Cuentas de África / 1 [de Juan Romero]

Cuentas de África
(UNO)

Juan Romero

A mi fiel memoria.

Emigración de mis abuelos a Melilla / Inicio de un círculo

A Principios del siglo pasado, mis abuelos paternos, procedentes de Berja (Almería), barrileros de envases para la uva de exportación, y mis abuelos maternos, agricultores, emigraron a Melilla.
Allí pasaron la nueva etapa de su vida, trabajando y luchando por conseguir ir progresando. Con el paso del tiempo, alcanzaron un mejor estatus.

Traslado a Alhucemas y construcción del Hotel Oriente

Llegado 1926,mi abuelo Juan había conseguido ahorrar algún dinero con la ayuda de sus hijos y decidió emprender una nueva aventura, estableciéndose en lo que era un incipiente pueblo que las autoridades españolas denominaron “Villa Sanjurjo” y donde todo eran barracones militares de madera. Aunque con el tiempo lo llamamos “Alhucemas” (del árabe Al-Husaima, que significa ‘espliego’), todo el tiempo que estuvimos allí entre nosotros le decíamos “Villa Sanjurjo”.
Allí levantó mi abuelo una de las primeras obras de mampostería, que en principio dedicó a pensión y luego, con el trascurso de los años, se transformó en el Hotel Oriente, uno de los establecimientos más importantes del sector hotelero.

Colegio de misioneras mexicanas

Yo nací en Melilla, pero con tan solo unos días de vida me llevaron a Alhucemas, donde residían mis padres y abuelos. Mis primeros pasos los di en el colegio Divina Infantita, con religiosas misioneras mexicanas.

Costumbres y ritos populares

Desde muy niño tuve la oportunidad de ver, con mis ojos infantiles todavía, costumbres, ritos y otras manifestaciones tradicionales muy distantes de las de mis abuelos. Por ejemplo, recuerdo que un día contemplé en un zoco a un encantador, más de culebras que de serpientes, que al son del pandero y la chirimía animaba las convulsiones de los reptiles… pero, ante mi estupor, aquel hechicero empezó a golpear hasta su muerte a uno de los animales, tratando de acumular su sangre en la cabeza y, ante el asombro de toda la concurrencia, comenzó a comerse la culebra.

Marruecos, país de fantasía

Marruecos es un país de fantasía y contrastes de costumbres. Ves un pueblo dormido con el ayuno del ramadán, los hombres sentados en un cafetín moruno ante un té cargado de azúcar y fumando una pipa de quif, con un humo dulzón que te envuelve. Aquello es diferente y lo tenemos ahí en frente, sobre todo Xauen, ciudad santa, y Tetuán, con el contraste curioso de ver circulando trolebuses por la ciudad y, al lado, el barrio llamado “la Medina”, conocido por “Barrio Moro”, que es un auténtico laberinto lleno de vida, tiendas atestadas con los más variados artículos.

El avión solitario

En los primeros meses de 1939 ocurrió un hecho que causó la alarma en toda la población. Un día apareció de forma inesperada un avión sobrevolando el cielo de Alhucemas, dando vueltas hasta agotar el combustible. Era un caza del ejército republicano.
Después de un rato dando vueltas, cuando se le agotó el combustible, el avión tomó tierra en el corto y viejo campo de fútbol de Malmusi. El piloto abrió la carlinga, sacó la cabeza y agitó un trapo blanco en señal de rendición.

La Plaza de España

Alhucemas tenía un parque –llamado “Plaza de España”-con sus jardines y un mini zoo. En éste había jaulas con pájaros exóticos y pavos reales, entre otros animales. Aunque lo más popular era una jaula con monos, donde la estrella era la “mona Pepa”.

La iglesia

La iglesia estaba regida por un misionero franciscano, el “padre Antonio”, un vasco fortachón, todo un personaje, siempre vestido con su hábito marrón, su cordón con tres nudos a la cintura y sandalias. En su tierra no hubiera desentonado entre los mejores aizkolaris, los cortadores de troncos, o entre algunos levantadores de piedras.
Como los buenos curas de pueblo, todas las mañanas se daba un buen paseo. Una de las “estaciones” era el Bar Oriente, propiedad de mi padre, quien todos los días lo invitaba a una copa de coñac. Pero los días de frío, después de la copa habitual, el padre Antonio le decía a mi padre: “¡Sé bueno, Juan Antonio! Pon otra copa”.

Las despedidas de los novios

Las bodas populares, que eran la mayoría, acababan de forma festiva. Terminada la celebración y como punto final, existía una vieja costumbre: despedir a los novios que tomaban el autobús de línea (de la CTM, que llamábamos “La Andaluza”)que los trasladaba a Melilla, donde pasaban unos días en viaje de novios.
El autobús partía de la Plaza del Rif y los invitados y muchos curiosos se agrupaban en la plaza para despedir a los recién casados.
Al ver a la gente y el jolgorio que se traían, el conductor ya sabía qué tenía que hacer ese día por tradición nada más partir: darle al menos tres vueltas, con el autobús a buena velocidad, a la farola que había en el centro de la plaza, mientras los asistentes, con la euforia del momento, lanzaban toda clase de manifestaciones de alegría: palmas, agitar de pañuelos, cánticos, vivas y vítores a los novios, aplausos…
Era la costumbre y ¡que no se le ocurriera al chófer no dar las tres vueltas!

Alhucemas, mirador al mar

Alhucemas estaba situado en un plano alto, a unos cincuenta metros sobre el nivel del Mar. Eran casas blancas, mezcla de pueblo típico de Andalucía con influencia árabe.
Desde un mirador en el pueblo se divisaba la bahía de Alhucemas con el cabo quilates al fondo. En la entrada del puerto había dos peñones.

Las noches de luna llena

En las noches de luna llena de verano, la gente acudía a contemplar al fondo la flota pesquera con sus petromax, iluminando junto con el reflejo de la luz de la luna las tranquilas aguas, con su percepción azulada y de una belleza singular.
Como complemento de la noche, si se madrugaba, se podía contemplar con los primeros rayos solares la entrada de toda la flota pesquera en hilera en el puerto: docenas De barcazas cargadas hasta los topes de abundante pesca.
En la bahía de Alhucemas había veces que se juntaba una gran parte de la flota pesquera del sur de España.

El autillo [de Cristina Garrido Moraleda]

El autillo

Cristina Garrido Moraleda

-Yo creo que tanta parafernalia le toca las pelotas. Fíjate. Eso de que llegue dándoselas de inspector Don Fulano de tal… El tema le trae sin cuidado, se ve a la legua…
-Joven, ¿para qué dicen que es esta reunión de comunidad?
-No, señora Antonia, que no es de la comunidad, que nos ha convocado la policía por lo del tema del autillo.
-¿La policía? ¡¿Qué me dices?! ¿Qué “antillo”?
-El A-U-TI-LLO, señora. El pájaro ese que empezaba a cantar nada más caer la noche. El que hacía ese sonido metálico como así: pííí, pííí, pííí y lo repetía cansino hasta las claras del día…
-Niña, no insistas, que Antonia es sorda y no lo escuchó seguro. ¡Chis! A ver qué dice el del 5º A; como tiene costumbre de fisgar por la noche en la ventana, igual vio algo…
-…Lo busqué en internet, no crea. Menudo el pollo, oiga, ¡minúsculo!, un buhito la mar de entrañable. ¡Invisible! Pero cómo sonaba el puñetero. Bueno, eso lo saben todos por experiencia…
-Este tío descubre la pólvora. Así no terminamos ni para mañana. ¡Al grano, Pepe, al grano!
-Pues si a eso voy. Yo en la ventana, que me paso allí casi toda la noche porque padezco de insomnio…
-¿Qué te dije? Insomnio, ya, y cotilla, que le gusta más controlar a la hora que entra una…
-Y sobre las tres de la mañana se oyó un disparo. No un disparo de esos de las películas, no, no, ¡qué va! Era más bien de los de las escopetillas de la feria, de las de perdigones. Y sanseacabó el ruido. No se escuchó nada más nunca.
-Parece el tío radio macuto, siempre alerta.
-La verdad es que dejó de escucharse al pájaro, porque verlo, nadie lo vio. Era el rey del camuflaje. ¿Cómo? Ah, vale, nos callamos.
-¿Alguno de ustedes puede aportar alguna información más? Les recuerdo que hay una investigación abierta a instancia de Ecologistas Reunidos. Esa avecilla era de los últimos de su especie en esta zona, está protegida expresamente por la Ley General de Vida Silvestre…
-Pues para ser de los últimos, menudo coñazo daba el jodido. Como para que hubiera varios…
-Sí, pero tampoco era para matarlo, con habérselo llevado a otro sitio.
-Sí, claro, y quién es el guapo que busca al animalico y lo traslada… desde luego, Pili, tú vives en los mundos de Yupi. Y no me salgas con tu vena ecológica, que estoy hasta las narices de la marca de la rueda de tu bici en el espejo del ascensor. Mucha ecología, mucha ecología, pero no se te ocurre limpiarlo.
-¿Pero qué tiene que ver la velocidad con el tocino? ¿De qué vas, hombre? Para alguna vez que la he apoyado sin querer y haya manchado el espejo… Dios, maté un gato… Increíble. ¡Que ya me callo!
-Insisto en que alguno de ustedes debió escuchar algo más. ¿Sabían dónde anidaba el pájaro?
-Eso hubiera querido yo, ¡je!, (y unos cuantos), saber dónde leches se metía el pollo. No te digo…
-Imposible, ese bicho se mimetizaba con el entorno, señor inspector, y como encima es pequeño, menos.
-Parecía que estaba por la zona del bloque 2. Ahí hay más vegetación porque llevan sin arreglarla varios años. Ya les avisamos que traería consecuencias… Bueno, bueno, eso lo veremos en otra ocasión, vale.
-En la pescadería hubo alguien que dijo que esto iba a terminar de una vez por todas.
-Pues dilo fuerte, mujer, que se entere el inspector… si escuchaste algo…
-Yo no digo nada, que luego todo se sabe y lo escuché de refilón.
-Seguro que fue el del 4º B, el militar, niña, que ese no se anda con chiquitas… Fue él, ¿verdad?
-Que te digo que yo no sé nada, que luego pasa lo que pasa. De este asunto me da igual detrás que a las espaldas.
-El militar no pudo ser, mujer, que ve menos que un gato de yeso. No acertaría ya ni a un elefante, el pobre… Si a este pájaro, verlo, lo que se dice verlo, no lo ha visto nadie. Sólo lo hemos escuchado.
-¡Señoras, por favor!, hablen para todos. En definitiva, que sólo oyeron el disparo y se terminó…
-¡La pesadilla, señor inspector, la pesadilla se terminó por fin!
-Hace cinco o seis días también tiraron cohetes, imagino que para espantarlo.
-¿Eh? ¿Los cohetes de la otra noche no eran por el fútbol? Yo creía que nos manteníamos en primera división.
-No, no, ni mucho menos. Nos descalificaron el domingo. Los petardos no eran para celebrar nada.
-Pues vaya.
-¿Has visto lo guapetón que es el vecino nuevo del 2º C? Escuché en la farmacia que es músico.
-¡Anda ya! ¿El ciego del bloque 1? ¡Qué interesante! ¿Qué toca?
-Dicen que el piano. ¡Prodigio de cuerpo tiene el hombre, niña!
-¡Silencio, por favor! Al grano, señores. Tiraron petardos, ¿y?
-Y nada, señor inspector, el pájaro siguió a lo suyo, estuviera donde estuviera. Ni se inmutó, imaginamos. Cuando dejó de sonar el ruido de los explosivos, ¡pííí! de nuevo.
-¿Sabemos quiénes tiraron los petardos al menos?
-No, yo no vi a nadie. / Ni yo / Ni yo / Ni yo / Ni yo…
-Vale, vale, ¡está bien!, de acuerdo, nadie vio nada.
-Quitando al vecino del 5º A, el resto no somos muy de ventana…
-En definitiva, sólo un vecino escuchó el disparo y nada más. ¿Saben ustedes la magnitud de la falta que se ha cometido? No sólo se enfrentan a una multa o indemnización, también puede haber condena penal por esta clase de delito contra el medio ambiente, ¿lo entienden? El autor del disparo responderá ante la Ley, y ustedes, como vecinos pueden ser responsables subsidiarios…
-No amenace, oiga, no amenace, que lo único que nos faltaba ahora es responder encima…
-Déjese de milongas, señor inspector, será todo lo que usted diga, pero no vea el alivio, después de dos meses con este calor, las ventanas abiertas y el bicho dando la lata de esa manera… Sin dormir querría yo ver a algunos ecologistas de ésos…
-¡Muy bien dicho, Carmen!
-¡Digo, delito! Un monumento le haría yo al que haya disparado, oye, que ya tiene atino el artista. ¡Un monumento en una rotonda a ese Robin Hood!
-¡Una derrama ahora mismo! ¡Para eso no me importa pagar a mí una derrama!
-¡O lo que haga falta, Arturo!
-¡Responsables subsidiarios ni leches!
-Dejaos de tonterías…
-¡Señores, señoras, por favor, silencio! ¿Tienen idea de lo que dicen? No, no la tienen, ni se imaginan… Un monumento…, por dios…
El vecino del 2º C, bloque 1, soltó una carcajada que de todas formas se difuminó en la maraña de conversaciones que lo rodeaban y que de vez en cuando lo habían aturdido. Es lo que tiene haber desarrollado el oído a semejante nivel de eficacia. Desplegó su bastón blanco y se fue discretamente camino del ascensor con el resto de la risotada que le produjo el imaginarse como busto en pedestal o, mucho mejor, como una estatua ecuestre en mitad de la rotonda del centro comercial. Más estilo Daniel Boone, eso sí, que Robin Hood, por eso del arma utilizada y porque iría descamisado, para deleite de algunas de sus convecinas.

Y SIN EMBARGO, SE MUEVE (I: La confianza) [de Francisco Olivencia]

Y sin embargo, se mueve
(I: La confianza)

Francisco Olivencia

Un niño de apenas dos años gateaba por el suelo fresco y limpio de una tarde calurosa de julio. Rodeado de su familia, recorría entre gritos de ánimo y alabanzas todos los rincones de la sala.
Eran años de siesta larga, de reuniones de vecinos ante una sandía refrescada al amparo de la regulación natural de la oscura alacena. Las puertas sin pestillo, abiertas de par en par, invitaban a pasar a los vecinos.
Sólo dos tareas ocupaban a aquellas personas: dar buena cuenta de aquella sandía, por un lado; y hacer que aquel niño sintiese cada vez más ganas, más prisa, por explorar los entresijos de aquel medio que tan agradable se le hacía.
Por debajo de las sillas, por encima de cojines y almohadones, gateaban sus piernecillas como las aspas de un molino de viento. Eran dos brotes de vida en movimiento, un movimiento que se animaba cada vez más por aquellos cánticos reforzantes que, en resumen, estimulaban en modo imperativo: «Corre, explora, haz tuyo y entiende el mundo que te rodea».
Nada podía detener a aquel niño que sonreía inundando de alegría transparente toda la habitación. Esta era la prueba para los adultos: aquel niño era feliz.
De pronto, un llanto seco, hondo, profundo, heló la sonrisa de aquellas personas. Un olor a carne quemada fue la primera pista para la ávida madre. Una colilla encendida bajo la rodilla del chiquillo hizo que la mujer se dirigiera hacia el abuelo con cara de enfado.
Su alzhéimer, sin medios para diagnosticarlo en aquel tiempo, provocó que aquel abuelillo desdentado olvidara nuevamente tirar su cigarro al cenicero.
Era lo malo de que aún existiera la costumbre de fumar en espacios interiores.
La pequeña señal que le dejó la quemadura todavía lo acompaña hoy en la pierna.

Operación ‘Baja Irrevocable’ [de Ginés Bonillo]

Operación ‘Baja Irrevocable’
(¡Lo que hay que oír… para lo que hay que ver!)

Ginés Bonillo

Para una vez que me había abonado a un canal privado de televisión, prometiéndome sesiones interminables de cine y fútbol, no se me ocurrió otra cosa sino quedarme ciego.
Después de un año pagando cuotas absurdamente, decidí rescindir el contrato; así que monté la operación de retirada incondicional con sumo cuidado, sin dejar un detalle a libre disposición que pudiese convertirse en resbaladiza tierra de nadie.
Me preparé a conciencia el discurso para justificar la decisión y, de paso, debilitar el contraataque para el que estará adiestrada la infantería de la empresa que atienda por teléfono en estos casos. Intentaba dejarle al rival el menor número posible de argumentos y cabos sueltos a los que asirse.
Así pues, fui al grano, para no dar tiempo a que surgieran confianzas ni empatías. En alguna ocasión, había terminado comentándole los rasgos fonéticos dialectales del andaluz oriental que detecté de inmediato en mi interlocutora madrileña, que resultó de Málaga apenas avanzó la conversación unos segundos, y un poco más (o unos pocos kilómetros menos…) quedamos para tomar café esa noche. Es un decir. Tal era su destreza… ¡y la mía! Otra vez fui… pero no nos dejemos llevar por las afrutadas ramas y volvamos al asunto principal.
-Buenos días. Deseo –dije del tirón, sin permitirle al infante que me atendió un respiro ni que tomara posiciones, haciendo uso del ataque sorpresa y la táctica envolvente, cortándole las vías de escape- rescindir mi contrato con ustedes. Podría aducir que me he quedado en paro o que han echado a mi mujer del trabajo, que no es igual pero es lo mismo, o que ha fallecido mi padre recientemente (como ha ocurrido, en realidad), que era el abonado, y nos hemos quedado sin su pensión, que nos venía muy bien, o que soy autónomo y no van bien los negocios y que, con esto de la crisis, tengo que reducir los gastos y optimizar los recursos; pero no tengo que inventarme ninguna excusa: es que, por desgracia, me he quedado ciego. Así de simple, no veo nada; así que, ¿para qué quiero la televisión?
-Puedo ofrecerle –respondió el vigoroso comercial, siguiendo al dictado el programa autómata que seguramente tenía instalado en la mente- una oferta que incluya dos nuevos canales de cine y uno de documentales de naturaleza o de historia, como usted prefiera, por el mismo precio que está pagando ahora. ¿Le gusta más la naturaleza o la historia?
Me equivoqué. Esta soldadesca de comerciales Está programada para no oír lo que no le interesa y nunca renuncia a la táctica del contraataque, infiltrándose en las filas contrarias para minarles la retaguardia y cortarles el abastecimiento. Deben de inoculárselo en el ADN durante la fase de instrucción de los cursos de formación que deben de impartirles.
-No, gracias; es que no me interesa, de verdad –y, en ese momento, noté que empezaba a abandonar mi plan, empezaba a ceder a las presiones: había iniciado un intento de justificarme desde la subjetividad de ’la verdad’, estaba claro, como si no tuviera un argumento de peso…y también en ese «de verdad» impulsivo e inconsciente comprendí que empezaba a batirme en retirada, señal inequívoca de peligrosa inferioridad ante el enemigo. El operativo comenzaba a venírseme abajo o, como diría mi abuelo, principiaban a caérseme los palos del ‘chambao’.
-Si quiere–seguía el abnegado soldado-comercial, era evidente el programa autómata que tenía instalado-, puedo ofrecerle quedarse con la oferta que ya tiene a mitad de precio y, además, le incluyo un canal internacional de noticias. ¿No le gustan las noticias?
-Bien, bien –concedí, utilizando la táctica del despiste, antes de pasar al embate directo con ribetes personales, para el cual no está aleccionada (por ahora) esta moderna infantería-, pero… -aquí alargué la pausa como elemento de desconcierto, por aquello de que a la tormenta siempre le precede la calma, y añadí, machacando las palabras, sin realizar una sola sinalefa- ¿usted no ha oído que me he quedado ciego y, por tanto, para qué quiero la televisión? –y mientras tanto, colocaba en la lanzadera de la punta de la lengua el siguiente cartucho, el último que tenía meditado: que estaba planteándome quitar también la luz. ¡Ya puesto!
El señor debió de entender por fin la situación porque reaccionó e intentó animarme:
-¡Ah! Bueno, bueno… no se preocupe usted… ¡No pasa nada! Tampoco es para tanto. ¡Si para lo que hay que ver!
Ahí se perdió el muchacho, por permitir que le aflorase un poco la humanidad de buen samaritano e intentar consolarme, cayendo (para colmo) en el tópico. Yo vi el cielo abierto, es un decir, y aproveché la ocasión para terminar la faena.
-¡¡Pues por eso!! –remaché, y «Te pillé», dije para mí con una satisfacción militar que sólo puede obtenerse mediante una aplicación cotidiana de la agradecida poliorcética.

Eclosión (Recuerdos de la niñez) [de Inma Ferre]

Eclosión
(Recuerdos de la niñez)

Inma Ferre

Nací en abril de 1945. Años difíciles, según mis padres, aunque yo no llegué a tener conciencia de ello hasta cumplir los seis u ocho años, cuando un día los escuché hablar de las estrecheces por las que pasaban.
Eso quizá me hizo madurar demasiado pronto y, en las pocas veces que veníamos a Almería, casi siempre a pagar la contribución, cuando mi madre insistía en comprarme algún detalle, yo siempre lo rechazaba poniendo cara de no gustarme. D vuelta en el cortijo, le confesaba que quizá lo que yo quería era demasiado caro y ella, por complacerme, se gastaría mucho dinero.
A pesar de todo, fui una niña feliz, rodeada del cariño de mis padres, de mi abuela y de mi tía, que formaban el núcleo familiar. Aunque eran muy estrictos en la educación y buenas costumbres: todavía recuerdo que me hacían leer a diario un libro de urbanidad llamado La pequeña Florita… i ¡anda que no era cursi la pobre niña! en fin, preparando una chica modosita para casarla con un buen chaval, pues «a los pericos no los quería nadie», según ellos.
Mi madre, que al comienzo de la guerra tuvo que dejar sus estudios de Magisterio, fue quien me dio lección junto a dos niños de unos vecinos, ya que el colegio se encontraba a cuatro kilómetros de distancia.
Así aprendí las cuatro reglas, como se decía antes, el catecismo, como era lógico, y lo que a mí más me gustaba, los problemas (conjuntos, en tiempos de mis hijos). Me gustaba aquello de… «Un ganadero vende 63 ovejas a 34,80 pesetas, 47 cabras a 28,75 pesetas y 129 corderos a 27,25 pesetas; y tiene que pagar el pienso de 6 meses, que asciende a 700 balas de 25 kilos de alfalfa seca, a 18 céntimos el kilo, y 4650 kilos de cebada, a 79 céntimos el kilo. ¿Cuánto le queda al ganadero?»… ¡Nada!, como siempre.
Muchos recuerdos valiosos para mi aprendizaje llegaron del contacto con la Naturaleza; por ejemplo, seguir los pasos desde que las semillas se siembran en la tierra y a los pocos días se ve el bancal salpicado de brotes, que se van transformando hasta echar el fruto. Es un precioso espectáculo.
Otras enseñanzas surgieron de la proximidad con los animales. Por ejemplo, otra forma de procreación e, incluso, la sexualidad las viví de forma natural, pues era corriente ver a los animales engendrando, pariendo… Y mis padres tenían la suficiente delicadeza para explicarme todo lo que yo preguntaba.
En una ocasión, tendría yo nueve años, le pedí a mi padre ver a mi yegua dar a luz. Me dijo que, si yo creía estar preparada, que me llamaría. Y así lo hizo.
Ese día pasé un mal rato viendo cómo sufría el pobre animal, relinchando y dando vueltas, y cómo mi padre ayudaba a sacarle el potrillo; pero fue precioso ver cómo su madre, nada más nacer, lo lamía y lo empujaba con el hocico para indicarle las ubres.
me eché a llorar, creo que de la tensión, abracé a mi padre y me fui corriendo a acurrucarme en la falda de mi madre. En ese momento quería ser potrillo.
Esas sensaciones no tienen ocasión de experimentarlas nuestros niños. Pues aunque yo no tenga una extrema añoranza por el pasado, sí me habría gustado que se conservaran algunas de aquellas vivencias como forma de aprendizaje.

Luz ausente [de Ángel Dámaso Soto]

Luz ausente

Ángel Dámaso Soto

Sólo habían pasado cinco minutos. Con gran sorpresa nos dijo que se quería morir y, con más dureza, afirmó que prefería que Dios le hubiera mandado un cáncer fulminante, porque así su vida no la quería. En la situación que estaba, sumido profundamente, renegaba de ella.
me quedé por un momento ausente, incluso diría que apenado. Intentaba comprender lo que mis oídos me decían. De ninguna forma podía asimilar esas palabras que, como clavos ardientes, me atormentaron.
Aun así, pude sacar fuerzas para argumentarle que la vida es lo más valioso que tenemos, suficiente razón como para quererla, abrazarla y desearla con toda la fuerza de nuestra alma.
Su mismo mal muy bien lo conocía, porque en primera persona también yo lo vivía. Tan apagado y confundido lo notaba que, como un rayo de luz, me di cuenta de que con buenas palabras no cambiaría nada. Pensé que la mejor manera de ayudarle a éste hombre era precisamente no negándome a oír su mensaje: tenía que conseguir que él se sintiera protagonista de su propia historia. Para ello, traté de mantener una breve conversación con él. Yo debía de preguntar y sólo escuchar, pero nunca argumentar.
así lo hice y orgulloso me siento: por el tono de su voz, estoy convencido de que razonó y es probable que cambiara de opinión… y mucho más cuando, al despedirnos, le comuniqué que yo también me encontraba en su misma situación.
Aquella fue una visita constructiva, una visita que difícilmente podré olvidar.

Tres plátanos (Mi primer mandado) [de Araceli Llamas]

Tres plátanos
(Mi primer mandado)

Araceli Llamas

En una calurosa tarde de verano, estando yo sentada tranquilamente mientras oía en la radio el programa de los discos dedicados, mi madre me pidió que me acercara a hacer un mandado a la tienda de la señora Antonia. Diez escalones me separaban de mi primera gran aventura, pues con dos años y medio iba a salir sola por primera vez a la calle.
Me dio una cestilla pequeña de mimbre, un papel y un monedero de los que las señoras se ponían debajo del brazo. Yo no iba a ser menos y me lo puse también de la misma forma: ¡Vamos!, lo propio en estos casos. Mi madre me arregló lo que ella llamaba el tipo y salí en dirección a mi destino, no sin antes escuchar de nuevo sus sabias advertencias: «No te pares con nadie, no te salgas de la acera y recuerda que te vig
ilo por la ventana, así que… tranquila».
Cuando llegué a la tienda, no alcanzaba al mostrador; pero la señora Antonia, muy amable y como si de una clienta distinguida se tratase, salió a atenderme, aguantándose la risa al verme tan dispuesta.
Ella misma me guardó la compra en el cesto y salió a despedirme a la puerta, agradeciéndome haber realizado tan interesante
adquisición en su establecimiento.
En el viaje de vuelta a casa, pensé que no sabía qué había comprado. Me picó la curiosidad, así que abrí el cestillo con una mezcla de cautela y picardía. ¡Cuál no fue mi alegría cuando descubrí que lo que allí llevaba eran plátanos, mi fruta preferida! Y, como el camino de vuelta era tan largo, ¡diez escalones!, pensé que lo mejor era pararme a descansar.
Me senté en el quinto escalón, puse el cesto a mi lado y lo miré indecisa. De nuevo lo abrí y, sin pensar en nada más, sólo en aquellos tres dorados y apetitosos plátanos, que tenían una pinta irresistible, me dispuse a coger uno; lo abrí y me lo comí. Estaba empezando a comerme el segundo tan afanada que no me di cuenta de que mis padres, preocupados por mi tardanza, bajaban a buscarme. Aparecieron a mis espaldas.
-Lely, ¿qué haces? –preguntó mi madre.
Yo, con la seguridad de estar haciendo lo correcto, lo que yo creía que esperaban de mí, contesté tranquilamente:
-pues… ¡merendando!: un plátano que me he comido, este que me estoy comiendo y este otro que me voy a comer.
Mis padres se quedaron tan sorprendidos de mi contestación que no pudieron hacer otra cosa sino echarse a reír, negando con la cabeza, moviéndola ligeramente de un lado para otro como gesto de ternura.

***

Muchos años después, aún hoy algunos de mis hermanos me recuerdan con gracia lo bien que conjugaba yo los verbos con esa edad, pasando esta anécdota a ser una historia recurrente en las reuniones familiares, recitando a coro cada vez que se tercia y viene a cuento la cantilena:

Uno que me he comido,
este que me estoy comiendo
y este otro que me voy a comer.

¡Suerte! [de Ginés Bonillo]

¡Suerte!
Ginés Bonillo

A Simon Cheshire (Simón),
En sus eternas caminatas.

Pasaban por la puerta de nuestra casa. Iban de paseo. Los dos, Simon y el perro. Pero no juntos, el perro correteando y por delante, siempre correteando y siempre por delante. No sabíamos si Simon sacaba a pasear al perro de sus vecinos, o si el perro de Felipe y Ángela sacaba a Simon a pasear por el campo. ¿Acompañaba Simon al perro o el perro acompañaba a Simon? Con puntualidad británica, poco después de salir el sol y poco antes de ponerse, a las ocho de la mañana y a las ocho de la tarde en verano, se acompañaban.

Cuando pasaban y yo estaba en el jardín, Simon se limitaba a saludar (“¡Buenos días!” / “¡Buenas tardes!”) con cortesía, sin poder negar el suave tono inglés de su voz; yo respondía (“¡Buenos días!” / “¡Buenas tardes!”) casi mecánicamente. Y así vez tras vez, durante varios meses. El perro pasaba desapercibido: no ladraba, no incordiaba, no atosigaba. Nunca vi perro tan respetuoso y educado.

Me apetecía entablar conversación con el caminante inglés, intercambiar los números de teléfono, acaso invitarlo algún día a comer, etcétera. Pero ni él se detenía un instante en su caminata, ni yo me excedía más allá del saludo establecido.

Una tarde, de repente, todo cambió. Tal vez porque yo no andaba con la cañilla de bambú que utilizo como bastón por el jardín, sino metido en una acequia, rodeado de maleza y sarmientos de vid, evaluando el progreso de la cosecha; tal vez porque él juzgó que yo podría andar perdido o en un apuro, necesitado de ayuda… se detuvo justo al pronunciar las ¡Buenas tardes! de rigor y añadió:

-Hombre, ¿cómo estás?

Yo pensé: “Llegó el momento. Esta es la mía”.

Imaginando yo sus dificultades para expresarse bien en español, le contesté mezclando palabras y expresiones en español e inglés. Se sorprendió un poco al principio, pero seguimos comentando lo que se suele comentar en las primeras conversaciones.

Se llamaba Simon, bueno, él dijo Simón; era inglés, como había supuesto yo; había viajado por varios países; llevaba ocho años viviendo en España; sólo había vuelto a Inglaterra en una ocasión, para resolver una herencia, y no pensaba volver jamás allí; abominaba del estilo de vida inglés, frente al cual elogiaba el clima y la tranquilidad que se disfrutan en nuestro país; se maravillaba de disponer aquí de todo el campo para él solo, de poder pasear a sus anchas, se sentía libre y en comunión con la Naturaleza.

La conversación transcurría amena. De pronto exclamó: “¡Suerte!”

Me extrañó el volumen tan elevado con que lo dijo, estando sólo a cuatro o cinco metros de mí; aunque me alegré al pensar que, en estos años, algún viejo le habría transmitido aquella antigua fórmula de despedida que, al separarse, le desea los mejores augurios al interlocutor.

-¡Gracias! –dije un poco desconcertado.

-¡¡¡Suerte!!! –volvió a gritar Simon, enérgico, subiendo el volumen de su voz.

-¡¡¡Gracias!!! –repetí, subiendo yo también el volumen, por si no me había oído-. ¡¡E igualmente!!

–¡No, hombre! –dijo sin poder evitar una risa franca–. ¡Perdona! Es que mi perro se llama Suerte y se ha adelantado mucho. No quiero que se pierda.

Poema de los dones [de Jorge Luis Borges]

Poema de los dones

Jorge Luis Borges

 

 

Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños a unos ojos sin luz, que sólo pueden leer en las bibliotecas de los sueños los insensatos párrafos que ceden

las albas a su afán. En vano el día les prodiga sus libros infinitos, arduos como los arduos manuscritos que perecieron en Alejandría.

De hambre y de sed (narra una historia griega) muere un rey entre fuentes y jardines; yo fatigo sin rumbo los confines de esta alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente y el Occidente, siglos, dinastías, símbolos, cosmos y cosmogonías brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca exploro con el báculo indeciso, yo, que me figuraba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra con la palabra azar, rige estas cosas; otro ya recibió en otras borrosas tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías suelo sentir con vago horror sagrado que soy el otro, el muerto, que habrá dado los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema de un yo plural y de una sola sombra? ¿Qué importa la palabra que me nombra si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido mundo que se deforma y que se apaga en una pálida ceniza vaga que se parece al sueño y al olvido.

Cien años de soledad [de Gabriel García Márquez]

Gabriel García Márquez

 

13

 

[«La ceguera de Úrsula»]

 

 

En el aturdimiento de los últimos años, Úrsula había dispuesto de muy escasas treguas para atender a la formación papal de José Arcadio, cuando éste tuvo que ser preparado a las volandas para irse al seminario. Meme, su hermana, repartida entre la rigidez de Fernanda y las amarguras de Amaranta, llegó casi al mismo tiempo a la edad prevista para mandarla al colegio de las monjas donde harían de ella una virtuosa del clavicordio. Úrsula se sentía atormentada por graves dudas acerca de la eficacia de los métodos con que había templado el espíritu del lánguido aprendiz de Sumo Pontífice, pero no le echaba la culpa a su trastabillante vejez ni a los nubarrones que apenas le permitían vislumbrar el contorno de las cosas, sino a algo que ella misma no lograba definir pero que concebía confusamente como un progresivo desgaste del tiempo. «Los años de ahora ya no vienen como los de antes», solía decir, sintiendo que la realidad cotidiana se le escapaba de las manos. Antes, pensaba, los niños tardaban mucho para crecer. No había sino que recordar todo el tiempo que se necesitó para que José Arcadio, el mayor, se fuera con los gitanos, y todo lo que ocurrió antes de que volviera pintado como una culebra y hablando como un astrónomo, y las cosas que ocurrieron en la casa antes de que Amaranta y Arcadio olvidaran la lengua de los indios y aprendieran el castellano. Había que ver las de sol y sereno que soportó el pobre José Arcadio Buendía bajo el castaño, y todo lo que hubo que llorar su muerte antes de que llevaran moribundo a un coronel Aureliano Buendía que después de tanta guerra y después de tanto sufrir por él, aún no cumplía cincuenta años. En otra época, después de pasar todo el día haciendo animalitos de caramelo, todavía le sobraba tiempo para ocuparse de los niños, para verles en el blanco del ojo que estaban necesitando una pócima de aceite de ricino. En cambio, ahora, cuando no tenía nada que hacer y andaba con José Arcadio acaballado en la cadera desde el amanecer hasta la noche, la mala clase del tiempo le había obligado a dejar cosas a medias. La verdad era que Úrsula se resistía a envejecer aun cuando ya había perdido la cuenta de su edad, y estorbaba por todos lados, y trataba de meterse en todo, y fastidiaba a los forasteros con la preguntadora de si no habían dejado en la casa, por los tiempos de la guerra, un San José de yeso para que lo guardara mientras pasaba la lluvia. Nadie supo a ciencia cierta cuándo empezó a perder la vista. Todavía en sus últimos años, cuando ya no podía levantarse de la cama, parecía simplemente que estaba vencida por la decrepitud, pero nadie descubrió que estuviera ciega. Ella lo había notado desde antes del nacimiento de José Arcadio. Al principio creyó que se trataba de una debilidad transitoria, y tomaba a escondidas jarabe de tuétano y se echaba miel de abeja en los ojos, pero muy pronto se fue convenciendo de que se hundía sin remedio en las tinieblas, hasta el punto de que nunca tuvo una noción muy clara del invento de la luz eléctrica, porque cuando instalaron los primeros focos sólo alcanzó a percibir el resplandor. No se lo dijo a nadie, pues habría sido un reconocimiento público de su inutilidad. Se empeñó en un callado aprendizaje de las distancias de las cosas, y de las voces de la gente, para seguir viendo con la memoria cuando ya no se lo permitieran las sombras de las cataratas. Más tarde había de descubrir el auxilio imprevisto de los olores, que se definieron en las tinieblas con una fuerza mucho más convincente que los volúmenes y el color, y la salvaron definitivamente de la vergüenza de una renuncia. En la oscuridad del cuarto podía ensartar la aguja y tejer un ojal, y sabía cuándo estaba la leche a punto de hervir, Conoció con tanta seguridad el lugar en que se encontraba cada cosa, que ella misma se olvidaba a veces de que estaba ciega. En cierta ocasión, Fernanda alborotó la casa porque había perdido su anillo matrimonial, y Úrsula lo encontró en una repisa del dormitorio de los niños. Sencillamente, mientras los otros andaban descuidadamente por todos lados, ella los vigilaba con sus cuatro sentidos para que nunca la tomaran por sorpresa, y al cabo de algún tiempo descubrió que cada miembro de la familia repetía todos los días, sin darse cuenta, los mismos recorridos, los mismos actos, y que casi repetía las mismas palabras a la misma hora. Sólo cuando se salían de esa meticulosa rutina corrían el riesgo de perder algo. De modo que cuando oyó a Fernanda consternada porque había perdido el anillo, Úrsula recordó que lo único distinto que había hecho aquel día era asolear las esteras de los niños porque Meme había descubierto una chinche la noche anterior. Como los niños asistieron a la limpieza, Úrsula pensó que Fernanda había puesto el anillo en el único lugar en que ellos no podían alcanzarlo: la repisa. Fernanda, en cambio, lo buscó únicamente en los trayectos de su itinerario cotidiano, sin saber que la búsqueda de las cosas perdidas está entorpecida por los hábitos rutinarios, y es por eso que cuesta tanto trabajo encontrarlas. La crianza de José Arcadio ayudó a Úrsula en la tarea agotadora de mantenerse al corriente de los mínimos cambios de la casa. Cuando se daba cuenta de que Amaranta estaba vistiendo a los santos del dormitorio, fingía que le enseñaba al niño las diferencias de los colores. -Vamos a ver -le decía-, cuéntame de qué color está vestido San Rafael Arcángel. En esa forma, el niño le daba la información que le negaban sus ojos, y mucho antes de que él se fuera al seminario ya podía Úrsula distinguir por la textura los distintos colores de la ropa de los santos. A veces ocurrían accidentes imprevistos. Una tarde estaba Amaranta bordando en el corredor de las begonias, y Úrsula tropezó con ella. -Por el amor de Dios -protestó Amaranta-, fíjese por donde camina. -Eres tú -dijo Úrsula-, la que estás sentada donde no debe ser. Para ella era cierto. Pero aquel día empezó a darse cuenta de algo que nadie había descubierto, y era que en el transcurso del año el sol iba cambiando imperceptiblemente de posición, y quienes se sentaban en el corredor tenían que ir cambiando de lugar poco a poco y sin advertirlo. A partir de entonces, Úrsula no tenía sino que recordar la fecha para conocer el lugar exacto en que estaba sentada Amaranta. […]