas,
se fueron opilando
y de humor masculino el vientre hinchando.
Hizo reparo en ello por delante
su confesor, gilito penetrante,
por su grande experiencia en el asunto,
y, conociendo al punto
que estaban fecundadas
las esposas a Cristo consagradas,
mandó que a toda priesa
bajase al locutorio la abadesa.
Ésta acudió al mandato
por otra vieja monja conducida,
pues la vista perdida
tenía ya del flato;
y al verla, el reverendo,
con un tono tremendo,
la dijo: ¿Cómo así tan descuidada,
sor Telesfora, tiene abandonada
su tropa virginal? Pero mal dije,
pues ya ninguna tiene intacto el dije.
¿No sabe que, en su daño,
hay obra de varón en su rebaño?
Las novicias, las monjas, las criadas…
¿lo diré?, sí: todas están preñadas.
– ¡Miserere mei, Domine!, responde
sor Telesfora. ¿En dónde
estar podemos de parir seguras,
si no bastan clausuras?
Váyase, padre, luego,
que yo hallaré al autor de tan vil juego
entre las monjas. Voy a convocarlas
y con mi propio dedo a registrarlas.
El confesor marchose;
subió sor Telesfora, y publicose
al punto en el convento
de las monjas el reconocimiento.
Ellas, en tanto, buscan presurosas
al joven, y llorosas
el secreto le cuentan
y el temor que por él experimentan.
– ¡Vaya! No hay que encogerse,
él dice. Todo puede componerse,
porque todas estáis de poco tiempo.
Yo me ataré un cordel en la pelleja
que cubre mi caudal cuando está flojo;
veréis que me la cojo
detrás, junto las piernas, y la vieja
cegata, estando atado a la cintura,
no puede tropezar con mi armadura.
Se adoptó el expediente,
se practicó, y las monjas le llevaron
al coro, donde hallaron
la abadesa impaciente
culpando la tardanza.
En fin, para esta danza
en dos filas las puso;
las gafas pone en uso
y, una vela tomando
encendida, las iba remangando.
Una por una, el dedo las metía
y después, “no hay engendro”, repetía.
El mancebo miraba
lo que sor Telesfora destapaba,
y se le iba estirando
el bulto, y el torzal casi estallando;
de modo que, tocándole la suerte
de ser reconocido,
dio un estirón tan fuerte
que el torzal consabido
se rompió y soltó al preso,
al tiempo que lo espeso
del bosque la abadesa lo alumbraba;
y así, cuando para esto se bajaba,
en la nariz llevó tal latigazo
que al terrible porrazo
la vela, la abadesa y los anteojos
en el suelo quedaron por despojos.
– ¡San Abundio me valga!,
ella exclamó. ¡Ninguna de aquí salga,
pues ya, bien a mi costa,
reconozco que hay moros en la costa!
Mientras la levantaron,
al mancebo ocultaron
y en su lugar pusieron
otra monja, la falda remangada,
que, siendo preguntada
de con qué a la abadesa el golpe dieron,
la respondió: Habrá sido
con mi abanico, que se me ha caído.
A que la vieja replicó furiosa:
– ¡Mentira! ¡En otra cosa
podrán papilla darme,
pero no en el olfato han de engañarme,
que yo le olí muy bien cuando hizo el daño,
y era un dánosle hoy de buen tamaño!

Nota

gilito: equivale a ’fraile’.

El tedio de la soledad [de Omar Cabezas]

[«El tedio de la soledad»]

Fragmentos extraídos de
La Montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1981)

de Omar CABEZAS

[Nota: ¿Existe un parangón entre la soledad sentida en la montaña y el aislamiento en que sume la ceguera?]

* * *

[Yo sentía con frecuencia, estando en la montaña], ya a los meses de estar en ella, cuando te adaptás y te has convertido ya en un guerrillero, que lo más duro no es la pesadilla del abra, no es lo horrible de la montaña, no es la tortura de la falta de comida, no es la persecución del enemigo, no es que andés el cuerpo sucio, no es que andés hediondo, no es que tengás que estar mojado permanentemente… es la soledad, nada de eso es más duro que la soledad. La soledad es algo horroroso, el sentimiento de soledad es indescriptible, y ahí había mucha soledad… La falta de compañía, de la presencia de una serie de elementos que históricamente el hombre de la ciudad está acostumbrado a tener a su lado, a convivir con ellos, la soledad es el ruido de los carros que se te empieza a olvidar. La soledad por la noche del recuerdo de la luz eléctrica, la soledad de los colores porque la montaña sólo se viste de verde o de colores oscuros y verde es la naturaleza…
¿y el anaranjado qué se hizo?
No hay azul, no hay celeste, no hay morado, lila, no hay esos colores modernos que existen. La soledad de las canciones bonitas que a vos te gustan… la soledad de la mujer… la soledad del sexo, la soledad de la imagen de tu familia, de tu madre, de tus hermanos, la soledad de los compañeros del colegio, la ausencia, la soledad de no ver a los profesores, de no ver a los trabajadores, de no ver a los vecinos, la soledad de los buses de la ciudad, la soledad de no sentir el calor de la ciudad, el polvo… la soledad de no poder ir al cine, aunque vos querrás tener todas esas compañías no podés tenerlas… es una imposición de soledad contra tu propia voluntad, en el sentido de que vos quisieras tener esas cosas pero no podés, porque no podés dejar la guerrilla, porque has llegado a luchar, ha sido la decisión de tu vida. Ese aislamiento, esa soledad es lo más terrible, es lo más duro, es lo que más golpea. La soledad de no poder dar un beso… lo que para un ser humano es no poder acariciar algo… la soledad de no recibir una sonrisa, de que no te acaricien, si hasta los animales se acarician… una culebra ponzoñosa acaricia al macho… un jabalí… un pajarito… los peces de los ríos se acarician.
@@#[…] entonces, esa soledad, esa ausencia del mimo, que nadie te mima, y que a nadie podés mimar… eso es más duro, es más aguijonante que estar siempre mojado, que tener hambre, que tener que ir a buscar leña, que tener que andar peleando con los bejucos para que no se te caiga la leña y volverla a levantar, que limpiarte las nalgas con hojas, nada es más terrible, para mí, pues, que la soledad infinita que vivíamos, y lo peor era que no sabíamos cuánto tiempo íbamos a pasar así. Eso iba desarrollando en nosotros una especie de asimilación forzada de que teníamos que prescindir de todo el pasado, de las caricias, de las sonrisas, de los colores, la compañía de un sorbete, la compañía de un cigarrillo, la compañía del azúcar, porque no había azúcar… un año sin probar azúcar… Te vas resignando… Y por otro lado, si caminás un poquito te caés, aunque estés hecho y derecho, te caés como treinta veces… ya nadie se asusta…
@@# […] la comida es el mayor aliciente, pero te das cuenta que siempre es la misma […]. Aunque cada vez vas dominando el medio… aprendiendo a caminar[…], se nos fue perfeccionando el olfato… los reflejos… nos movíamos como animales. El pensamiento se nos fue curtiendo, puliendo el oído, es decir, nos íbamos revistiendo de la misma dureza del monte, de la dureza de los animales… nos fuimos revistiendo de una corteza de hombres-animales como hombres sin alma, aparentemente… Eramos palo, culebra, jabalíes […].
Así se fue forjando en nosotros un temple que nos hacía soportar el sufrimiento psíquico y físico, fuimos desarrollando una voluntad de granito frente al medio.
[…] Sin embargo, y éste es otro aspecto contradictorio, misterioso, aunque éramos sumamente duros y curtidos, también éramos tiernos aun con toda la vista dura, vos nos tocabas un poquito los ojos y le podías dar vuelta a la pupila, y entonces aparecía otro tipo de mirada. Es decir, nosotros éramos duros por fuera y por dentro, pero también gente muy tierna, muy dulce, éramos cariñosos también.

Hechizo [de Inma Ferre]

Hechizo

-Inma Ferre-

En las tardes serenas de invierno me gusta pasear junto al mar, mirar hacia atrás y ver las huellas de mis pies perderse a lo largo de la playa hasta más allá de donde llegan mis ojos.
Voy imaginando el mar como si fuera un gran cerebro y cada ola que arrima a mis pies como uno de sus pensamientos que arroja a mi encuentro: unos, suaves, agradables… casi dormidos llegan a la orilla; otros, fuertes, duros… de tan contundentes provocan daño al oído.
Hay noches en que apenas se percibe su oleaje, se ve tranquilo, en paz, dando el fruto de su vientre fecundo, feliz y sirviendo de espejo al cielo. En esas noches, mientras paseo por la playa cierro los ojos y respiro despacio para no romper el hechizo.
Durante el día parece que pierde intimidad. Se diría que durante el día es el mar y de noche, la mar… la mar que, como mujer enamorada, abre su inmensidad para que en ella penetre una luna que siempre cambia su hora de llegada, pero la mar, como mujer enamorada, siempre está ahí, nunca falta a la cita, nunca le falla. Esas noches soy la mar.

¿Por qué no te callas? [de Ángel Dámaso Soto]

¿POR QUÉ NO TE CALLAS?

-Ángel Dámaso Soto-

-¡No tira el agua! –me dijo mi mujer, enfadada.
Ella siguió hablando e, incluso, se estuvo lamentando. Yo la escuchaba y me decía a mí mismo: “¿Qué puñeta le pasará a esta mujer? ¡Pero bueno!…”
No me preocupé por sus palabras y seguí escribiendo mi relato. Al cabo de unos minutos se acercó a mí, pero esta vez aun más enfadada. Me dijo que se había roto la dichosa lavadora.
Tampoco era una cosa extraña porque, si no recuerdo mal, debía de tener alrededor de siete u ocho años y todos sabemos que los fabricantes le ponen a todo fecha de caducidad: el negocio del consumismo está a la orden del día y es una verdadera locura.
Mi mujer estaba preocupada, ya no solo por el hecho de que tendría que comprar una lavadora, sino por la cantidad de ropa amontonada que tenía pendiente de lavar.
Sin dejarme ni respirar, me dijo mi señora que me levantara del sillón y me pusiera un abrigo. ¡Uff!… ¡No hacía falta que me dijera ni una palabrita más!
Estuvimos en varias tiendas de electrodomésticos preguntando por las características de éstos cacharros, sin olvidarnos nunca de sus precios y de sus estrellitas.
Eran las ocho de la tarde. A esas horas estaba cansadísimo de recorrer tiendas y de hablar de lavadoras. Entramos en una y, de pronto, pensé: “Ésta es la mía. De aquí no salgo sin comprar la dichosa lavadora”.
Un comercial muy amable nos atendió y nos enumeró las ventajas de unas y otras. En algunas de ellas nos daba diez años de garantía si la posible avería era provocada por un fallo del motor. Otras sólo tenían dos años de garantía si era por defecto de fabricación.
En definitiva, estoy totalmente convencido por la forma de hablar del comercial que nos atendió, que al igual que yo, en su vida había puesto una lavadora.
Mi mujer le preguntó por todo: por el consumo, los tiempos de lavado… que si agua fría y agua caliente… ¡yo qué sé!
Egoístamente, queriendo o sin querer, yo le quise echar una mano a éste buen hombre. Al fin y al cabo, a mí sólo me interesaba comprar una lavadora… Ah, ¡y que llevara las dichosas estrellitas!
Por fin se había producido el milagro: mi mujer se decidió por una lavadora. Era una Samsung.
Yo empecé a recuperar el aliento y hasta el color… Por cierto, era la lavadora más cara; aunque eso no era de extrañar, conociendo a mi mujer.
Todo iba fenomenal, todo iba sobre ruedas, pero de pronto quedé en silencio, quedé perplejo.
No me lo podía creer: el vendedor, como si estuviera ausente, no dio por terminada la operación… ¡Ya había vendido la lavadora!
Tuvo la gran ocurrencia de decir que a él personalmente le gustaba más la marca Fagor. Mi señora me miró pensativa, no me dijo ni pío, ni habló… sólo me cogió del brazo y con suma contundencia le dijo al comercial que se lo iba a pensar y volvería otro día.
Me quedé de piedra. Por qué puñeta no se pudo callar éste puñetero vendedor.