RELATOS

LA COSA (de Ginés Bonillo)

LA COSA

A Bisagrilla, nuestra gata arborícola.

Salgo al jardín con la esperanza de disfrutar del frescor de la madrugada. Un respiro antes del sofocón de calima que nos deparará el nuevo día de finales de julio. El verano está causando estragos en las plantas, en los animales, en nosotros… La madrugada se desplaza serena hacia el alba, preludio del amanecer.
En el instante de pisar el escalón de bajada al jardín, me acude a la mente el injerto que puse a mediados de junio en el naranjo castellano, una variedad blanca muy común en la España de otros tiempos, pero superada en algunas propiedades (en especial, la ausencia de pepitas) por variedades navel, como la popular guasintona, acortada en guasi.
Me aproximo con enorme cautela al árbol, que no dista mucho de uno de los caminos que circundan el jardín. Salvo a tientas la hondonada del alcorque para el riego.
Busco con esmero la rama cuyo injerto no brotó el año pasado, por lo que he tenido que reinjertarla con otra plancha de guasintón.
Poso las manos rodeando la base de la rama, donde se bifurca el tronco. Con suma delicadeza y lentitud la recorro con las yemas de los dedos hacia arriba buscando la plancha, que no debe de andar muy lejos, cuidándome mucho de no tocar con brusquedad los posibles retoños de las yemas que hayan brotado.
Avanzo con una mano rama arriba. Localizo uno de los brotes con unos dos centímetros ya. Me embriaga la sensación de felicidad por el anhelo cumplido.
-Pronto –pienso- tendré que atarlo a un tutor, quizá la propia rama, para que ni el viento ni cualquier animal lo tire, arruinando el trabajo de injertarlo y un año más de anhelo.
Retiro con suavidad la mano del injerto y noto el tacto de algo que no es madera, algo que no es rama, que no tiene hojas, que no es árbol, que no es vegetal… un cuerpo extraño a un centímetro de mi mano.
Me detengo en seco, pienso, recapacito, me abstraigo… La oscuridad de mi noche –como boca de lobo- no me permite ver lo más mínimo, pero mi situación no repara en ello y me ha enseñado a ser tranquilo y paciente, a saber esperar sin alterarme, entre otros motivos, por si las cosas no son luego lo que parecían al principio.
Acerco de nuevo la mano un poco. Esta cosa tampoco tiene pelo, como las gatas, a las que les gusta acompañarme por mis excursiones por el jardín y encaramarse a los árboles para contemplar in situ y en primera fila mis maniobras. VIP que son ellas.
El objeto extraño sigue allí, inmóvil, como al acecho, esperando el momento.
Me concentro en mi otra mano. También ella intuye, nota la presencia de ese cuerpo ajeno a un centímetro, algo que no es madera, algo que no es rama, que no tiene hojas, que no es árbol ni vegetal… una cosa desconocida, sin identificar…
Me detengo en seco de nuevo, pienso, reflexiono, mastico la saliva, trago… y, aunque he aprendido a ser tranquilo y paciente, empiezo a alterarme un poco, me late el corazón, quiere salirse, pero yo disimulo, no vaya mi aceleración a precipitar la acción de la cosa. A saber qué hay ahí, a unos centímetros de mi cara, quieta, esperando… quizá con la boca abierta, calibrando cómo tragarme… calculando el momento adecuado para atacar, para lanzarse sobre mí.
Acerco un poco la otra mano y me atrevo a tocar con detenimiento (total: «De perdidos, al río»): noto que la cosa no tiene pelo como las gatas, ni boca que pueda morder, ni garras, que sí tiene arrugas y nudillos, también extremidades alargadas, algo como dedos, con uñas casi planas… Cuento… uno, dos, tres, cuatro… y uno separado…
-¡Coño! –me digo cuando caigo en la cuenta-. ¡Si cada una es mi otra mano!

CARTA A ISKRA (de Inma Ferre)

Carta a Iscra

Vas creciendo, mi niña, y yo sigo tus pasos desde aquellos primeros en que cogías mis manos para llegar al sitio de tus deseos.
Hoy, a tus quince años, me ilusiona mirarte, verte con paso firme, que ya eres personita, que tienes tus criterios, que vives ilusiones y sueñas con anhelo ir cambiando a tu forma aquello que te digan.
Mas no olvides que a las cometas hay que dejarlas volar, pero sin soltar el hilo para poderlas guiar.

EL ESPEJO ( de Ángel Dámaso Soto)

El espejo

Hoy estoy reflexionando sobre algo que siento profundamente. Es difícil hablar de uno mismo porque, por desgracia, siempre lo suelen hacer los demás. A veces lo hacen con acierto, pero la mayoría se equivocan.
Es difícil captar la verdad ajena. La explicación es muy sencilla: si uno mismo no se conoce del todo, cómo te van a conocer los demás. Resulta grotesco y absurdo.
Desde hace algún tiempo mi vida va por otros derroteros. Ocurre que un día, por alguna razón, todo lo ves de otro color. El mundo se encierra, se hace diminuto dentro de su inmensidad, te guardas tus miedos, te conviertes en un verdadero actor, disimulas, sonríes al mundo, o mejor dicho, a los tuyos para no preocuparlos, aparentas estar alegre y te ríes… Contar chistes, no; nunca se me ha dado bien, pero de buena gana aprendería.
En definitiva, todo se vuelve áspero y frío, pero como buen actor lo disimulas y hasta triunfas, te dan la enhorabuena e incluso te felicitan por tu actitud. Algunos comentan que eres un «fuera de serie».
Francamente les puedo decir que se equivocan: lo llevo bastante mal, es difícil adaptarse, estoy enamorado de mi familia y de la vida. Eso es lo único que me hace feliz. Puedo, por fortuna, gritar que soy el hombre más dichoso de la tierra. Creo que no me equivocaría en decirlo porque lo soy.
Solo hay una cosa que me altera y me hunde en la miseria: son los cuchicheos, que hablen en silencio de mí, que sientan pena… Eso me pone mal de los nervios.
Que nadie se equivoque. La verdad es que lo he pasado tremendamente mal, pero ya es pasado. Hoy es diferente: me he adaptado a mi nueva situación.
Y a aquellos que sienten pena de mí, les rogaría que se miraran al espejo. Ellos tienen la suerte de verse, y como si de un espejo mágico se tratase, le pregunten por lo que no desearían tener o por lo que les gustaría poseer. Seguramente algunos necesitarán muchas horas en tal experiencia.
Pena se puede sentir de mucha gente que por desgracia vive precariamente: esas madres que no tienen para dar de comer a sus hijos, esas familias desahuciadas de sus casas sin saber donde van a dormir, eso sí que da pena.
Lo mío no tiene importancia. Me solidarizo con todas las familias que actualmente lo están pasando mal. Dentro de mis posibilidades colaboro con las organizaciones e instituciones existentes para tal fin.
Pena de mí no, por favor, yo lo tengo todo, sobre todo muchísimo amor. No puedo pedir más.

¿DESDE CUÁNDO LO TIENE? (de Ginés Bonillo)

¿DESDE CUÁNDO LO TIENE?

Otra vez en urgencias, por enésima vez. De nuevo ante la consulta número 3. Domingo a las diez de la mañana, era de esperar, lo uno y lo otro, todo… Todo era de esperar.
-Siempre nos pasa en fin de semana –dice mi mujer con tono neutro, simplemente referencial-. Cuando no hay especialistas de guardia.
-Si es un médico generalista, le pedimos disculpas y nos vamos –respondo con tono decidido.
Por megafonía me nombraron y nos dirigimos a la consulta número 3. Como imaginábamos, a la legua se adivinaba que iba a atenderme una médica generalista y, por añadidura joven, residente de segundo o tercer año; por lo que, dada la especialización que había alcanzado yo en mi córnea (tras mi vía crucis y doctorado de diez años de oftalmólogo en oftalmólogo y de tratamiento en tratamiento), tenía el convencimiento de que sabía yo más que ella acerca del origen y la medicación adecuada para el dolor ocular que me atormentaba desde hacía unas horas.
Con un «Buenos días, díganme» nos recibió.
-Desde esta madrugada, hacia las cuatro, tengo un dolor intenso en el ojo izquierdo. Para ahorrarnos tiempo y dada la intensidad del dolor que me aqueja –decidí ir al grano-, ¿puede usted acceder a mi historial?
-Sí, supongo que sí –respondió la muchacha.
-Verá, me ocurre lo mismo que el día 27 de septiembre pasado. Si consulta el informe del oftalmólogo, sabrá los síntomas y la medicación, que resultó acertada, pues me curó. Así de sencillo, sin entrar en más consideraciones. Y más, teniendo en cuenta que mañana puedo volver, cuando ya podrá atenderme un especialista.
-Claro, pero es que tengo que anotar esta nueva incidencia en su historial. Cuénteme usted.
-¡¡Todo!!
-Si es muy extenso, hágame un resumen.
-Mi historial es muy largo. ¿Quiere el lejano, que se remonta a 1969; o el medio, desde 1986; o el cercano, desde 2003; o el inmediato, desde 2012?
-Resuma lo más importante. Pero espere que entre en el ordenador para acceder a su historial.
Por la lentitud del tecleo (un mundo entre letra y letra) supuse que escribía a dos dedos, buscando entre la jungla del teclado los caracteres. Como ya llevaba unas seis horas soportando el dolor, decidí tomármelo con tranquilidad y plegarme a sus instrucciones.
-Veintitrés veces, caballero… Veintitrés veces ha acudido usted a este servicio de urgencias en los últimos años.
-¡Ya se lo dije! ¿Empiezo? –Ante su gesto afirmativo, proseguí-: En 1969 yo estudiaba 1º de E.G.B. en la clase de doña Julia, que cojeaba un poco de una pierna (hecho que a los alumnos nos llamaba la atención), y fue ella quien se dio cuenta de que yo no veía bien la pizarra. Así que llamó a mi madre para que me llevara al oculista (entonces los llamábamos así, no oftalmólogos, como ahora) y salí con unas gafas de pasta con cristales gruesos (entonces no había cristales reducidos, ni anti reflejos, etc.). En 1970…
Yo imaginaba a mi mujer con ademán impasible, pero pensando: «Esta le ha tocado la moral y él ha adoptado el modo guasón».
-Puede saltarse unos años –me alentó la médica.
-En 1987 me «soldaron» en Barraquer unos puntos que tenía débiles (así me dijeron) en la retina. Todo fue bien. En 1988…
-Sáltese algunos años.
-¡Ya le dije que mi historial es muy largo! Y ¿a qué año quiere que me vaya?
-A años más cercanos.
En plan telegráfico le hablé de lentes intraoculares, de queratoplastias y principios de rechazo, de cataratas medicamentosas y glaucomas refractarios, de válvulas de drenaje y hasta anhelos de enucleaciones…..
-Pero todo eso no tiene importancia ahora –concluí, soportando a duras penas el sufrimiento-. Lo que me lacera es un dolor intenso en el ojo izquierdo desde esta madrugada, probablemente debido a una reacción inmunitaria, agravada por las altas temperaturas veraniegas, provocándome la aparición de alguna úlcera corneal… Un cuadro al que se hace frente mediante una medicación intensa sobre la base de un corticoide, dexametasona por ejemplo (para reducir la inflamación y la reacción inmunitaria), algún antibiótico (para evitar posibles infecciones) y atropina (si cursa con dolor de intensidad, como es), además de algún diurético (para rebajar la tensión ocular, por si estuviere alta), y potasio (para compensar la pérdida de este mineral a causa del diurético) y comer plátanos… Ya me ocurrió en septiembre, y en marzo pasado, y hace dos años… Me sé la medicación y hasta la posología de memoria.
-Dice que tiene un dolor en el ojo izquierdo, ¿no?
-Sí – respondí con resignación, pensando que todavía iba copiando por lo del «dolor intenso».
-¿Y el ojo derecho?
-No, el ojo derecho va por otro camino. Ese no me duele. Por el que he acudido a urgencias es por el izquierdo.
-Sí, ya; pero empecemos por el ojo derecho. ¿Tiene visión en el derecho?
-¿Cómo voy a decirle que no vengo por el ojo derecho, sino por el izquierdo, que es el que me duele? Centrémonos en el izquierdo, por favor.
-Entonces, en el ojo derecho no tiene visión, ¿no? –Estaba claro que ella seguía su guion y no atendía a razones pragmáticas.
-Eso. Ponga que no y ya está –afirmé deseando abreviar el interrogatorio que, después de diez minutos perdidos sin entrar en el verdadero motivo de mi visita de urgencia, empezaba a parecerme kafkiano.
Pero ella seguía erre que erre. ¡Otros cinco minutos desperdiciados en el dichoso ojo derecho y su estado!
-Entonces, es solo el ojo izquierdo, ¿no? –preguntó al fin.
Después de haber afirmado en varias ocasiones que era solo ese ojo el que me dolía, no creí necesario responder a su pregunta, que consideré retórica.
-Y, ¿desde cuándo lo tiene? –preguntó con firmeza.
No podía creérmelo. ¡Si se lo había referido mil veces ya! Y para colmo, la doctora, enfrascada en la tarea de elaborar el informe más que en mi dolencia, acababa de caer en lo que durante años yo les advertía a los alumnos sobre «la traición de las pronominalizaciones». Se me presentaba uno de esos momentos mágicos-luminosos que muy de tarde en tarde te brinda la vida y lo solté, con gravedad, de corazón, haciéndome el sorprendido:
-¡¿El ojo?!
La joven doctora se sorprendió más que yo, porque se le escapó una leve sonrisa, que percibí claramente, mientras me aclaraba:
-No, ¡el ojo no!; el dolor.
-¡¡Ah!! Disculpe, es que en mi estado no coordino bien.
Ya en el coche, de vuelta a casa, mi mujer, que me conoce casi tan bien como yo, me comentó:
-¡Qué cosas tienes!
-¿Yo? –repliqué, haciéndome de nuevas.
-Sí, ¡tú! –repuso ella.
-¿Qué he hecho? –objeté con tono inocente.
-Lo sabes muy bien. Al instante intuí que se la ibas a hacer. Pero esa mujer se pasará el resto de la vida, cada vez que se acuerde, planteándose si de verdad le has respondido despistado o si estabas de cachondeo.
-Salvo que le guste la lectura –vaticiné.

UN MIURA (de Ángel Dámaso Soto)

UN MIURA

Hace dos o tres días coincidí con un señor, conocido o no sé qué. Fue un encuentro más, como otros muchos, propio de estas fechas de Navidad, supuestas alegrías, risas, mentiras, verdades… todo ello bien mezclado para guardar las apariencias.
La comida transcurría genial, o mejor dicho, normal. Éramos varios comensales. En estas reuniones se suele hablar de todo y de nada, a veces tratas de recordar tales eventos y lo único que te viene a la cabeza es el lugar elegido y el menú.
Durante unos minutos me sentí interrogado: una batería de preguntas indiscretas cayeron sobre mí, todas relacionadas con mi limitación, como si el investigador estuviera totalmente libre de alguna.
Yo trataba de desviar la conversación hacia temas actuales, pero nada era de su interés. A cada paso él pronunciaba con mucho énfasis las palabras «discapacidad», «minusvalía» y otras sinónimas. De capacidades no le interesaba hablar. Llegué a pensar que, por desgracia, este individuo no tenía ninguna.
Por fortuna, un amigo que observaba la escena saltó al ruedo valientemente. El quite fue espectacular. Estuve a punto de sacar el pañuelo y aplaudir, aunque me contuve a tiempo por no faltarles el respeto a los demás. Pero la faena se mereció, imaginariamente, las dos orejas y el rabo.

COMPETENCIA DESLEAL (de Ginés Bonillo)

COMPETENCIA DESLEAL

A Manuel Alonso Pinos, por su tesón.

El optometrista me recibió sentado en su sillón, con mi voluminoso expediente entre las manos.
-Siéntese –ordenó maquinalmente-, póngase ante los ojos esta tablilla e intente leer la carta que está sobre la mesa a través del agujerito que hay en la tablilla.
Tenía que leer, a través de un agujero estenopeico, en la conocida tabla o cartilla de Jaeger una serie de párrafos que disminuyen de tamaño según descienden en la carta con el objetivo de examinar la agudeza visual de cerca. Aquella tarjeta recogía diferentes oraciones de El Quijote, siempre el primer párrafo. El optometrista me indicó que leyese la segunda oración.
-Una olla de algo más vaca que carnero… -leí, casi de memoria, sin prestar mucha atención, hasta que me interrumpió.
-Sáltate a la quinta frase –me interrumpió, confundiendo frase y oración, pero no era momento de aclararle los conceptos a quien, por otra parte, quizá le importase más un bledo en su jardín.
-Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años… –leí pensando que ya deberían cambiar los textos de la tarjeta, porque yo podría hacer trampa pronunciando de memoria, como los alumnos que copian, engañándome a mí mismo más que a nadie; mientras él anotaba en mi historial.
-Mira, ahora, al cuadro de enfrente y di las letras que puedas ver empezando por arriba.
En la pared se iluminó un panel con la archiconocida tabla o cartilla de Snellen, según me he informado después, con sus diez letras en tamaño decreciente conforme descienden las líneas; un optotipo diseñado por Herman Snellen en 1862 para examinar la agudeza visual de lejos.
-E –dije, especulando que siempre seguían el mismo orden, ¡si me las aprendiera de memoria…!-; F P, en la segunda; T O Z, en la tercera; L P E D, en la cuarta; P E C F D, en la quinta… –Hice una pequeña pausa para respirar los dos, y continué-: E D F C Z P.
-¿Cuál es la cuarta? –me preguntó de golpe.
-Una C.
-¡Cómo va a ser una C! Fíjate bien, hombre –me señaló.
-Yo veo una C -respondí, después de esforzarme un poco.
-Que no, pardiez. Mira con atención. ¿Qué letra es?
-Pues yo diría que es una C –insistí, y es que yo veía una C por mucho que me esforzara en ver otra letra.
-Que no, ¡pardiez!, que es una O. ¡No ves que es una O!
-Es… ¡una C!, diría yo –dije con cierto recelo.
El optometrista se levantó de su asiento y se aproximó al panel y exclamó:
-¡Anda! Pues es verdad que es una C.
Volvió a su sillón y me indicó que me fijase en otro cuadro que acababa de iluminarse.
-Empezando por arriba, ¿para dónde tiene las puntitas la U?
-Arriba e izquierda, la primera; derecha y abajo, la segunda.
-Muy bien. Sigue -ordenó.
-Izquierda, arriba y derecha, la tercera línea; abajo, izquierda, derecha y arriba, la cuarta.
-¿Para dónde has dicho que está la última?
-Para arriba –respondí un poco indeciso.
-¡Cómo va a estar para arriba! Fíjate bien, haz el favor –me requirió él serio, no ocultando su contrariedad por mi yerro.
-Yo creo que está para arriba –contesté después de esforzarme otro rato.
-Que no, pardiez. Presta atención, que vamos a estar aquí todo el día por una U.
-Estoy casi seguro de que las puntitas miran para arriba –repliqué al poco.
-Que no, pardiez, que miran para abajo. ¿No ves que están para abajo? ¡Si es más una n minúscula!
-Pues… yo diría que miran para… ¡arriba! –reiteré con cierto temor.
Entonces, ante mi insistencia, el optometrista se acercó unos metros al optotipo y exclamó:
-¡Coño, pues voy a tener que ponerme gafas yo también!
-Hombre, es que si no, ¡le ejerce usted competencia desleal a los pacientes!

LA SOPERA DE PLATA (de Inma Ferre)

LA SOPERA DE PLATA

San Miguel de Cabo de Gata, marzo de 1918. Un tremendo temporal hace encallar al Perseveranza, un barco de origen genovés. Toda la tripulación es socorrida por los pescadores del pueblo, hospedándose en la única fonda que existe en San Miguel; menos el capitán, que es invitado a alojarse en casa de mis padres.

Yo había nacido apenas una semana antes, con lo cual toda la familia preparaba mi bautizo. El capitán debía de sentirse tan integrado que le sugirió a mi padre que si él era el padrino, pondría a mi nombre una de sus naves, puesto que no tenía hijos. Pero mi madrina iba a ser mi abuela paterna y mi padre jamás le daría ese disgusto a su madre. En fin, ¡me quedé sin barco! Yo pienso que mi padre no se creyó mucho al genovés.
Sin embargo, antes de marcharse le entregó a mis padres en testimonio de gratitud una sopera de plata, con el escudo genovés, sopera que siempre estuvo en el comedor de mis padres. Cuando yo me casé la sopera vino conmigo y ahora tiene un lugar destacado en casa de mi hija.
Mis nietos ya conocen la historia de la sopera y espero que ellos también sigan transmitiéndosela a sus hijos como vínculo familiar.
Estoy convencida de que nunca pensaría el capitán genovés que sería, durante tantos años, recordado y su regalo tan querido y apreciado en nuestra familia.

La noche estaba llorando (de Ángel Dámaso Soto)

La noche estaba llorando

Un rayo de luz gritaba. El perro desesperadamente ladraba sin saber qué le pasaba. Un aire espeluznante, de un fuerte golpe, rompió el cristal de la ventana.
Su intuición le decía que la noche estaba llorando. Sus oídos sentían las lágrimas caer en el tejado. Sentía algo raro, pero no sabría explicarlo.
Quiso comprobar si algo había cambiado. Olvidó sus miedos. Abrió la puerta de par en par.
Quedó en silencio, mas pudo comprobar que el mundo, por desgracia, continuaba igual: nada había cambiado. La noche vestía de negro.
Presintió que el cielo estaba llorando por él.

ÉRASE UNA VEZ…(de Inma Ferre)

Érase una vez…

No es una pesadilla ni un cuento de terror. Ocurrió en nuestro planeta. Este se vio amenazado, pues las personas que en él vivían no eran conscientes del daño que le estaban causando.
Mandaban naves a otros planetas. Contaminaban los ríos, los mares, los acuíferos. Todo estaba lleno de plásticos. Los aviones, las fábricas y los automóviles emanaban gases muy contaminantes. Pero la gente vivía muy bien y seguía ajena al problema que estaba causando.
Hasta que llegó un día que el planeta estuvo tan herido que comenzó a sangrar y sus gotas llegaron a la Tierra que, como estaba tan contaminada, se fueron convirtiendo en virus peligrosísimos. La gente moría y enfermaba a gran velocidad. Los médicos y enfermeros trabajaban sin descanso.
La gente tuvo que encerrarse en casa mucho tiempo. Las calles se quedaron desiertas. Los establecimientos cerraron. Eran ciudades fantasma. Pero lo peor fue que las familias se quedaron incomunicadas: los abuelos no podían ver ni abrazar a sus nietos, ni los hijos a sus padres. Muchos ya no volverían a verse.
La gente empezó a darse cuenta de lo importante que es el cariño de la familia y a querer la Tierra, pues de ella salían los alimentos, que era lo único que ahora necesitaban. Agradecían a tantas personas que hacían llegar la comida cada día a sus casas, aún poniendo en riesgo sus vidas.
Pasó el tiempo y, poco a poco, la gente fue saliendo de las casas. La pandemia estaba pasando. Las ciudades estaban limpias de contaminación. Se veían y escuchaban los pájaros, los árboles estaban más verdes y el cielo más azul. Y la gente se dio cuenta y empezó a valorar lo importante que es la Naturaleza; que se podía vivir haciéndole menos daño; y que lo trascendental es lo más cercano.
No hace falta ir a la Luna, es más bello contemplarla desde la Tierra ¡y bastante más barato!