Gafas de oír de lejos [de Ginés Bonillo]

Gafas de oír de lejos

Ginés Bonillo

Portaba gafas y era peculiar, porque no se puede decir otra cosa ni que usara gafas. Y sin duda alguna era peculiar aquella profesora que nos enseñó a traducir La Guerra de las Galias (de Julio César) y el Pro Sexto Roscio Amerino (de Marco Tulio Cicerón), y quizá algo de la Aulularia o comedia de la olla (de Tito Maccio Plauto). Acaso se llamase Clara o Aurora.

Traía las gafas en las manos, revueltas entre el bolso blanco, algunos libros, un paquete de pañuelos de papel (que entonces eran indefectiblemente Kleenex), un par de tizas (de aquellas cuadradas, que soltaban tanto polvo que, al salir de clase, uno parecía más un yesaire que un profesor y, al cabo del día, siempre se acumulaban tres dedos de yeso al pie de la pizarra), entre otros utensilios dispares… unos guantes, un paquete de cigarrillos (que luego no devoraba, a diferencia de otros que consideraban el aula prolongación de un salón de opio), un mechero, una lupa pequeñita, un silbato negro de árbitro de fútbol, una moneda de chocolate fracturada en cuatro o cinco pedazos, dos o tres caramelos Pictolín de menta… Nada más sentarse en el sillón, dejaba sobre la mesa sin orden ni concierto las gafas y cuantos trastos acarreaba ese día. Apenas utilizaba las gafas después. Mas, cuando alguien le planteaba alguna duda en relación con la traducción del día, se aproximaba el micrófono y nos brindaba la ocasión de corear en voz baja –casi una salmodia- y al unísono, como siguiendo un ritual, su respuesta invariable:

-Un momento… Espera que me ponga la gafa, que sin la gafa no oigo de lejos –mientras todos asentíamos imperceptiblemente con un leve movimiento de cabeza confirmando la validez universal de nuestra hipótesis.

Claro que sus dificultades de “audición de lejos” no eran lo único que resolvía con las gafas. Treinta años después aún recuerdo el día que, intentando justificar su ausencia a clase en fechas próximas y tras unos segundos titubeando, al fin alcanzó a decir:

-… la cuestión es… ¡la gafa! –y se quedó tan pancha.

Treinta años después, y a pesar de las diversas veladas dedicadas a tan arduo cometido, ninguno de los asistentes a aquella clase memorable ha logrado descifrar tan escueto como trascendental mensaje. Suponemos que la profesora seguía el principio retórico de la abreviatio, reformulado en la máxima gracianesca.

Seis pares de botas [de Ángel Dámaso Soto]

Seis pares de botas
Ángel Dámaso soto

Han pasado muchos años… Quizás por esa razón todo ha cambiado tanto. Era terminando las fechas navideñas, aquéllas que hoy muchos añoramos, cuando las zambombas y panderetas acompañaban el jolgorio de nuestras voces: todos juntos cantábamos sin parar aquellos villancicos que se nos han quedado clavados en la mente a más de uno.

¡Eso sí que eran Navidades! No como las de hoy, que a bote pronto podría decir que son una mala imitación.

Era cinco de enero y la carta a los Reyes Magos no se la había enviado. Ni mucho menos fue por olvido, sino porque en mi barrio por no haber, no había ni buzón y de cartero ni me acuerdo. Me solía divertir jugando al escondite, a las chapas, bailando el trompo… ay!, olvidaba lo principal: con el tirachinas me lo pasaba genial.

eran tiempos diferentes, ni peores ni mejores que los de hoy, pero al menos vivíamos la realidad. Sinceramente creo que las nuevas tecnologías nos están confundiendo y, por olvidar, hasta los niños se han olvidado de jugar.

Aquel día en especial, mis hermanos y yo estábamos muy cansados porque todo el santo día estuvimos de un lado para otro sin parar, eso sí…siempre sonrientes porque disfrutábamos de lo esencial, el amor a la vida y a la amistad.

No se habían ido todavía los últimos rayos de sol cuando nos
fuimos a regañadientes a descansar y a dormir. Al día siguiente nos despertamos a las siete de la mañana, recuerdo muy bien que todavía era de noche, pero a nosotros nos daba igual, era día de Reyes y, cómo todos los niños, también teníamos sueños e ilusiones, aunque lo cierto es, que poco podíamos esperar.

La sorpresa que nos esperaba a mí y a mis hermanos fue de lo más original: nos encontramos con un montón de botas de agua de todos los tamaños y colores. Todavía no nos habíamos aseado, pero eso sí: todos estábamos con las botas puestas.

La gran alegría que me llevé nunca la podré olvidar. Al salir a la calle, empezó a llover, nos temían hasta los charcos. Son recuerdos que no se olvidan, todo lo contrario: los llevas con alegría. En mi mente todavía tengo clavada la cara de satisfacción que mi padre tenía al ver cómo disfrutábamos ese día de ilusiones…

¡Pobre hombre! Su cara lo decía todo.