El conde Lucanor [de don Juan Manuel]

Cuento XXXIV: Los dos ciegos
“De lo que aconteció a un ciego con otro”

Don Juan Manuel

Otra vez hablaba el conde Lucanor con Patronio, su consejero, de esta guisa:

-Patronio, un mi pariente y amigo, de quien yo fío mucho y estoy seguro de que me ama verdaderamente, me aconseja que vaya a un lugar del que me recelo yo mucho. Y díceme él que no haya recelo ninguno; que antes tomaría él la muerte que yo tome ningún daño. Y ahora, ruégoos que me aconsejéis en esto.

-Señor conde Lucanor -dijo Patronio-, para este consejo mucho querría que supieseis lo que aconteció a un ciego con otro.

Y el conde le preguntó cómo había sido aquello.

-Señor conde -dijo Patronio-, un hombre moraba en una villa y perdió la vista de los ojos y fue ciego. Y estando así ciego y pobre, vino a él otro ciego que moraba en aquella villa, y díjole que fuesen ambos a otra villa cerca de aquella y que pedirían por Dios y que habrían de qué mantenerse y sustentarse.

Y aquel ciego le dijo que sabía que en aquel camino de aquella villa que había pozos y barrancos y muy fuertes pasadas: y que se recelaba mucho de aquella ida.

Y el otro ciego le dijo que no hubiese recelo porque él se iría con él y lo pondría a salvo. Y tanto le aseguró y tantas pros le mostró en la ida, que el ciego creyó al otro ciego y fuéronse.

Y desde que llegaron a los lugares fuertes y peligrosos cayó el ciego que guiaba al otro, y no dejó por eso de caer el ciego que recelaba el camino.

Y vos, señor conde, si recelo habéis con razón y el hecho es peligroso, no os metáis en peligro por lo que vuestro pariente y amigo os dice, que antes morirá que vos toméis daño; porque muy poco os aprovecharía a vos que él muriese y vos tomaseis daño y murieseis.

Y el conde tuvo éste por buen consejo e hízolo así y hallóse en ello bien.

Y entendiendo don Juan que este ejemplo era bueno, hízolo escribir en este libro e hizo estos versos que dicen así:

Nunca te metas do hayas malandanza
aunque tu amigo te haga seguranza.

El árbol de la vida [de Inma Ferre]

El árbol de la vida

Inma Ferre

Reinaba en la estancia un profundo silencio. Marta, sentada en una hamaca, se balanceaba sigilosamente. En sus serenos rasgos se reflejaba la paz. Volvía, tras muchos años de ausencia, al lugar donde vio la luz por vez primera.

Entreabrió los ojos y, a través del visillo, miró el árbol que siendo niña plantara con la ayuda de su padre. Era tan alto que apenas dejaba entrar el sol por la ventana.

Siguió balanceándose en la vieja hamaca. Cerró los ojos y se dejó invadir por los recuerdos. Aquellos recuerdos que, de vez en cuando, acudían a su memoria; y se preguntaba qué hubiera sido de su vida de no haberse dejado llevar por la imposición de aquella madre fuerte de carácter y que, sin duda con la mejor intención, manipuló su existencia.

Dejó volar la imaginación y, como en una película, fueron pasando escenas de su corta adolescencia. Le dolía profundamente. Agitó la cabeza, negándose a seguir recordando tiempos pasados.

Se levantó de la hamaca y se dirigió al dormitorio. Se vio reflejada en el espejo del armario. Ya su imagen no era la que le devolvían tiempos pasados. Pegó la cara al cristal del espejo hasta aplastarla, queriendo sacar la niña que aún seguía llevando dentro. Se apartó bruscamente. Buscó el árbol con la mirada para convencerse de que, para alcanzar aquella altura, tenía que haber pasado muchos años.

El chirrear del viejo portón del jardín le hizo estremecerse. Buscó un claro entre las ramas del árbol para ver quién venía a romper el silencio de la casa y de su monótona vida.

Se le iluminaron los cansados ojos y una mueca de felicidad inundó su rostro. Andrea y Mario corrían hacia la casa. Eran sus dos nietos menores. Se disputaban cuál llegaría primero a darle un beso. Traían en las manos unas pequeñas semillas para sembrarlas al cobijo del gran árbol.

Los niños no imaginaban el sentimiento que para ella tenía aquel pequeño gesto. Pensó que, al igual que nadie sabía el significado de aquel viejo árbol que, para los demás, era casi molesto por su gran altura, pero que en verano se agradecía tanto su sombra y servía de refugio para tantos pajarillos que, con sus trinos y revoloteos, daban vida a las mañanas y las tardes de la vieja casa.

Tampoco nadie sabría en el futuro, cuando crecieran dos pequeños arbolitos al abrigo del viejo árbol, que eran cuatro generaciones de amor.