RELATOS

COMPETENCIA DESLEAL (de Ginés Bonillo)

COMPETENCIA DESLEAL

A Manuel Alonso Pinos, por su tesón.

El optometrista me recibió sentado en su sillón, con mi voluminoso expediente entre las manos.
-Siéntese –ordenó maquinalmente-, póngase ante los ojos esta tablilla e intente leer la carta que está sobre la mesa a través del agujerito que hay en la tablilla.
Tenía que leer, a través de un agujero estenopeico, en la conocida tabla o cartilla de Jaeger una serie de párrafos que disminuyen de tamaño según descienden en la carta con el objetivo de examinar la agudeza visual de cerca. Aquella tarjeta recogía diferentes oraciones de El Quijote, siempre el primer párrafo. El optometrista me indicó que leyese la segunda oración.
-Una olla de algo más vaca que carnero… -leí, casi de memoria, sin prestar mucha atención, hasta que me interrumpió.
-Sáltate a la quinta frase –me interrumpió, confundiendo frase y oración, pero no era momento de aclararle los conceptos a quien, por otra parte, quizá le importase más un bledo en su jardín.
-Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años… –leí pensando que ya deberían cambiar los textos de la tarjeta, porque yo podría hacer trampa pronunciando de memoria, como los alumnos que copian, engañándome a mí mismo más que a nadie; mientras él anotaba en mi historial.
-Mira, ahora, al cuadro de enfrente y di las letras que puedas ver empezando por arriba.
En la pared se iluminó un panel con la archiconocida tabla o cartilla de Snellen, según me he informado después, con sus diez letras en tamaño decreciente conforme descienden las líneas; un optotipo diseñado por Herman Snellen en 1862 para examinar la agudeza visual de lejos.
-E –dije, especulando que siempre seguían el mismo orden, ¡si me las aprendiera de memoria…!-; F P, en la segunda; T O Z, en la tercera; L P E D, en la cuarta; P E C F D, en la quinta… –Hice una pequeña pausa para respirar los dos, y continué-: E D F C Z P.
-¿Cuál es la cuarta? –me preguntó de golpe.
-Una C.
-¡Cómo va a ser una C! Fíjate bien, hombre –me señaló.
-Yo veo una C -respondí, después de esforzarme un poco.
-Que no, pardiez. Mira con atención. ¿Qué letra es?
-Pues yo diría que es una C –insistí, y es que yo veía una C por mucho que me esforzara en ver otra letra.
-Que no, ¡pardiez!, que es una O. ¡No ves que es una O!
-Es… ¡una C!, diría yo –dije con cierto recelo.
El optometrista se levantó de su asiento y se aproximó al panel y exclamó:
-¡Anda! Pues es verdad que es una C.
Volvió a su sillón y me indicó que me fijase en otro cuadro que acababa de iluminarse.
-Empezando por arriba, ¿para dónde tiene las puntitas la U?
-Arriba e izquierda, la primera; derecha y abajo, la segunda.
-Muy bien. Sigue -ordenó.
-Izquierda, arriba y derecha, la tercera línea; abajo, izquierda, derecha y arriba, la cuarta.
-¿Para dónde has dicho que está la última?
-Para arriba –respondí un poco indeciso.
-¡Cómo va a estar para arriba! Fíjate bien, haz el favor –me requirió él serio, no ocultando su contrariedad por mi yerro.
-Yo creo que está para arriba –contesté después de esforzarme otro rato.
-Que no, pardiez. Presta atención, que vamos a estar aquí todo el día por una U.
-Estoy casi seguro de que las puntitas miran para arriba –repliqué al poco.
-Que no, pardiez, que miran para abajo. ¿No ves que están para abajo? ¡Si es más una n minúscula!
-Pues… yo diría que miran para… ¡arriba! –reiteré con cierto temor.
Entonces, ante mi insistencia, el optometrista se acercó unos metros al optotipo y exclamó:
-¡Coño, pues voy a tener que ponerme gafas yo también!
-Hombre, es que si no, ¡le ejerce usted competencia desleal a los pacientes!

LA SOPERA DE PLATA (de Inma Ferre)

LA SOPERA DE PLATA

San Miguel de Cabo de Gata, marzo de 1918. Un tremendo temporal hace encallar al Perseveranza, un barco de origen genovés. Toda la tripulación es socorrida por los pescadores del pueblo, hospedándose en la única fonda que existe en San Miguel; menos el capitán, que es invitado a alojarse en casa de mis padres.

Yo había nacido apenas una semana antes, con lo cual toda la familia preparaba mi bautizo. El capitán debía de sentirse tan integrado que le sugirió a mi padre que si él era el padrino, pondría a mi nombre una de sus naves, puesto que no tenía hijos. Pero mi madrina iba a ser mi abuela paterna y mi padre jamás le daría ese disgusto a su madre. En fin, ¡me quedé sin barco! Yo pienso que mi padre no se creyó mucho al genovés.
Sin embargo, antes de marcharse le entregó a mis padres en testimonio de gratitud una sopera de plata, con el escudo genovés, sopera que siempre estuvo en el comedor de mis padres. Cuando yo me casé la sopera vino conmigo y ahora tiene un lugar destacado en casa de mi hija.
Mis nietos ya conocen la historia de la sopera y espero que ellos también sigan transmitiéndosela a sus hijos como vínculo familiar.
Estoy convencida de que nunca pensaría el capitán genovés que sería, durante tantos años, recordado y su regalo tan querido y apreciado en nuestra familia.

La noche estaba llorando (de Ángel Dámaso Soto)

La noche estaba llorando

Un rayo de luz gritaba. El perro desesperadamente ladraba sin saber qué le pasaba. Un aire espeluznante, de un fuerte golpe, rompió el cristal de la ventana.
Su intuición le decía que la noche estaba llorando. Sus oídos sentían las lágrimas caer en el tejado. Sentía algo raro, pero no sabría explicarlo.
Quiso comprobar si algo había cambiado. Olvidó sus miedos. Abrió la puerta de par en par.
Quedó en silencio, mas pudo comprobar que el mundo, por desgracia, continuaba igual: nada había cambiado. La noche vestía de negro.
Presintió que el cielo estaba llorando por él.

ÉRASE UNA VEZ…(de Inma Ferre)

Érase una vez…

No es una pesadilla ni un cuento de terror. Ocurrió en nuestro planeta. Este se vio amenazado, pues las personas que en él vivían no eran conscientes del daño que le estaban causando.
Mandaban naves a otros planetas. Contaminaban los ríos, los mares, los acuíferos. Todo estaba lleno de plásticos. Los aviones, las fábricas y los automóviles emanaban gases muy contaminantes. Pero la gente vivía muy bien y seguía ajena al problema que estaba causando.
Hasta que llegó un día que el planeta estuvo tan herido que comenzó a sangrar y sus gotas llegaron a la Tierra que, como estaba tan contaminada, se fueron convirtiendo en virus peligrosísimos. La gente moría y enfermaba a gran velocidad. Los médicos y enfermeros trabajaban sin descanso.
La gente tuvo que encerrarse en casa mucho tiempo. Las calles se quedaron desiertas. Los establecimientos cerraron. Eran ciudades fantasma. Pero lo peor fue que las familias se quedaron incomunicadas: los abuelos no podían ver ni abrazar a sus nietos, ni los hijos a sus padres. Muchos ya no volverían a verse.
La gente empezó a darse cuenta de lo importante que es el cariño de la familia y a querer la Tierra, pues de ella salían los alimentos, que era lo único que ahora necesitaban. Agradecían a tantas personas que hacían llegar la comida cada día a sus casas, aún poniendo en riesgo sus vidas.
Pasó el tiempo y, poco a poco, la gente fue saliendo de las casas. La pandemia estaba pasando. Las ciudades estaban limpias de contaminación. Se veían y escuchaban los pájaros, los árboles estaban más verdes y el cielo más azul. Y la gente se dio cuenta y empezó a valorar lo importante que es la Naturaleza; que se podía vivir haciéndole menos daño; y que lo trascendental es lo más cercano.
No hace falta ir a la Luna, es más bello contemplarla desde la Tierra ¡y bastante más barato!

Habrá un antes y un después [de Juan Romero Moyano]

Habrá un antes y un después

-Juan Romero Moyano-

 

Sí, en esto que llamamos la Tierra se ha producido un crack monumental, un caos que ha desequilibrado todos los parámetros que rigen la marcha de este mundo.

Esta situación la ha producido ese bichejo infernal de grosor apenas unicelular, imperceptible, que sin armas nos ha cogido a todos y está aplastando a media humanidad.

Llegó la alarma, el confinamiento en ese «totum revolutum» que produjo la depresión generalizada, fallecimientos, ingresos en UCI, contagios, etc.

Yo, los primeros días de confinamiento, me asomaba a la ventana al amanecer, como siempre venía haciendo: silencio total, ni vestigio de humanos, la imaginación volaba mi escasa visión. Parecía que algún ovni nos hubiera visitado y hubieran abducido a todos nuestros congéneres. Esta imagen no se me ha borrado todavía.

En mi largo peregrinar, y soy viejo, recuerdo lo más parecido: corría allá por los años cuarenta, sobre los once añitos, en Alhucemas (Marruecos), donde vivía, se desató una epidemia de tifus y como medida preventiva me recuerdo pelado al cero, y así todos los niños del pueblo. Las niñas con el pelo muy cortito a lo garçon (¡vaya palabreja francesa que adoptaron!). ¿El motivo? Que la enfermedad la producía un piojo y la bautizaron como el «piojo verde».

En el año cincuenta y siete viví una epidemia de gripe muy agresiva. La denominaron «la asiática». Aspirina, bebidas calientes y un poquito de coñac: en cinco días como si hubieras recibido un palizón y a la calle.

Hasta aquí he expuesto una visión retrospectiva desde un punto de vista no muy alarmante de este fenómeno en la salud, que nos tiene a medio mundo -y al otro medio también- preocupados… es poco: ¿Atemorizados?

Como sea, estamos a mediados de septiembre y ya mi moderado optimismo se ha tornado en unas expectativas más pesimistas. Llega el otoño. Nuestro enemigo secular, la gripe, está a la vuelta de la esquina y se me ponen los pelos de punta de pensar que se alíe con el bichejo.

Creo que los investigadores, científicos, especialistas en epidemiología, etc., empezarán una frenética lucha contra el tiempo para descubrir y poner en marcha lo antes posible la vacuna, única arma para combatir esta pandemia. Según el CIS, en un primer sondeo al ciudadano de a pie, solo el 40% estaría dispuesto a ponérsela.

Y por último, pido a Dios -o a quien proceda- que vaya acabando con tantas desgracias en el género humano: los daños colaterales, laborales (millones de parados, ERES, ERTES, etc.), económicos (ausencia del turismo, cierre en la hostelería, bares…). En fin, hundimiento total de la riqueza y economía del país.

Voy a emitir una opinión: para los políticos un cero, deberían haberse unido en la lucha contra la terrible pandemia en vez de dedicarse a censurar los fallos y errores de los que están en frente. Por lo trascendente de este gran suceso, insisto en que, a partir de hoy mismo y hasta sine die, siempre habrá un antes de y un después de.

Perdonad por atreverme con un tema tan difícil y escabroso. Es la opinión de un viejo terrícola.

 

Almería, septiembre de 2020

 

Memoria de Montejícar 2/2 [de Ana Redondo Valdivia]

Memoria de Montejícar

(y DOS)

 

Todo el pueblo en la boda

 

Antes, cuando mis tías, las bodas eran en las casas: hacían una canasta o dos de galletas y de roscos y compraban dos o tres garrafas de vino y eso era la boda.

En las bodas, lo invitaras o no, allí todo el pueblo iba. Luego, el que tenía, lo celebraba en un bar grande que había. Y las viejas llevaban una faltriquera y se guardaban todas las galletas, las almendras peladillas, todo eso.

Antes tampoco se iba de viaje de novios. Como mucho se iba unos días a Granada lo más lejos, a una pensión. Ni hoteles ni nada. Y cuando se casaban algunos y se quedaban en su misma casa, se juntaban todos los mozuelos del pueblo allí en la puerta a ver si escuchaban algo. ¡Era un cachondeo! Toda la juventud iba a la puerta a ver si sentían algo.

 

Cencerradas a los viudos

 

Cuando se casaba o juntaba una viuda le daban la cencerrá, que era que, cuando estaban durmiendo por la noche, todas las noches les daban la cencerrá para no dejarlos tranquilos. Iban los mozuelos con cencerros y cogían muchas latas y las ponían en una guita, con cazuelas y almireces tocando, pin-pin-pin, toda la noche un jaleo que no los dejaban dormir.

 

Necesidades verídicas

 

En aquel tiempo había muchas necesidades en toda España y casi toda la gente vivía así. Puedo contar muchas cosas.

Había una familia que era muy pobre y a un hijo se le perdió un zapato en el río. La madre no tenía para comprarle otros zapatos. Entonces la madre cogió y con una tela que se llamaba lienzo de ese muy fuerte le hizo como una bolsa, como una talega, se la ataba a los pies con una cuerda y así andaba. Por eso le decían «el niño de la talega» porque llevaba los pies con dos trozos de trapo muy recio porque no tenía zapatos.

Había uno que era tonto, pobrecillo, y fue a la mili. Lo llevó su padre a Guadix, porque tenían que presentarlo para la mili. Y entonces dijo: «Papa, que me estoy cagando». Lo llevaron a un váter y entonces dijo: «Papa, ¡que yo no cago en la cazuela! Que yo no quiero en la cazuela cagar, que yo quiero cagar en el cubo que tiene mi mama en el pajar».

Como no tenían váter, él no había visto un váter en su vida y, cuando lo vio blanco, decía que era una cazuela de guisar.

Todo lo que estoy contando son cosas verídicas, no son chistes. Porque mi abuela y mi madre, que murió con noventa y tantos años, me contaban muchas cosas.

Había una familia que eran todos muy pequeñillos, el padre, los hijos todos muy pequeñillos. Vivían en un cortijillo. Y sembraban, y tenían dos caballos para arar, que eran los caballos más grandes que ellos, yo no sé cómo se podían subir.

Cuando venían al pueblo, todos traían el mismo sombrero y la misma chaqueta. La chaqueta era para todos, para el padre, para el hijo, para el otro, para todos. Todos venían con la chaqueta los domingos al pueblo, o cuando venían a comprar algo, con la misma chaquetilla, porque les venía bien a todos la chaquetilla y el sombrerillo. Venían ellos tan resultantes, pero no podían venir todos a la vez, solo uno.

No tenían camas ni nada, eran muy pobres. Dormían en fardos de farfollas. Eran pobres y muy chiquitillos, pero muy trabajadores. Trabajaban unos terrenillos que tenían y con eso vivían.

Otra muchacha de familia muy pobre, con muchos hermanos y sin dinero… era muy presumida, pero muy pequeñilla. Era mozuelilla y le gustaba ir arreglada. Pero no tenía zapatos de tacón, ni para pintarse, ni nada.

Buscaba unas piedras así como tacones y se las metía en los zapatos para que parecieran tacones y fuera más alta. Una piedra planilla, pero fíjate lo tierna que estaría. Los labios se los pintaba con el cartón de una caja de medias que vendían, que le llamaban Eugenia de Montijo, y que la caja era roja. Mojaba el cartón en agua y se daba por los labios para que se le pusieran rojos e iba tan contenta.

Y como antes le gustaban a todo el mundo muy hermosas, la que era muy delgadilla, que no tenía tetas, hablando en claro y español, se metía como unos fajoncillos que había debajo del sujetador para que la armara, porque antes no había sujetadores rellenos. Una fue a un baile y entonces se metió unos fajones y, bailando, se le cayó un fajón al suelo y se le quebró: se quedó con una teta sí y otra no.

Una mujer que tenía alzhéimer y el síndrome de Diógenes que dicen ahora, que antes no se sabía, iba por la calle con una bolsa recogiendo todos los papeles de la calle, porque decía que eran billetes y los metía en un arca que tenía, en un arcón metía todos los papeles que se encontraba por el pueblo.

Otro, pobrecillo, ya con veinte años, ¡más guapo que era!, llevaba una caja de cartón e iba con una guita arrastrándola, como si fuera un carrillo, por la calle. A todo el que se encontraba le decía: «Primo, primo; dame un cigarro». Le gustaba mucho fumar. Y la gente le daba cigarros, porque era muy bueno y la gente lo quería mucho.

Iba a la fábrica de harina todos los días y el dueño, que era bueno, le daba un duro. ¡Un duro antes…! Iba a por el jornal, decía: «Que vengo por el jornal» y luego se lo llevaba a su madre. Y venía con su cajilla de cartón, con los palillos y todo lo que se encontraba por el camino. Y llegaba y decía: «Mama, que ya vengo de trabajar, que te traigo el jornal». Y todos los días le daba un duro. Y se echó una novia y le decían: «¿Tienes novia?» y decía: «Sí», y le decían: «Y ¿qué le has visto?» y decía: «¡El pandero de cuatro libras!».

Había unos que también estaban muy mal y tenían a un hijo que estaba malo y allí a los niños por las mañanas era leche con café, pero café de ese de cebada. Y a uno que estaba malillo, la madre le echó un muslo de pollo con caldo y le puso muchas sopas. Y otro hermano dice: «Mama, ¿esto para quién es?». Estaban todos esmayaícos.

La madre le contestó: «esto es para el hermanico, que está malillo» y él le dijo: «Madre mía, ¡qué soponcios!», queriendo decir que eran muy grandes. Entonces le dijo la madre: «Bueno, pero hoy había más y te he guardado otro platico igual para ti». Y, cuando vio su plato, dijo: «¡Huy, mama, vaya sopilinas, qué chicas!». ¡Fíjate!

 

La ropa, hecha por las madres

 

Hemos pasado mucho en los pueblos. Y yo medio era una privilegiada, porque no he tenido hermanos, he sido sola y, entonces, entre mi madre y mi abuela me compraban zapatillos y cosas. Yo no era de las que iban mal. Mi madre me hacía los jerséis y de todo, con las agujas de punto. Yo no era de las que iban sin ropa.

Porque había algunos que se tenían que acostar, lavarle la ropa y secársela en el fuego, en la lumbre, para a otro día vestirlo.

Antes los sujetadores nos los hacían las madres con tela, eran para sujetar nada más, no como ahora, que realzan. Antes se ponían lana, o trapos o fajoncillos.

Las combinaciones, las sayas como les decían, nos las hacían las madres con un encajillo abajo, de tela, todo lo hacían de tela. No había dinero para comprar cosas. ¡Pero si es que tampoco había cosas!

Había refajos, porque hacía mucho frío en invierno. Y había como una saya, pero era de punto, como un vestido ahora de verano, pero en punto, que te lo ponías debajo del vestido para que te abrigara. Porque tampoco había pantalones, era nada más que faldas y calcetines de aquellos que había hasta la rodilla. Y zapatos de goma, que cuando llovía ibas andando e ibas haciendo flin flin flin.

 

Expresiones populares

 

Entonces decían: «Madre, mi hija ha hecho una cachirolá, pero que ha metido una de embodrios», o sea, que había hecho una comida muy grande y le había echado verduras y cosas de esas, a lo mejor habichuelas verdes o habas o cosas de esas. Y decían: «Con los embodrios que le ha echado a la cachilorá, ¡quién se va a comer todo eso!». Eso se escuchaba de las ancianas, porque antiguamente ponían un cocido y solamente le echaban un hueso y un trozo de manteca, si había carne, y si no, pues no había carne.

Cuando uno era muy pobre, que pasaba hambre, o se había quedado en la ruina, decían: «Ese se ha quedado escuchando donde guisan».

Allí todo el mundo se conoce por el apodo, por el nombre no se conoce a nadie. Y hay un «Juan Cagueta», «el Despingucho», «la de Coño-Coño», «el Carrizo» y sus hijos «los Zambombillas», «Pasoslargos», «los Mellaos», «la Pitra», «el Larizo», «Tragabolas», «el Pichicas», «las Emparrillás», que quiere decir ‘que no tienen dinero’, aunque eran ricas, pero se ve que no se gastaban ni andando… ¡Fíjate!

 

Memoria de Montejícar 1/2 [de Ana Redondo Valdivia]

MEMORIA DE MONTEJÍCAR

(UNO)

-Ana Redondo Valdivia

 

Montejícar

 

Yo nací en Montejícar, un pueblo de la provincia de Granada, a sesenta quilómetros de la capital y otros sesenta de Jaén, a medio camino. El pueblo era pequeño, un pueblo pobre, de tierra, que la gente toda trabajaba en el campo. Había olivos, almendros y se sembraba mucho trigo, cebada y una cosa que se llama yeros o berza (para que comieran las cabras), garbanzos y cosas de esas, cosas de secano.

Había terrenos al lado del río para sembrar hortalizas, pero era casi todo montaña, de secano. Al río le llaman de la Fuente Cabra, que va al río Guadahortuna. Hay un nacimiento y un caño de agua, que está cayendo siempre, de día y de noche. Allí había unos pilones que es donde bebían los caballos, los burros, las cabras… todo eso.

Era un pueblo normal, de trabajadores, pero había algunos riquillos que tenían muchas tierras. Iban todos los hombres a la plaza, a buscar trabajo, y entonces le decían: «Tú te vienes conmigo, tú conmigo, tú conmigo…». Trabajaban así: iban a la plaza y les salía trabajo a los hombres para un día, para dos, para tres, para lo que fuera. Decían: «Vamos a segar la cebada, vamos a cortar olivos, vamos a esto… y así».

Se levantaban muy temprano, venían corriendo y ya la mujer o la madre le tenía preparada la talega con la comida. Antes no había cestas ni bolsos, era una talega de tela. Le echaban un trocillo de chorizo, salchichón, un huevo cocido, lo que había… Y se iban a trabajar hasta la noche, que volvían.

En Montejícar había una escuela y un colegio de monjas, las monjas de Cristo Rey estaban allí. Ya las han quitado. También había cine y una iglesia muy grande, de san Andrés, que es preciosa, parece una catedral, porque es de piedra por dentro. Y luego hay una ermita en todo lo alto, la Virgen de la Cabeza, que está en un cerro y es la patrona del pueblo. La bajan en mayo, para rezarle el rosario, y luego en las fiestas, que hacen moros y cristianos. Antes eran con caballos, pero ahora como no hay tantos caballos, van andando. Se visten y pelean en la plaza con las espadas. Y eso todos los años. Yo me acuerdo de pequeña que me llevaba mi madre, y sigue la tradición esa.

 

Juegos en la calle

 

Mi madre me tuvo a mí en 1947, ya con treinta y tantos años. Y recuerdo que los niños estábamos todo el día en la calle, jugando, en los ríos, en las pozas.

Dinero teníamos muy poco, nada. En las fiestas a lo mejor nos daban una peseta para los columpios. Nos montábamos en los columpios con dos reales y los otros dos reales eran para un helado y eso era lo que nos daban las abuelas o… Porque yo me quedé con un año sin padre y a mi madre no le quedó pensión ni nada, nada; y se tuvo que ir a la casa de mis abuelos hasta que yo tuve tres años y entonces, cuando ya tuve tres años mi madre se puso a trabajar.

Mis abuelos no tenían mucho, pero ellos nunca han pasado hambre ni nada. Siempre tenían sus conejillos, sus gallinas, su marranillo para la matanza.

Tenía un primo hermano de mi misma edad y era muy traviesillo, porque se iba a los huertos a jugar, y yo siempre me iba con él, porque éramos de la misma edad, y siempre estábamos jugando. En los árboles atábamos cuerdas y hacíamos meceores.

Una vez iba una niña de estas ricas con un helado muy grande y nosotros estábamos locos por un helado y ¿qué hicimos? Se lo quitamos y nos metimos en un portal y entre los dos nos lo comimos. ¡Fíjate!

En invierno jugábamos en las casas, porque allí nevaba mucho. En invierno había veces que llegaba a medio metro la nieve. Ya no pasa, pero antes… =tener que hacer con una pala un carril para poder ir a las tiendas o por agua! Ahora ya porque hay agua y todo; pero cuando yo era pequeña no había agua en las casas ni nada.

 

Cargada con un niño gordo a la escuela

 

Con trece años me fui a Granada a trabajar, a cuidar a unos niños del médico del pueblo. Mi madre estaba de cocinera con el médico; y entonces él le dijo: «Me voy a llevar a tu Anilla para que juegue con los niños» y mi madre le dijo: «Si mi niña tiene trece años, si no sabe hacer nada» y él: «No, si no es para hacer nada; si es para que juegue con los niños».

Así que me fui con ellos y mi primer sueldo fue de trescientas pesetas al mes, por cuidar a los niños. Estaban en el pueblo, pero tenían en Granada un chalé y a veces se iban allí y yo me quería ir porque iban a Motril a la playa y yo no había visto nunca la playa. La primera vez que vi la playa fue con trece años.

Cuando estábamos en el pueblo, yo tenía que llevar al niño al colegio y el niño pesaba más que yo, y lo tenía que llevar en brazos. Entonces no había coches de niños. Era un niño muy gordo y yo con trece años… ¡Ya ves! Yo me echaba al niño a la cintura. Me lo espatarraba en la cadera como si fuera un saco de paja, una pierna para un lado y la otra para el otro, así en la cadera. Si no, no podía con él. Allí estuve hasta que ya me busqué un trabajo.

 

Paseos para acá, paseos para allá… y bailes

 

La forma de divertirse entonces era ir desde la iglesia hasta donde paraban unas alsinas que iban todos los días a Granada a llevar gente, en la Calle del Medio que le llaman, desde la iglesia hasta las alsinas… paseos para acá, paseos para allá. Comprábamos pipas, comprábamos cacahuetes, caramelillos, lo que había… y para acá y para allá, paseando y esa era la diversión.

Cuando mi madre era joven, los bailes los hacían en las casas. Eran guitarras, acordeones y mandurrias. Pero cuando yo fui mozuelilla los hacían en una verbena, un salón grande, y en las fiestas y el día de la Virgen, en navidad siempre venían orquestas y eran tres días de verbena, de bailar. Había una verbena con conjuntos que tocaban y las niñas bailaban.

Había como un patio muy grande y todas las madres sentadas allí fuera tomando una cerveza, un vino o lo que fuera, y las niñas dentro, pero por los cristales nos veían bailar.

También en la plaza traían conjuntos y bailes, y todos los viejos y todo el mundo bailando. Los bailes eran agarraos, agarraítos, bien lentos, las canciones que había por aquellos tiempos: Los Sírex, Fórmula V, Los Pekenikes… Los que eran muy tímidos, que les daba vergüenza pedir a las niñas, se ponían en la barra, vaso de vino va y vaso de vino viene hasta que se emborrachaban.

Además del baile, en la calle ponían casetas de tiro, churros con chocolate, turrón, vinillos… Después traían al Bombero torero, pero cuando yo solo había el baile en la plaza y se acabó

 

Esperando en las esquinas

 

Para los noviajes, cuando yo era jovencilla, los muchachos se ponían en las esquinas esperando a que salieras a algún mandado para ir contigo, porque las madres no nos dejaban. Entonces, se ponían en la esquina hasta que salías; cuando salías pues detrás de ti a ver dónde ibas. Así se intentaban conquistar, porque en la casa hasta que no éramos mayores no dejaban.

 

Con una silla al cine y un gato al circo

 

Cuando yo era pequeña iba al cine con mis primas. Pero siempre venía una mayor, una madre o una hermana mayor. Solas no nos dejaban ir.

El cine no era muy grande y cuando había película famosa teníamos que llevarnos una silla de casa, porque si era una película bonita iba toda la gente y faltaban sillas, no había. ¡Como no había otra cosa nada más que el cine!, que echaba solo el jueves y el domingo.

Cuando a la plaza venía circo, todo el mundo tenía que llevarse también una silla de su casa. El circo venía una vez al año, pero circos de estos sin animales ni nada, circos de estos de acrobacias, por escaleras, que cantaban, de payasos… cosas de esas. Que no eran circos de trapecios ni nada de eso.

Una vez vino un circo, que le llamaban «Circo Monumental», a Guadahortuna, que está a diez quilómetros de Montejícar, y era un circo muy grande, que eso en los pueblos pequeños no los ponen. Pero venían de Jaén y pararon a descansar y vino una furgoneta a nuestro pueblo anunciando que actuaban.

Toda la gente fuimos andando al circo, diez quilómetros andando para allá y otros diez para acá, porque el circo traía muchos animales. Y como valía dinero entrar, el que no tenía dinero llevaba un gato y lo dejaban entrar gratis, para echárselo a los leones. Eso ya está prohibido, pero entonces los gatos que estaban por las calles pasaban peligro. Si le llevabas un gato no te cobraban la entrada. ¡fíjate!

La boda [de Manuel Alonso Pino]

La Boda

-Manuel Alonso Pino-

 

El curso estaba acabando. Este año estábamos ubicados en tres sitios distintos de Almería, pero coincidiríamos en Níjar posteriormente. Poco a poco nuestros cursos fueron acabando y nosotros dirigiéndonos a Níjar. conforme acababa el curso, regresábamos a Níjar con alegría para pasar el verano.

Inicialmente hubo uno mas atrevido: cogió su DKW y, aunque no tenía carnet de conducir, quiso darse su vuelta. Sin embargo, en la primera curva, chocó por la derecha con la pared, que resultó ser de un estanco; y la parra que, por estar en un pueblo tradicional, salía del suelo y llegaba al terrao donde se expandía, fue partida.

El conductor le dijo a la dueña:

-No te preocupes, Matilde, que esto son cuatro ladrillos tabiqueros.

Pero Matilde le contestó al audaz conductor:

-No. El destrozo del balcón no se arregla con cuatro ladrillos tabiqueros.

Fuimos recibiendo a los nuevos, pero coincidíamos en que todos éramos adolescentes. Y la adolescencia lleva a las hormonas a sumar más presión. Éramos los controladores de Níjar desde nuestro centro de referencia en el parque.

Desde allí controlábamos tanto subidas como bajadas del personal. Pero en el jardín cercano, algunos esperábamos nuestras visitas.

Además, era camino de paso para los que bajaban de Huebro hacia Las Eras. Un novio, en su visita diaria, se paraba con nosotros a completar la charla. Total, que fuimos cogiendo amistad y nos invitó a su boda en Huebro. En principio no íbamos a ir porque nos coincidía con un partido de fútbol en Campohermoso, pero después de pensarlo mucho decidimos ir a la boda. Para el partido nos desplazaríamos en bicicleta puesto que todo era cuesta abajo y no sufriríamos demasiado.

Llegó el día de la boda y ascendimos a Huebro a pie. Delante de nosotros iba un motorista que no debía de conocer muy bien el camino puesto que, aunque nosotros íbamos a pie, cada vez estábamos mas cerca de él y, entre nosotros tres, íbamos haciendo comentarios de que al final lo pillaríamos. A la postre, el motorista dejó la moto en el camino porque no podía subir más y conseguimos llegar a la vez que él. Dirigiéndonos después a la iglesia donde se celebraría la ceremonia, una iglesia pequeñita pero coqueta.

Una vez acabada la ceremonia, nos dirigieron al domicilio de la novia, pasando bajo las arboledas de la plaza de Huebro. En el convite cogimos amistad con el motorista y nos ofreció su moto para volver mas rápido a Níjar y poder asistir al partido en Campohermoso.

Los tres iniciamos el camino de vuelta. Al llegar junto a la moto, nos subimos en ella. El conductor debía de ser el más atrevido. En este caso fue Paco Camacho.

No nos habíamos desplazado diez metros cuando nos caímos. Había muchas piedras sueltas en el camino. Tuvimos que seguir andando para poder llegar a tiempo a Campohermoso. Cuando conseguimos regresar a Níjar, cogimos nuestras bicis y fuimos haciendo el camino alegremente y casi adelantamos a los coches precedentes.

Con este ambiente festivo disputamos el partido de fútbol. El resultado fue 1-1. Por suerte, el viaje de vuelta fue plácido y tranquilo, aunque estábamos cansados.

 

Tu palabra tiene el arte [de Jesús Orta Ruiz, Indio Naborí]

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

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 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

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Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

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 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

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Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

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 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

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 Háblame, que no hay manera

 

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Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

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Tu palabra tiene el arte

 

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-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

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Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

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 Solo así puedo mirarte

 

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Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

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 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

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 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

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Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

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 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

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Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

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 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

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Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

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 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

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Tu palabra tiene el arte

 

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Tu palabra tiene el arte

 

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 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

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 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

 exacta, como si un dios

 

 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Tu palabra tiene el arte

 

-Jesús Orta, “Indio Naborí”-

 

 

 

Tu palabra tiene el arte

 

 de iluminar la ceguera:

 

 Háblame, que no hay manera

 

 de verte sin escucharte.

 

 

 

 Solo así puedo mirarte

 

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 conmovido por mis dos

 

 linternas de rotas pilas,

 

 me hiciera nuevas pupilas

 

 con el cristal de tu voz.

 

Informe sobre ciegos [de Ernesto Sábato]

Informe sobre ciegos

(Primeros capítulos)

 

-Ernesto Sabato-

 

I

 

¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato? Esta feroz lucidez que ahora tengo es como un faro y puedo aprovechar un intensísimo haz hacia vastas regiones de mi memoria: veo caras, ratas en un granero, calles de Buenos Aires o Argel, prostitutas y marineros; muevo el haz y veo cosas más lejanas: una fuente en la estancia, una bochornosa siesta, pájaros y ojos que pincho con un clavo. Tal vez ahí, pero quién sabe: puede ser mucho más atrás, en épocas que ahora no recuerdo, en períodos remotísimos de mi primera infancia. No sé. ¿Qué importa, además?

    Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, algunos de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo.

    De ese modo empezó la etapa final de mi existencia.

    Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo instante más y que debía iniciar ya mismo la exploración de aquel universo tenebroso.

    Pasaron varios meses, hasta que en un día de aquel otoño se produjo el segundo encuentro decisivo. Yo estaba en plena investigación, pero mi trabajo estaba retrasado por una inexplicable abulia, que ahora pienso era seguramente una forma falaz del pavor a lo desconocido.

    Vigilaba y estudiaba los ciegos, sin embargo.

    Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica. Apenas comenzaba por aquel entonces a esbozar mi hipótesis de la piel fría y ya había sido insultado por carta y de viva voz por miembros de las sociedades vinculadas con el mundo de los ciegos. Y con esa eficacia, rapidez y misteriosa información que siempre tienen las logias y sectas secretas; esas logias y sectas que están invisiblemente difundidas entre los hombres y que, sin que uno lo sepa y ni siquiera llegue a sospecharlo, nos vigilan permanentemente, nos persiguen, deciden nuestro destino, nuestro fracaso y hasta nuestra muerte. Cosa que en grado sumo pasa con la secta de los ciegos, que, para mayor desgracia de los inadvertidos, tienen a su servicio hombres y mujeres normales: en parte engañados por la Organización; en parte, como consecuencia de una propaganda sensiblera y demagógica; y, en fin, en buena medida, por temor a los castigos físicos y metafísicos que se murmura reciben los que se atreven a indagar en sus secretos. Castigos que, dicho sea de paso, tuve por aquel entonces la impresión de haber recibido ya parcialmente y la convicción de que los seguiría recibiendo, en forma cada vez más espantosa y sutil; lo que, sin duda a causa de mi orgullo, no tuvo otro resultado que acentuar mi indignación y mi propósito de llevar mis investigaciones hasta las últimas instancias.

    Si fuera un poco más necio podría acaso jactarme de haber confirmado con esas investigaciones la hipótesis que desde muchacho imaginé sobre el mundo de los ciegos, ya que fueron las pesadillas y alucinaciones de mi infancia las que me trajeron la primera revelación. Luego, a medida que fui creciendo, fue acentuándose mi prevención contra esos usurpadores, especie de chantajistas morales que, cosa natural, abundan en los subterráneos, por esa condición que los emparenta con los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües, alcantarillas, pozos ciegos, grietas profundas, minas abandonadas con silenciosas filtraciones de agua; y algunos, los más poderosos, en enormes cuevas subterráneas, a veces a centenares de metros de profundidad, como se puede deducir de informes equívocos y reticentes de espeleólogos y buscadores de tesoros; lo suficientemente claros, sin embargo, para quienes conocen las amenazas que pesan sobre los que intentan violar el gran secreto.

    Antes, cuando era más joven y menos desconfiado, aunque estaba convencido de mi teoría, me resistía a verificarla y hasta a enunciarla, porque esos prejuicios sentimentales que son la demagogia de las emociones me impedían atravesar las defensas levantadas por la secta, tanto más impenetrables como más sutiles e invisibles, hechas de consignas aprendidas en las escuelas y los periódicos, respetadas por el gobierno y la policía, propagadas por las instituciones de beneficencia, las señoras y los maestros. Defensas que impiden llegar hasta esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes empiezan a ralear más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad.

    Muchos años tuvieron que transcurrir para que pudiera sobrepasar las defensas exteriores. Y así, paulatinamente, con una fuerza tan grande y paradojal como la que en las pesadillas nos hace marchar hacia el horror, fui penetrando en las regiones prohibidas donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, vislumbrando aquí y allá, al comienzo indistintamente, como fugitivos y equívocos fantasmas, luego con mayor y aterradora precisión, todo un mundo de seres abominables.

    Ya contaré cómo alcancé ese pavoroso privilegio y cómo después de años de búsqueda y de amenazas pude entrar en el recinto donde se agita una multitud de seres, de los cuales los ciegos comunes son apenas su manifestación menos impresionante.

 

 

II

 

Recuerdo muy bien aquel 14 de junio: día frígido y lluvioso. Vigilaba el comportamiento de un ciego que trabaja en el subterráneo a Palermo: un hombre más bien bajo y sólido, morocho, sumamente vigoroso y muy mal educado; un hombre que recorre los coches con una violencia apenas contenida, ofreciendo ballenitas, entre una compacta masa de gente aplastada. En medio de esa multitud, el ciego avanza violenta y rencorosamente, con una mano extendida donde recibe los tributos que, con sagrado recelo, le ofrecen los infelices oficinistas, mientras en la otra mano guarda las ballenitas simbólicas: pues es imposible que nadie pueda vivir de la venta real de esas varillas, ya que alguien puede necesitar un par de ballenitas por año y hasta por mes: pero nadie, ni loco ni millonario, puede comprar una decena por día. De modo que, como es lógico, y todo el mundo así lo comprende, las ballenitas son meramente simbólicas, algo así como la enseña del ciego, una suerte de patente de corso que los distingue del resto de los mortales, además de su célebre bastón blanco.

    Vigilaba, pues, la marcha de los acontecimientos dispuesto a seguir a ese individuo hasta el fin para confirmar de una vez por todas mi teoría. Hice innumerables viajes entre Plaza Mayo y Palermo, tratando de disimular mi presencia en las terminales, porque temía despertar sospechas de la secta y ser denunciado como ladrón o cualquier otra idiotez semejante en momentos en que mis días eran de un valor incalculable. Con ciertas precauciones, pues, me mantuve en estrecho contacto con el ciego y cuando por fin realizamos el último viaje de la una y media, precisamente aquel 14 de junio, me dispuse a seguir al hombre hasta su guarida.

    En la terminal de Plaza Mayo, antes de que el tren hiciera su último viaje hasta Palermo, el ciego descendió y se encaminó hacia la salida que da a la calle San Martín.

    Empezamos a caminar por esa calle hacia Cangallo.

    En esa esquina dobló hacia el Bajo.

    Tuve que extremar mis precauciones, pues en la noche invernal y solitaria no había más transeúntes que el ciego y yo, o casi. De modo que lo seguí a prudente distancia, teniendo en cuenta el oído que tienen y el instinto que les advierte cualquier peligro que aceche sus secretos.

    El silencio y la soledad tenían esa impresionante vigencia que tienen siempre de noche en el barrio de los Bancos. Barrio mucho más silencioso y solitario, de noche, que cualquier otro; probablemente por contraste, por el violento ajetreo de esas calles durante el día; por el ruido, la inenarrable confusión, el apuro, la inmensa multitud que allí se agita durante las horas de Oficina. Pero también, casi con certeza, por la soledad sagrada que reina en esos lugares cuando el Dinero descansa. Una vez que los últimos empleados y gerentes se han retirado, cuando se ha terminado con esa tarea agotadora y descabellada en que un pobre diablo que gana cinco mil pesos por mes maneja cinco millones, y en que verdaderas multitudes depositan con infinitas precauciones pedazos de papel con propiedades mágicas que otras multitudes retiran de otras ventanillas con precauciones inversas. Proceso todo fantasmal y mágico pues, aunque ellos, los creyentes, se creen personas realistas y prácticas, aceptan ese papelucho sucio donde, con mucha atención, se puede descifrar una especie de promesa absurda, en virtud de la cual un señor que ni siquiera firma con su propia mano se compromete, en nombre del Estado, a dar no sé qué cosa al creyente a cambio del papelucho. Y lo curioso es que a este individuo le basta con la promesa, pues nadie, que yo sepa, jamás ha reclamado que se cumpla el compromiso; y todavía más sorprendente, en lugar de esos papeles sucios se entrega generalmente otro papel más limpio pero todavía más alocado, donde otro señor promete que a cambio de ese papel se le entregará al creyente una cantidad de los mencionados papeluchos sucios: algo así como una locura al cuadrado. Y todo en representación de Algo que nadie ha visto jamás y que dicen yace depositado en Alguna Parte, sobre todo en los Estados Unidos, en grutas de Acero. Y que toda esta historia es cosa de religión lo indican en primer término palabras como créditos y fiduciario.

    Decía, pues, que esos barrios, al quedar despojados de la frenética muchedumbre de creyentes, en horas de la noche quedan más desiertos de gente que ningún otro, pues allí nadie vive de noche, ni podría vivir, en virtud del silencio que domina y de la tremenda soledad de los gigantescos halls de los templos y de los grandes sótanos donde se guardan los increíbles tesoros. Mientras duermen ansiosamente, con píldoras y drogas, perseguidos por pesadillas de desastres financieros, los poderosos hombres que controlan esa magia. Y también por la obvia razón de que en esos barrios no hay alimentos, no hay nada que permita la vida permanente de seres humanos o siquiera de ratas o cucarachas; por la extremada limpieza que existe en esos reductos de la nada, donde todo es simbólico y a lo más papeloso; y aun esos papeles, aunque podrían representar cierto alimento para polillas y otros bichos pequeños, son guardados en formidables recintos de acero, invulnerables a cualquier raza de seres vivientes.

    En medio, pues, del silencio total que impera en el barrio de los Bancos, seguí al ciego por Cangallo hacia el Bajo. Sus pasos resonaban apagadamente e iban tomando a cada instante una personalidad más secreta y perversa.

    Así descendimos hasta Leandro Alem y, después de atravesar la avenida, nos encaminamos hacia la zona del puerto.

    Extremé mi cautela; por momentos pensé que el ciego podía oír mis pasos y hasta mi agitada respiración.

    Ahora el hombre caminaba con una seguridad que me pareció aterradora, pues descartaba la trivial idea de que no fuera verdaderamente ciego.

    Pero lo que me asombró y acentuó mi temor es que de pronto tomase nuevamente hacia la izquierda, hacia el Luna Park. Y digo que me atemorizó porque no era lógico, ya que, si ése hubiese sido su plan desde el comienzo, no había ningún motivo para que, después de cruzar la avenida, hubiese tomado hacia la derecha. Y como la suposición de que el hombre se hubiera equivocado de camino era radicalmente inadmisible, dada la seguridad y rapidez con que se movía, restaba la hipótesis (temible) de que hubiese advertido mi persecución y que estuviera intentando despistarme. O lo que era infinitamente peor, tratando de prepararme una celada.

(del libro Sobre héroes y tumbas)