Tres plátanos (Mi primer mandado) [de Araceli Llamas]

Tres plátanos
(Mi primer mandado)

Araceli Llamas

En una calurosa tarde de verano, estando yo sentada tranquilamente mientras oía en la radio el programa de los discos dedicados, mi madre me pidió que me acercara a hacer un mandado a la tienda de la señora Antonia. Diez escalones me separaban de mi primera gran aventura, pues con dos años y medio iba a salir sola por primera vez a la calle.
Me dio una cestilla pequeña de mimbre, un papel y un monedero de los que las señoras se ponían debajo del brazo. Yo no iba a ser menos y me lo puse también de la misma forma: ¡Vamos!, lo propio en estos casos. Mi madre me arregló lo que ella llamaba el tipo y salí en dirección a mi destino, no sin antes escuchar de nuevo sus sabias advertencias: «No te pares con nadie, no te salgas de la acera y recuerda que te vig
ilo por la ventana, así que… tranquila».
Cuando llegué a la tienda, no alcanzaba al mostrador; pero la señora Antonia, muy amable y como si de una clienta distinguida se tratase, salió a atenderme, aguantándose la risa al verme tan dispuesta.
Ella misma me guardó la compra en el cesto y salió a despedirme a la puerta, agradeciéndome haber realizado tan interesante
adquisición en su establecimiento.
En el viaje de vuelta a casa, pensé que no sabía qué había comprado. Me picó la curiosidad, así que abrí el cestillo con una mezcla de cautela y picardía. ¡Cuál no fue mi alegría cuando descubrí que lo que allí llevaba eran plátanos, mi fruta preferida! Y, como el camino de vuelta era tan largo, ¡diez escalones!, pensé que lo mejor era pararme a descansar.
Me senté en el quinto escalón, puse el cesto a mi lado y lo miré indecisa. De nuevo lo abrí y, sin pensar en nada más, sólo en aquellos tres dorados y apetitosos plátanos, que tenían una pinta irresistible, me dispuse a coger uno; lo abrí y me lo comí. Estaba empezando a comerme el segundo tan afanada que no me di cuenta de que mis padres, preocupados por mi tardanza, bajaban a buscarme. Aparecieron a mis espaldas.
-Lely, ¿qué haces? –preguntó mi madre.
Yo, con la seguridad de estar haciendo lo correcto, lo que yo creía que esperaban de mí, contesté tranquilamente:
-pues… ¡merendando!: un plátano que me he comido, este que me estoy comiendo y este otro que me voy a comer.
Mis padres se quedaron tan sorprendidos de mi contestación que no pudieron hacer otra cosa sino echarse a reír, negando con la cabeza, moviéndola ligeramente de un lado para otro como gesto de ternura.

***

Muchos años después, aún hoy algunos de mis hermanos me recuerdan con gracia lo bien que conjugaba yo los verbos con esa edad, pasando esta anécdota a ser una historia recurrente en las reuniones familiares, recitando a coro cada vez que se tercia y viene a cuento la cantilena:

Uno que me he comido,
este que me estoy comiendo
y este otro que me voy a comer.

¡Suerte! [de Ginés Bonillo]

¡Suerte!
Ginés Bonillo

A Simon Cheshire (Simón),
En sus eternas caminatas.

Pasaban por la puerta de nuestra casa. Iban de paseo. Los dos, Simon y el perro. Pero no juntos, el perro correteando y por delante, siempre correteando y siempre por delante. No sabíamos si Simon sacaba a pasear al perro de sus vecinos, o si el perro de Felipe y Ángela sacaba a Simon a pasear por el campo. ¿Acompañaba Simon al perro o el perro acompañaba a Simon? Con puntualidad británica, poco después de salir el sol y poco antes de ponerse, a las ocho de la mañana y a las ocho de la tarde en verano, se acompañaban.

Cuando pasaban y yo estaba en el jardín, Simon se limitaba a saludar (“¡Buenos días!” / “¡Buenas tardes!”) con cortesía, sin poder negar el suave tono inglés de su voz; yo respondía (“¡Buenos días!” / “¡Buenas tardes!”) casi mecánicamente. Y así vez tras vez, durante varios meses. El perro pasaba desapercibido: no ladraba, no incordiaba, no atosigaba. Nunca vi perro tan respetuoso y educado.

Me apetecía entablar conversación con el caminante inglés, intercambiar los números de teléfono, acaso invitarlo algún día a comer, etcétera. Pero ni él se detenía un instante en su caminata, ni yo me excedía más allá del saludo establecido.

Una tarde, de repente, todo cambió. Tal vez porque yo no andaba con la cañilla de bambú que utilizo como bastón por el jardín, sino metido en una acequia, rodeado de maleza y sarmientos de vid, evaluando el progreso de la cosecha; tal vez porque él juzgó que yo podría andar perdido o en un apuro, necesitado de ayuda… se detuvo justo al pronunciar las ¡Buenas tardes! de rigor y añadió:

-Hombre, ¿cómo estás?

Yo pensé: “Llegó el momento. Esta es la mía”.

Imaginando yo sus dificultades para expresarse bien en español, le contesté mezclando palabras y expresiones en español e inglés. Se sorprendió un poco al principio, pero seguimos comentando lo que se suele comentar en las primeras conversaciones.

Se llamaba Simon, bueno, él dijo Simón; era inglés, como había supuesto yo; había viajado por varios países; llevaba ocho años viviendo en España; sólo había vuelto a Inglaterra en una ocasión, para resolver una herencia, y no pensaba volver jamás allí; abominaba del estilo de vida inglés, frente al cual elogiaba el clima y la tranquilidad que se disfrutan en nuestro país; se maravillaba de disponer aquí de todo el campo para él solo, de poder pasear a sus anchas, se sentía libre y en comunión con la Naturaleza.

La conversación transcurría amena. De pronto exclamó: “¡Suerte!”

Me extrañó el volumen tan elevado con que lo dijo, estando sólo a cuatro o cinco metros de mí; aunque me alegré al pensar que, en estos años, algún viejo le habría transmitido aquella antigua fórmula de despedida que, al separarse, le desea los mejores augurios al interlocutor.

-¡Gracias! –dije un poco desconcertado.

-¡¡¡Suerte!!! –volvió a gritar Simon, enérgico, subiendo el volumen de su voz.

-¡¡¡Gracias!!! –repetí, subiendo yo también el volumen, por si no me había oído-. ¡¡E igualmente!!

–¡No, hombre! –dijo sin poder evitar una risa franca–. ¡Perdona! Es que mi perro se llama Suerte y se ha adelantado mucho. No quiero que se pierda.