LA SOPERA DE PLATA (de Inma Ferre)

LA SOPERA DE PLATA

San Miguel de Cabo de Gata, marzo de 1918. Un tremendo temporal hace encallar al Perseveranza, un barco de origen genovés. Toda la tripulación es socorrida por los pescadores del pueblo, hospedándose en la única fonda que existe en San Miguel; menos el capitán, que es invitado a alojarse en casa de mis padres.

Yo había nacido apenas una semana antes, con lo cual toda la familia preparaba mi bautizo. El capitán debía de sentirse tan integrado que le sugirió a mi padre que si él era el padrino, pondría a mi nombre una de sus naves, puesto que no tenía hijos. Pero mi madrina iba a ser mi abuela paterna y mi padre jamás le daría ese disgusto a su madre. En fin, ¡me quedé sin barco! Yo pienso que mi padre no se creyó mucho al genovés.
Sin embargo, antes de marcharse le entregó a mis padres en testimonio de gratitud una sopera de plata, con el escudo genovés, sopera que siempre estuvo en el comedor de mis padres. Cuando yo me casé la sopera vino conmigo y ahora tiene un lugar destacado en casa de mi hija.
Mis nietos ya conocen la historia de la sopera y espero que ellos también sigan transmitiéndosela a sus hijos como vínculo familiar.
Estoy convencida de que nunca pensaría el capitán genovés que sería, durante tantos años, recordado y su regalo tan querido y apreciado en nuestra familia.

La noche estaba llorando (de Ángel Dámaso Soto)

La noche estaba llorando

Un rayo de luz gritaba. El perro desesperadamente ladraba sin saber qué le pasaba. Un aire espeluznante, de un fuerte golpe, rompió el cristal de la ventana.
Su intuición le decía que la noche estaba llorando. Sus oídos sentían las lágrimas caer en el tejado. Sentía algo raro, pero no sabría explicarlo.
Quiso comprobar si algo había cambiado. Olvidó sus miedos. Abrió la puerta de par en par.
Quedó en silencio, mas pudo comprobar que el mundo, por desgracia, continuaba igual: nada había cambiado. La noche vestía de negro.
Presintió que el cielo estaba llorando por él.

ÉRASE UNA VEZ…(de Inma Ferre)

Érase una vez…

No es una pesadilla ni un cuento de terror. Ocurrió en nuestro planeta. Este se vio amenazado, pues las personas que en él vivían no eran conscientes del daño que le estaban causando.
Mandaban naves a otros planetas. Contaminaban los ríos, los mares, los acuíferos. Todo estaba lleno de plásticos. Los aviones, las fábricas y los automóviles emanaban gases muy contaminantes. Pero la gente vivía muy bien y seguía ajena al problema que estaba causando.
Hasta que llegó un día que el planeta estuvo tan herido que comenzó a sangrar y sus gotas llegaron a la Tierra que, como estaba tan contaminada, se fueron convirtiendo en virus peligrosísimos. La gente moría y enfermaba a gran velocidad. Los médicos y enfermeros trabajaban sin descanso.
La gente tuvo que encerrarse en casa mucho tiempo. Las calles se quedaron desiertas. Los establecimientos cerraron. Eran ciudades fantasma. Pero lo peor fue que las familias se quedaron incomunicadas: los abuelos no podían ver ni abrazar a sus nietos, ni los hijos a sus padres. Muchos ya no volverían a verse.
La gente empezó a darse cuenta de lo importante que es el cariño de la familia y a querer la Tierra, pues de ella salían los alimentos, que era lo único que ahora necesitaban. Agradecían a tantas personas que hacían llegar la comida cada día a sus casas, aún poniendo en riesgo sus vidas.
Pasó el tiempo y, poco a poco, la gente fue saliendo de las casas. La pandemia estaba pasando. Las ciudades estaban limpias de contaminación. Se veían y escuchaban los pájaros, los árboles estaban más verdes y el cielo más azul. Y la gente se dio cuenta y empezó a valorar lo importante que es la Naturaleza; que se podía vivir haciéndole menos daño; y que lo trascendental es lo más cercano.
No hace falta ir a la Luna, es más bello contemplarla desde la Tierra ¡y bastante más barato!

Habrá un antes y un después [de Juan Romero Moyano]

Habrá un antes y un después

-Juan Romero Moyano-

 

Sí, en esto que llamamos la Tierra se ha producido un crack monumental, un caos que ha desequilibrado todos los parámetros que rigen la marcha de este mundo.

Esta situación la ha producido ese bichejo infernal de grosor apenas unicelular, imperceptible, que sin armas nos ha cogido a todos y está aplastando a media humanidad.

Llegó la alarma, el confinamiento en ese «totum revolutum» que produjo la depresión generalizada, fallecimientos, ingresos en UCI, contagios, etc.

Yo, los primeros días de confinamiento, me asomaba a la ventana al amanecer, como siempre venía haciendo: silencio total, ni vestigio de humanos, la imaginación volaba mi escasa visión. Parecía que algún ovni nos hubiera visitado y hubieran abducido a todos nuestros congéneres. Esta imagen no se me ha borrado todavía.

En mi largo peregrinar, y soy viejo, recuerdo lo más parecido: corría allá por los años cuarenta, sobre los once añitos, en Alhucemas (Marruecos), donde vivía, se desató una epidemia de tifus y como medida preventiva me recuerdo pelado al cero, y así todos los niños del pueblo. Las niñas con el pelo muy cortito a lo garçon (¡vaya palabreja francesa que adoptaron!). ¿El motivo? Que la enfermedad la producía un piojo y la bautizaron como el «piojo verde».

En el año cincuenta y siete viví una epidemia de gripe muy agresiva. La denominaron «la asiática». Aspirina, bebidas calientes y un poquito de coñac: en cinco días como si hubieras recibido un palizón y a la calle.

Hasta aquí he expuesto una visión retrospectiva desde un punto de vista no muy alarmante de este fenómeno en la salud, que nos tiene a medio mundo -y al otro medio también- preocupados… es poco: ¿Atemorizados?

Como sea, estamos a mediados de septiembre y ya mi moderado optimismo se ha tornado en unas expectativas más pesimistas. Llega el otoño. Nuestro enemigo secular, la gripe, está a la vuelta de la esquina y se me ponen los pelos de punta de pensar que se alíe con el bichejo.

Creo que los investigadores, científicos, especialistas en epidemiología, etc., empezarán una frenética lucha contra el tiempo para descubrir y poner en marcha lo antes posible la vacuna, única arma para combatir esta pandemia. Según el CIS, en un primer sondeo al ciudadano de a pie, solo el 40% estaría dispuesto a ponérsela.

Y por último, pido a Dios -o a quien proceda- que vaya acabando con tantas desgracias en el género humano: los daños colaterales, laborales (millones de parados, ERES, ERTES, etc.), económicos (ausencia del turismo, cierre en la hostelería, bares…). En fin, hundimiento total de la riqueza y economía del país.

Voy a emitir una opinión: para los políticos un cero, deberían haberse unido en la lucha contra la terrible pandemia en vez de dedicarse a censurar los fallos y errores de los que están en frente. Por lo trascendente de este gran suceso, insisto en que, a partir de hoy mismo y hasta sine die, siempre habrá un antes de y un después de.

Perdonad por atreverme con un tema tan difícil y escabroso. Es la opinión de un viejo terrícola.

 

Almería, septiembre de 2020

 

Memoria de Montejícar 2/2 [de Ana Redondo Valdivia]

Memoria de Montejícar

(y DOS)

 

Todo el pueblo en la boda

 

Antes, cuando mis tías, las bodas eran en las casas: hacían una canasta o dos de galletas y de roscos y compraban dos o tres garrafas de vino y eso era la boda.

En las bodas, lo invitaras o no, allí todo el pueblo iba. Luego, el que tenía, lo celebraba en un bar grande que había. Y las viejas llevaban una faltriquera y se guardaban todas las galletas, las almendras peladillas, todo eso.

Antes tampoco se iba de viaje de novios. Como mucho se iba unos días a Granada lo más lejos, a una pensión. Ni hoteles ni nada. Y cuando se casaban algunos y se quedaban en su misma casa, se juntaban todos los mozuelos del pueblo allí en la puerta a ver si escuchaban algo. ¡Era un cachondeo! Toda la juventud iba a la puerta a ver si sentían algo.

 

Cencerradas a los viudos

 

Cuando se casaba o juntaba una viuda le daban la cencerrá, que era que, cuando estaban durmiendo por la noche, todas las noches les daban la cencerrá para no dejarlos tranquilos. Iban los mozuelos con cencerros y cogían muchas latas y las ponían en una guita, con cazuelas y almireces tocando, pin-pin-pin, toda la noche un jaleo que no los dejaban dormir.

 

Necesidades verídicas

 

En aquel tiempo había muchas necesidades en toda España y casi toda la gente vivía así. Puedo contar muchas cosas.

Había una familia que era muy pobre y a un hijo se le perdió un zapato en el río. La madre no tenía para comprarle otros zapatos. Entonces la madre cogió y con una tela que se llamaba lienzo de ese muy fuerte le hizo como una bolsa, como una talega, se la ataba a los pies con una cuerda y así andaba. Por eso le decían «el niño de la talega» porque llevaba los pies con dos trozos de trapo muy recio porque no tenía zapatos.

Había uno que era tonto, pobrecillo, y fue a la mili. Lo llevó su padre a Guadix, porque tenían que presentarlo para la mili. Y entonces dijo: «Papa, que me estoy cagando». Lo llevaron a un váter y entonces dijo: «Papa, ¡que yo no cago en la cazuela! Que yo no quiero en la cazuela cagar, que yo quiero cagar en el cubo que tiene mi mama en el pajar».

Como no tenían váter, él no había visto un váter en su vida y, cuando lo vio blanco, decía que era una cazuela de guisar.

Todo lo que estoy contando son cosas verídicas, no son chistes. Porque mi abuela y mi madre, que murió con noventa y tantos años, me contaban muchas cosas.

Había una familia que eran todos muy pequeñillos, el padre, los hijos todos muy pequeñillos. Vivían en un cortijillo. Y sembraban, y tenían dos caballos para arar, que eran los caballos más grandes que ellos, yo no sé cómo se podían subir.

Cuando venían al pueblo, todos traían el mismo sombrero y la misma chaqueta. La chaqueta era para todos, para el padre, para el hijo, para el otro, para todos. Todos venían con la chaqueta los domingos al pueblo, o cuando venían a comprar algo, con la misma chaquetilla, porque les venía bien a todos la chaquetilla y el sombrerillo. Venían ellos tan resultantes, pero no podían venir todos a la vez, solo uno.

No tenían camas ni nada, eran muy pobres. Dormían en fardos de farfollas. Eran pobres y muy chiquitillos, pero muy trabajadores. Trabajaban unos terrenillos que tenían y con eso vivían.

Otra muchacha de familia muy pobre, con muchos hermanos y sin dinero… era muy presumida, pero muy pequeñilla. Era mozuelilla y le gustaba ir arreglada. Pero no tenía zapatos de tacón, ni para pintarse, ni nada.

Buscaba unas piedras así como tacones y se las metía en los zapatos para que parecieran tacones y fuera más alta. Una piedra planilla, pero fíjate lo tierna que estaría. Los labios se los pintaba con el cartón de una caja de medias que vendían, que le llamaban Eugenia de Montijo, y que la caja era roja. Mojaba el cartón en agua y se daba por los labios para que se le pusieran rojos e iba tan contenta.

Y como antes le gustaban a todo el mundo muy hermosas, la que era muy delgadilla, que no tenía tetas, hablando en claro y español, se metía como unos fajoncillos que había debajo del sujetador para que la armara, porque antes no había sujetadores rellenos. Una fue a un baile y entonces se metió unos fajones y, bailando, se le cayó un fajón al suelo y se le quebró: se quedó con una teta sí y otra no.

Una mujer que tenía alzhéimer y el síndrome de Diógenes que dicen ahora, que antes no se sabía, iba por la calle con una bolsa recogiendo todos los papeles de la calle, porque decía que eran billetes y los metía en un arca que tenía, en un arcón metía todos los papeles que se encontraba por el pueblo.

Otro, pobrecillo, ya con veinte años, ¡más guapo que era!, llevaba una caja de cartón e iba con una guita arrastrándola, como si fuera un carrillo, por la calle. A todo el que se encontraba le decía: «Primo, primo; dame un cigarro». Le gustaba mucho fumar. Y la gente le daba cigarros, porque era muy bueno y la gente lo quería mucho.

Iba a la fábrica de harina todos los días y el dueño, que era bueno, le daba un duro. ¡Un duro antes…! Iba a por el jornal, decía: «Que vengo por el jornal» y luego se lo llevaba a su madre. Y venía con su cajilla de cartón, con los palillos y todo lo que se encontraba por el camino. Y llegaba y decía: «Mama, que ya vengo de trabajar, que te traigo el jornal». Y todos los días le daba un duro. Y se echó una novia y le decían: «¿Tienes novia?» y decía: «Sí», y le decían: «Y ¿qué le has visto?» y decía: «¡El pandero de cuatro libras!».

Había unos que también estaban muy mal y tenían a un hijo que estaba malo y allí a los niños por las mañanas era leche con café, pero café de ese de cebada. Y a uno que estaba malillo, la madre le echó un muslo de pollo con caldo y le puso muchas sopas. Y otro hermano dice: «Mama, ¿esto para quién es?». Estaban todos esmayaícos.

La madre le contestó: «esto es para el hermanico, que está malillo» y él le dijo: «Madre mía, ¡qué soponcios!», queriendo decir que eran muy grandes. Entonces le dijo la madre: «Bueno, pero hoy había más y te he guardado otro platico igual para ti». Y, cuando vio su plato, dijo: «¡Huy, mama, vaya sopilinas, qué chicas!». ¡Fíjate!

 

La ropa, hecha por las madres

 

Hemos pasado mucho en los pueblos. Y yo medio era una privilegiada, porque no he tenido hermanos, he sido sola y, entonces, entre mi madre y mi abuela me compraban zapatillos y cosas. Yo no era de las que iban mal. Mi madre me hacía los jerséis y de todo, con las agujas de punto. Yo no era de las que iban sin ropa.

Porque había algunos que se tenían que acostar, lavarle la ropa y secársela en el fuego, en la lumbre, para a otro día vestirlo.

Antes los sujetadores nos los hacían las madres con tela, eran para sujetar nada más, no como ahora, que realzan. Antes se ponían lana, o trapos o fajoncillos.

Las combinaciones, las sayas como les decían, nos las hacían las madres con un encajillo abajo, de tela, todo lo hacían de tela. No había dinero para comprar cosas. ¡Pero si es que tampoco había cosas!

Había refajos, porque hacía mucho frío en invierno. Y había como una saya, pero era de punto, como un vestido ahora de verano, pero en punto, que te lo ponías debajo del vestido para que te abrigara. Porque tampoco había pantalones, era nada más que faldas y calcetines de aquellos que había hasta la rodilla. Y zapatos de goma, que cuando llovía ibas andando e ibas haciendo flin flin flin.

 

Expresiones populares

 

Entonces decían: «Madre, mi hija ha hecho una cachirolá, pero que ha metido una de embodrios», o sea, que había hecho una comida muy grande y le había echado verduras y cosas de esas, a lo mejor habichuelas verdes o habas o cosas de esas. Y decían: «Con los embodrios que le ha echado a la cachilorá, ¡quién se va a comer todo eso!». Eso se escuchaba de las ancianas, porque antiguamente ponían un cocido y solamente le echaban un hueso y un trozo de manteca, si había carne, y si no, pues no había carne.

Cuando uno era muy pobre, que pasaba hambre, o se había quedado en la ruina, decían: «Ese se ha quedado escuchando donde guisan».

Allí todo el mundo se conoce por el apodo, por el nombre no se conoce a nadie. Y hay un «Juan Cagueta», «el Despingucho», «la de Coño-Coño», «el Carrizo» y sus hijos «los Zambombillas», «Pasoslargos», «los Mellaos», «la Pitra», «el Larizo», «Tragabolas», «el Pichicas», «las Emparrillás», que quiere decir ‘que no tienen dinero’, aunque eran ricas, pero se ve que no se gastaban ni andando… ¡Fíjate!

 

Memoria de Montejícar 1/2 [de Ana Redondo Valdivia]

MEMORIA DE MONTEJÍCAR

(UNO)

-Ana Redondo Valdivia

 

Montejícar

 

Yo nací en Montejícar, un pueblo de la provincia de Granada, a sesenta quilómetros de la capital y otros sesenta de Jaén, a medio camino. El pueblo era pequeño, un pueblo pobre, de tierra, que la gente toda trabajaba en el campo. Había olivos, almendros y se sembraba mucho trigo, cebada y una cosa que se llama yeros o berza (para que comieran las cabras), garbanzos y cosas de esas, cosas de secano.

Había terrenos al lado del río para sembrar hortalizas, pero era casi todo montaña, de secano. Al río le llaman de la Fuente Cabra, que va al río Guadahortuna. Hay un nacimiento y un caño de agua, que está cayendo siempre, de día y de noche. Allí había unos pilones que es donde bebían los caballos, los burros, las cabras… todo eso.

Era un pueblo normal, de trabajadores, pero había algunos riquillos que tenían muchas tierras. Iban todos los hombres a la plaza, a buscar trabajo, y entonces le decían: «Tú te vienes conmigo, tú conmigo, tú conmigo…». Trabajaban así: iban a la plaza y les salía trabajo a los hombres para un día, para dos, para tres, para lo que fuera. Decían: «Vamos a segar la cebada, vamos a cortar olivos, vamos a esto… y así».

Se levantaban muy temprano, venían corriendo y ya la mujer o la madre le tenía preparada la talega con la comida. Antes no había cestas ni bolsos, era una talega de tela. Le echaban un trocillo de chorizo, salchichón, un huevo cocido, lo que había… Y se iban a trabajar hasta la noche, que volvían.

En Montejícar había una escuela y un colegio de monjas, las monjas de Cristo Rey estaban allí. Ya las han quitado. También había cine y una iglesia muy grande, de san Andrés, que es preciosa, parece una catedral, porque es de piedra por dentro. Y luego hay una ermita en todo lo alto, la Virgen de la Cabeza, que está en un cerro y es la patrona del pueblo. La bajan en mayo, para rezarle el rosario, y luego en las fiestas, que hacen moros y cristianos. Antes eran con caballos, pero ahora como no hay tantos caballos, van andando. Se visten y pelean en la plaza con las espadas. Y eso todos los años. Yo me acuerdo de pequeña que me llevaba mi madre, y sigue la tradición esa.

 

Juegos en la calle

 

Mi madre me tuvo a mí en 1947, ya con treinta y tantos años. Y recuerdo que los niños estábamos todo el día en la calle, jugando, en los ríos, en las pozas.

Dinero teníamos muy poco, nada. En las fiestas a lo mejor nos daban una peseta para los columpios. Nos montábamos en los columpios con dos reales y los otros dos reales eran para un helado y eso era lo que nos daban las abuelas o… Porque yo me quedé con un año sin padre y a mi madre no le quedó pensión ni nada, nada; y se tuvo que ir a la casa de mis abuelos hasta que yo tuve tres años y entonces, cuando ya tuve tres años mi madre se puso a trabajar.

Mis abuelos no tenían mucho, pero ellos nunca han pasado hambre ni nada. Siempre tenían sus conejillos, sus gallinas, su marranillo para la matanza.

Tenía un primo hermano de mi misma edad y era muy traviesillo, porque se iba a los huertos a jugar, y yo siempre me iba con él, porque éramos de la misma edad, y siempre estábamos jugando. En los árboles atábamos cuerdas y hacíamos meceores.

Una vez iba una niña de estas ricas con un helado muy grande y nosotros estábamos locos por un helado y ¿qué hicimos? Se lo quitamos y nos metimos en un portal y entre los dos nos lo comimos. ¡Fíjate!

En invierno jugábamos en las casas, porque allí nevaba mucho. En invierno había veces que llegaba a medio metro la nieve. Ya no pasa, pero antes… =tener que hacer con una pala un carril para poder ir a las tiendas o por agua! Ahora ya porque hay agua y todo; pero cuando yo era pequeña no había agua en las casas ni nada.

 

Cargada con un niño gordo a la escuela

 

Con trece años me fui a Granada a trabajar, a cuidar a unos niños del médico del pueblo. Mi madre estaba de cocinera con el médico; y entonces él le dijo: «Me voy a llevar a tu Anilla para que juegue con los niños» y mi madre le dijo: «Si mi niña tiene trece años, si no sabe hacer nada» y él: «No, si no es para hacer nada; si es para que juegue con los niños».

Así que me fui con ellos y mi primer sueldo fue de trescientas pesetas al mes, por cuidar a los niños. Estaban en el pueblo, pero tenían en Granada un chalé y a veces se iban allí y yo me quería ir porque iban a Motril a la playa y yo no había visto nunca la playa. La primera vez que vi la playa fue con trece años.

Cuando estábamos en el pueblo, yo tenía que llevar al niño al colegio y el niño pesaba más que yo, y lo tenía que llevar en brazos. Entonces no había coches de niños. Era un niño muy gordo y yo con trece años… ¡Ya ves! Yo me echaba al niño a la cintura. Me lo espatarraba en la cadera como si fuera un saco de paja, una pierna para un lado y la otra para el otro, así en la cadera. Si no, no podía con él. Allí estuve hasta que ya me busqué un trabajo.

 

Paseos para acá, paseos para allá… y bailes

 

La forma de divertirse entonces era ir desde la iglesia hasta donde paraban unas alsinas que iban todos los días a Granada a llevar gente, en la Calle del Medio que le llaman, desde la iglesia hasta las alsinas… paseos para acá, paseos para allá. Comprábamos pipas, comprábamos cacahuetes, caramelillos, lo que había… y para acá y para allá, paseando y esa era la diversión.

Cuando mi madre era joven, los bailes los hacían en las casas. Eran guitarras, acordeones y mandurrias. Pero cuando yo fui mozuelilla los hacían en una verbena, un salón grande, y en las fiestas y el día de la Virgen, en navidad siempre venían orquestas y eran tres días de verbena, de bailar. Había una verbena con conjuntos que tocaban y las niñas bailaban.

Había como un patio muy grande y todas las madres sentadas allí fuera tomando una cerveza, un vino o lo que fuera, y las niñas dentro, pero por los cristales nos veían bailar.

También en la plaza traían conjuntos y bailes, y todos los viejos y todo el mundo bailando. Los bailes eran agarraos, agarraítos, bien lentos, las canciones que había por aquellos tiempos: Los Sírex, Fórmula V, Los Pekenikes… Los que eran muy tímidos, que les daba vergüenza pedir a las niñas, se ponían en la barra, vaso de vino va y vaso de vino viene hasta que se emborrachaban.

Además del baile, en la calle ponían casetas de tiro, churros con chocolate, turrón, vinillos… Después traían al Bombero torero, pero cuando yo solo había el baile en la plaza y se acabó

 

Esperando en las esquinas

 

Para los noviajes, cuando yo era jovencilla, los muchachos se ponían en las esquinas esperando a que salieras a algún mandado para ir contigo, porque las madres no nos dejaban. Entonces, se ponían en la esquina hasta que salías; cuando salías pues detrás de ti a ver dónde ibas. Así se intentaban conquistar, porque en la casa hasta que no éramos mayores no dejaban.

 

Con una silla al cine y un gato al circo

 

Cuando yo era pequeña iba al cine con mis primas. Pero siempre venía una mayor, una madre o una hermana mayor. Solas no nos dejaban ir.

El cine no era muy grande y cuando había película famosa teníamos que llevarnos una silla de casa, porque si era una película bonita iba toda la gente y faltaban sillas, no había. ¡Como no había otra cosa nada más que el cine!, que echaba solo el jueves y el domingo.

Cuando a la plaza venía circo, todo el mundo tenía que llevarse también una silla de su casa. El circo venía una vez al año, pero circos de estos sin animales ni nada, circos de estos de acrobacias, por escaleras, que cantaban, de payasos… cosas de esas. Que no eran circos de trapecios ni nada de eso.

Una vez vino un circo, que le llamaban «Circo Monumental», a Guadahortuna, que está a diez quilómetros de Montejícar, y era un circo muy grande, que eso en los pueblos pequeños no los ponen. Pero venían de Jaén y pararon a descansar y vino una furgoneta a nuestro pueblo anunciando que actuaban.

Toda la gente fuimos andando al circo, diez quilómetros andando para allá y otros diez para acá, porque el circo traía muchos animales. Y como valía dinero entrar, el que no tenía dinero llevaba un gato y lo dejaban entrar gratis, para echárselo a los leones. Eso ya está prohibido, pero entonces los gatos que estaban por las calles pasaban peligro. Si le llevabas un gato no te cobraban la entrada. ¡fíjate!

La boda [de Manuel Alonso Pino]

La Boda

-Manuel Alonso Pino-

 

El curso estaba acabando. Este año estábamos ubicados en tres sitios distintos de Almería, pero coincidiríamos en Níjar posteriormente. Poco a poco nuestros cursos fueron acabando y nosotros dirigiéndonos a Níjar. conforme acababa el curso, regresábamos a Níjar con alegría para pasar el verano.

Inicialmente hubo uno mas atrevido: cogió su DKW y, aunque no tenía carnet de conducir, quiso darse su vuelta. Sin embargo, en la primera curva, chocó por la derecha con la pared, que resultó ser de un estanco; y la parra que, por estar en un pueblo tradicional, salía del suelo y llegaba al terrao donde se expandía, fue partida.

El conductor le dijo a la dueña:

-No te preocupes, Matilde, que esto son cuatro ladrillos tabiqueros.

Pero Matilde le contestó al audaz conductor:

-No. El destrozo del balcón no se arregla con cuatro ladrillos tabiqueros.

Fuimos recibiendo a los nuevos, pero coincidíamos en que todos éramos adolescentes. Y la adolescencia lleva a las hormonas a sumar más presión. Éramos los controladores de Níjar desde nuestro centro de referencia en el parque.

Desde allí controlábamos tanto subidas como bajadas del personal. Pero en el jardín cercano, algunos esperábamos nuestras visitas.

Además, era camino de paso para los que bajaban de Huebro hacia Las Eras. Un novio, en su visita diaria, se paraba con nosotros a completar la charla. Total, que fuimos cogiendo amistad y nos invitó a su boda en Huebro. En principio no íbamos a ir porque nos coincidía con un partido de fútbol en Campohermoso, pero después de pensarlo mucho decidimos ir a la boda. Para el partido nos desplazaríamos en bicicleta puesto que todo era cuesta abajo y no sufriríamos demasiado.

Llegó el día de la boda y ascendimos a Huebro a pie. Delante de nosotros iba un motorista que no debía de conocer muy bien el camino puesto que, aunque nosotros íbamos a pie, cada vez estábamos mas cerca de él y, entre nosotros tres, íbamos haciendo comentarios de que al final lo pillaríamos. A la postre, el motorista dejó la moto en el camino porque no podía subir más y conseguimos llegar a la vez que él. Dirigiéndonos después a la iglesia donde se celebraría la ceremonia, una iglesia pequeñita pero coqueta.

Una vez acabada la ceremonia, nos dirigieron al domicilio de la novia, pasando bajo las arboledas de la plaza de Huebro. En el convite cogimos amistad con el motorista y nos ofreció su moto para volver mas rápido a Níjar y poder asistir al partido en Campohermoso.

Los tres iniciamos el camino de vuelta. Al llegar junto a la moto, nos subimos en ella. El conductor debía de ser el más atrevido. En este caso fue Paco Camacho.

No nos habíamos desplazado diez metros cuando nos caímos. Había muchas piedras sueltas en el camino. Tuvimos que seguir andando para poder llegar a tiempo a Campohermoso. Cuando conseguimos regresar a Níjar, cogimos nuestras bicis y fuimos haciendo el camino alegremente y casi adelantamos a los coches precedentes.

Con este ambiente festivo disputamos el partido de fútbol. El resultado fue 1-1. Por suerte, el viaje de vuelta fue plácido y tranquilo, aunque estábamos cansados.

 

Conato de secuestro [de Ginés Bonillo]

CONATO DE SECUESTRO

-Ginés Bonillo-

Cuando ya nos dirigíamos a una de las cajas del supermercado para pagar, mi mujer (como siempre, o como casi siempre) recordó algo que había olvidado e iba a dejarme a solas y sin respuestas ante el toro de la cola, expuesto a las preguntas insidiosas de las seguidoras (“¿Está usted en la cola o no? ¿Por qué no avanza?”), que parece que huelen sangre, que te adivinan la debilidad de que en el fondo estás rezando para que pase el tiempo y venga tu mujer con lo que ha olvidado, pero no captan –con lo listas que son- la gran debilidad, la visión reducida, que te aísla.
-Busca –me dijo- una caja que tenga poca fila y ponte, que yo voy en un periquete por un bote de orégano.
-Seguro –me dije- que de camino recuerda un par de cosas más y me tiene un cuarto de hora con el agua al cuello en la caja y algún insidioso al que le molesta que dejes medio metro entre tu carrito y el culo del cliente que te antecede.
Con una mano iba empujando el carrito con la compra y con la otra agarré a nuestra hija, que a veces se detenía y me veía obligado a tirar de ella un poco.
En un momento determinado la niña se soltó de mi mano y yo empecé a buscar alrededor sin mirar atrás, pensando que no debía de haberse alejado mucho; y, efectivamente, al instante encontré su brazo y la sujeté fuerte por la muñeca. Ella debió de sentir la presión de mi mano y forcejeaba por liberarse de nuevo. Yo la retenía con mayor fuerza. Pero la jodida de la niña se rebelaba y se aferraba al suelo como si fuese un árbol.
Yo me planteaba qué imagen iríamos dando: una caballería tirando de un arado clavado en la tierra, dejando un surco. Pero me daba igual: seguí tirando de la niña; todo menos perderla de nuevo.
Aquella situación se mantuvo varios minutos. Y la jodida de la niña cada vez más atascada y rebelde. Pero yo me obstiné y no la solté.
Ya me puse en una cola. Y la niña forcejeando por soltarse.
En ese instante oí por megafonía un mensaje para los clientes:
-Atención, por favor. En Información General se encuentra una niña que dice tener casi tres años, que se llama Alba, que su mamá se ha perdido y que su papá se ha ido con otro niño.
Miré instintivamente hacia atrás y, horror, retenía asido de la mano a un niño de unos cinco años que bregaba por soltarse. Al lado, un señor se reía comprendiendo la situación. Debía de ser el padre del pobre niño.
Dejé el carrito y me encaminé de inmediato hacia Información General. Llegamos a la vez mi mujer y yo, sobresaltados , y allí estaba (según entreví) bien tranquila, sosegada, como una reina, pintando y de palique con las empleadas del supermercado, la jodida de la niña. ¡Y yo expuesto a ser acusado de intento de secuestro! ¡Para matarla…! ¡De mayor, seguro que no se acordaría del rato que acababa de hacernos pasar!

El pueblecito [de Ángel Dámaso Soto]

EL PUEBLECITO
-Ángel Dámaso Soto-

Hacía un frío de mil demonios. Por otra parte, se encontraba un poco irritado porque había olvidado cambiar las escobillas del limpiaparabrisas el sábado anterior.

Lo cierto es que en Almería suele hacer mucho viento cualquier día del año, pero lo que es llover… no llueve ni en sueños.

¡Vaya sorpresa se llevó esa mañana! Porque no es precisamente que estuviera lloviendo -¡qué puñetas!-… lo que estaba era diluviando.

Con muchísima precaución, con su auto llegó a ese lugar, o mejor dicho llegó a ese pueblecito, nombre que con los años ha tomado ese bonito lugar.

Sin perder tiempo alguno aparcó su automóvil y se puso en contacto con su presunto nuevo cliente, que esperaba en el bar de la plaza Mayor.

Después de los mutuos saludos de cortesía, ocuparon una mesa, solicitándole al camarero una botella de Rioja, eso sí, debía ir acompañada de un buen plato de queso con jamón. Ese primer trago de vino fue más que suficiente para aliviar el frío que sentían sus huesos.

Por otra parte, a ese supuesto cliente no lo conocía de nada, tan sólo tenía buenas referencias por un amigo común.

El motivo de tal reunión era evidente: pretendía venderle para el negocio que tenía ese señor una envasadora.

Cuando empezó a hablar del tema ocurrió algo curioso, su propio instinto de vendedor le hizo recapacitar… –“No, no, no”, se dijo en voz baja-. Intuyó que no iba por buen camino.

Comprendió, como todo buen vendedor, que necesitaba urgentemente de estrategias, ya que no habían pasado dos minutos de conversación, y ya estaba notando que éste señor no estaba interesado por su maquinaria. Fue entonces cuando su instinto de vendedor hizo su trabajo.

Con gran maestría desvió la conversación y, con suma habilidad, provocó que su trabajo de comercial lo hiciera el cliente.

En modo alguno intentó venderle su producto, todo lo contrario: Juan, que era el nombre de su pretendido cliente, se lo debía comprar a él.

La verdad es que el resultado es el mismo, pero es muy diferente, aunque a más de uno le cueste entenderlo.

El negocio iba viento en popa: todo estaba saliendo según lo previsto.

Durante éste tiempo estuvo ajeno a todo aquello que no estuviera relacionado con su objetivo prioritario…que no era otro que vender su maquinaria.

Su falta de atención fue precisamente el motivo que originó algo gracioso, que a la vez le hizo pasar un mal rato.

Juan, su ya nuevo cliente, tenía dos manos ortopédicas. Aun así, este señor se manejaba en cierto modo bastante bien.

La copa de vino la cogía con mucha facilidad e, incluso, el jamón y el queso lo pinchaba con un tenedor que magistralmente utilizaba.

En definitiva, era un señor que había sido capaz de romper sus propias barreras, y de barreras precisamente no quiero hablar…De otras barreras también yo sé hoy mucho: ¡Casi na!

Continuaré con la historia.

Fue de pronto cuando su estimado cliente se levantó de la mesa, se dirigió a él y le pidió que por favor le acompañara a los servicios. Sin querer ni poder evitarlo, su cara cambió de color, sus piernas empezaron a temblar, empezó incluso a tartamudear. Juan le miró extrañado y sin mediar palabra empezó a reír. Jamás había visto reír tanto a nadie. Se dirigió al camarero y le pidió urgentemente un vaso de agua temiéndose lo peor. Al cabo de unos minutos, se calmó. Juan le sonrió diciéndole que no se preocupara, tan sólo necesitaba que le abriera la puerta del aseo, solo eso y nada más… Tras una larga carcajada, le dijo que lo demás lo podía hacer él.

Ola de calor [de Ginés Bonillo]

Ola de calor
(Derretibles, S.P.)

El día, de finales de enero, no era de finales de enero, sino más bien de finales de abril o de mayo. Así discurre nuestra tierra por el ciclo anual. Yo había salido a la calle en mangas de camisa, sin el pañuelo rodeado al cuello con que suelo protegerme la garganta, mi punto débil en invierno.
Íbamos apurados de tiempo, como siempre; y como siempre, con la lengua baja, a la altura del pecho. Nada más traspasar la puerta corredera de acceso al azulado hospital, sin dudar un milímetro, nos embistió una llamarada de calor artificial, una bofetada de vaho fornario. Tuve la sensación de que nos iban a hornear allí mismo, tomados por inocentes cochinillos; opté, no obstante, por no despegar los labios para evitar dar pie a ser acusado de homo quejicosus.
Al llegar a la octogonal sala de espera de oftalmología, mi acompañante se sorprendió de que hubiese tantos pacientes y dijo:
—¡Qué gentío para lo tarde que es! No cabe un alfiler. Sólo hay dos asientos libres, frente a la consulta de córnea. Ni que los hubieran reservado para nosotros.
Ya sentados, decidí contravenir las normas de buen comportamiento y me sequé el sudor de la frente y del cuello con un pañuelo de mano. Estaba empapado.
A falta de evidencias visuales, yo captaba cierto rumor de fondo que no se debía a lenguaje articulado, sino más bien a leves suspiros, resuellos, alguna boqueada, algún disimulado e incómodo carraspeo…
—¿Qué se oye? —mascullé, alzando el bigote (con lentitud), arqueando la nariz (con disimulo) y frunciendo el ceño (con e, de estoicismo).
—La gente… —contestó mi acompañante en voz baja, acercándoseme al oído, como si fuese a revelarme un secreto; y, a renglón seguido, exclamó, ya en voz alta—: ¡Qué calor hace aquí!
—Será porque venimos corriendo, como siempre —apunté, subrayando el sintagma comparativo.
—¡No empieces ya!
—¿Es que la actividad física no genera calor?
—No.
—¿Ah, no? —repuse sorprendido.
—No, déjate; que los demás están sudando igual que nosotros y ellos están aquí de antes.
El sudor me brotaba a raudales entre las greñas montaraces de la cabeza; las abominables gotitas concurrían en el altozano de la frente; sin detener su curso, fieles a la impertérrita ley de la gravedad, se bifurcaban para esquivar las erguidas serrezuelas de las cejas; resbalaban, serpenteando aún indecisas, por entre los montículos despejados de las mejillas; hasta precipitarse, ya convertidas en pequeños riachuelos, por los meandros del delta que se extiende por el bigote y la barba abajo y desembocar en el mar del pañuelo que sostenía entre las manos.
Mientras sopesaba la conveniencia de escurrirlo con la debida discreción, me asaltó una idea del diablo.
—¿Estás segura —pregunté— de que estamos en la sala de espera? ¿No estaremos en la sala de calderas?
—¿Qué sala de calderas?
—O una sala de calor —sugerí y añadí—: ¿No dicen que el calor es bueno para el reúma?
—¡Qué sala de calor ni qué ocho cuartos! Además, ¿tú estás aquí por la vista o por los huesos?
—Pues en un balneario o una sauna.
—¡Que no! ¡Tienes unas cosas…!
—Yo no, será el calor, que me hace desvariar.
—Será… —remachó ella sin mucha convicción.
A pesar de verme inmerso en aquel soporífero baño, volvió a invadirme una vieja idea:
—No comprendo —comenté, casi sin aliento— esta manía tercermundista de abusar de los servicios para luego tirarse dos meses o dos años sin ellos cuando se averían o agotan. Que hay calefacción, pues al máximo en invierno… hasta que se avería. Que hay aire acondicionado, pues al máximo en verano… hasta que se agota el presupuesto… ¿Y nadie —inquirí— se queja?
—¿Es que puede quejarse alguien? Si está todo el mundo como el queso fundido —aclaró mi acompañante—. Si vieras… hay gente que se ha desabotonado la camisa hasta casi el ombligo y se abanica con lo que puede. Yo creo que no habla nadie a causa del sofoco del calor.
Sintiéndome vagamente autorizado por la actitud de los demás, me remangué la camisa hasta los codos, no pude más, y me abrí un botón del cuello; al poco, me desabotoné dos; luego, tres…
—¡Huy, huy, pero si junto a la consulta de glaucoma una mujer se ha descalzado y se está quitando las…!
—¡Las qué! —pregunté sobresaltado.
—Las medias… ¿qué va a ser? ¿No he empezado a describírtela por los pies?
—No sé. Pero con este calor, ¡podría ser cualquier cosa femenina!
Mi acompañante no estaba para detenerse en mis florituras lingüísticas-vitales.
—¡Buenooo! —exclamó al instante—. Si vieras…
—¿Qué, quééé?
—Que delante de la puerta de campimetría, un hombre se ha quitado la camisa, pero enterica y la ha tirado al suelo.
—No me extraña. Y, sin embargo, ¡nadie protesta! ¿No podrían bajar la temperatura dos o tres grados?
—¿Dos o tres? ¡Y doce o trece!
—Con lo a gusto que estarán ahora mismo en Siberia los sibaritas, a 20 grados centígrados bajo cero…
—¿Los sibaritas? ¿Qué tendrán que ver los sibaritas con este calor? ¡Ya estás con tus cosas! De todas formas, no lo creas. Seguro que alguno se quejaría, aduciendo que habían olvidado puesto el aire refrigerado desde el verano.
—¡Los turistas quejicosus, que no sé para qué viajan fuera de su zona de confort!
Paulatinamente se iba haciendo más sordo aquel rumor de fondo que no respondía a lenguaje articulado, sino más bien a leves suspiros, cada vez más leves; resuellos y alguna boqueada, cada vez más inaudibles; algún disimulado carraspeo incómodo, cada vez menos velar y más apagado…
Nadie hablaba, ni siquiera se advertía un balbuceo inteligible: “A tal punto ha llegado —pensé— el grado de resignación”.
—Y no citan —me lamenté— a nadie de las consultas. Eso es que no se atreven a salir, o que están esperando a que nos aburramos y nos vayamos, o que dan tiempo a ver si alguno se muere y se lo quitan de la lista sin darle un palo al agua. ¡Con lo que cuesta una campimetría!
—¡Qué cosas tienes! Sigue, tú sigue analizando.
—¿Yo analizando? ¿Qué he dicho?
—Cada vez te pareces más a mi padre.
—Porque tu padre tiene mucha experiencia de vida anudada.
Desde hacía buen rato percibía cómo el sudor… no, el sudor no… los ríos de sudor se deslizaban espalda abajo y se expandían por los calzoncillos. Sentía como si me hubiera orinado encima dentro de un sueño traicionero de madrugada. Al final de la gravedad, los calcetines naufragaban en sudor dentro de los zapatos, bailando como en una pista de hielo. Notaba el cuerpo anegado de agüita licuada, como si nos estuviésemos disolviendo.
Yo creo que, en cierto momento, el calor aumentó, si es que podía agravarse una vuelta de tuerca un escenario tan infernal.
—Con este sofoco —presagió mi acompañante, quizá figuradamente—, más de uno se va a derretir en poco tiempo.
—No hará falta esperar mucho. Yo mismo estoy derritiéndome en sudor ya.
—Y yo —confesó ella en voz baja—. Llevo las bragas que parece que me he hecho pipí encima. Pero alguno se va a derretir de verdad, no metafóricamente. ¡Tú es que no ves, pero si vieras…!
—¿No creas!: No hace falta que vea, ya lo sufro.
Al rato se oyó a nuestra espalda, en el asiento de la otra fila, un ligero burbujeo seguido de un prolongado goteo. Preocupado porque no cesaban ni el glu-glu ni el ton-ton, pregunté:
—¿Qué es eso que se oye?
—No sé… Voy a ver.
Mi acompañante se giró y no pudo evitar la expresión de asco consiguiente.
—¡Aaggg! —y la imaginé abriendo un poco la boca, alzando ligeramente los pómulos, entornando los ojos y concentrando las cejas.
—Pero ¿qué hay?
—Yo juraría que antes había una persona. Pero ahora se ha reducido a un charco asqueroso de fluidos y huesos diluyéndose… ¡Aaggg!, no puedo mirar. Parece el vómito amarillento-rojizo de un borracho. Llevaba una camisa de franela amarilla y un pantalón de pana negro, con una boina a lo Pío Baroja.
—No me extraña. ¿“Amarilla”, has dicho? ¡Pobre Moliere! Pero ¿estás segura?
—Ya lo creo. ¡Y tan segura! Si ese hombre trabajaba de conserje en el colegio al que iba yo cuando era niña. ¡Vaya final ha tenido el pobre, después de aguantar durante años a tanto bárbaro!
De pronto, sin dar lugar a ninguna reacción, se oyó la voz del guarda de seguridad, un tenebroso ululato de búho al acecho en su percha, que solicitaba ayuda seguramente por Walki Talkie:
—Venid rápido a recoger otros restos, que aquí hay dos de última hora que empiezan a alterarse. Con un cubo de ocho litros es suficiente, era el viejecillo de la camisa amarilla, el que se escapó en noviembre porque resistió desde las once… Sí, sí… ¡Poca cosa! Este no debe pasar de no más de dos puntos en el baremo del Servicio de Salud. Es poco, pero siempre se empieza por poco.
—Oye —le mascullé a mi acompañante—, esto no me gusta, parece cosa de ciencia ficción… ¿y si nos vamos? ¿Quién nos va a regañar?
Al momento se dirigió a nosotros el guarda jurado, quién (sin duda) gozaba de un oído tan fino como la vista, y debió de oírme el muy plumado.
—No, hombre; si les va a tocar ya mismo —chucheó desde las tinieblas de su reino de la noche, depositando su mano en mi hombro como gesto convincente.
Las palabras del búho metamorfoseado en guarda me dejaron dubitativo ante el dilema de si ya nos tocaba entrar por fin a la consulta o si lo que nos tocaba era derretirnos allí mismo, literalmente, sin ambages. Pero antes de empezar a exponerle al guarda-búho mis reparos (que yo entendía razonables), oí una voz afligida de funcionario atento, que emitía un lamento retórico con ánimo decaído, pero de corazón (o así lo entendí yo):
—¿Sólo hemos arreglado a tres hoy? —interrogó vociacontecido El nuevo personaje.
—Sí, señor director —respondió una voz contundente de ordenanza eficiente, de los que se ganan sueldo y medio—. Pero todavía quedan treinta y siete minutos, y hay cuatro o cinco que están a punto de ceder, porque se encuentran a puntico de caramelo. ¡Esos caen hoy, don Pedro!
—Aun así —refutó el director— no salen las cuentas: ¡como la mayoría tiene edad avanzada… no aportan muchos puntos! Ya sabéis que en estos casos al primero que reducen desde Derretibles S.P. es al director, y no tengo ganas de que me derritan tan joven. Habría que subir el termostato un par de grados más para asegurarnos los objetivos del mes.
—O pasar a mensuales las revisiones trimestrales; y las anuales, a cuatrimestrales. ¿Ya que alargar el tiempo de espera…? —insinuó otro ordenanza, también muy servicial.
—Esa táctica no da más de sí —argumentó el doctor Botero, director del centro desde hacía dos años—. ¡Si ya los tenemos entretenidos aquí desde las ocho!
—¿Y abrir por las noches? –propuso el guarda jurado, que no ocultaba su propensión noctívaga.
—No, supondría más gastos y, en consecuencia, aumento de exigencias en el baremo —apuntó uno de los ordenanzas, que estaba bien instruido en legislación.
—¡Mire hacia allá, don Pedro! —conminó alborozado el otro ordenanza—. Dos más derritiéndose. ¡Empiezan a caer a pares! ¿No da gusto verlos?
—Sí, sí —respondió el director, al que imaginé se le animarían de súbito los ojillos detrás de las gafas redondas a lo Hilario Camacho, bastante confortado a la vista alentadora de los despojos recientes, todavía calientes—. Esto empieza a funcionar. Y sed atentos, muchachos; no seáis cicateros, que nadie dude de nuestra profesionalidad de abnegados funcionarios en pro del servicio público: al que resista hoy lo citáis a revisión para mañana mismo, no le demoréis un mes perdido la cita. ¡Acabemos con el equívoco mito de las listas de espera interminables!… Ah, y al de la camisa remangada hasta los codos, también –añadió, haciendo especial hincapié en el adverbio-. A ese, que es peligroso, porque es de los que analizan hasta la última iota, lo citáis a primerísima hora, a las ocho en punto, que tengamos tiempo de sobra para arreglarlo bien en el día.
—Descuide, señor —le respondieron al unísono los subalternos al calderero mayor, frotándose las manos uno de ellos, como si estuviese adentrándose en la tundra siberiana en pleno enero o se dispusiese a comer tras dos meses de ayuno.
Mi acompañante y yo no nos atrevimos a ir más allá del ademán de mirarnos de reojo, sin atrevernos a erizar un mísero pelo o pelusa que se ofreciera.
—Ah… —les ordenó con un susurro el director a los secuacillos—, y a quien se haya entretenido con esta historia… tomad nota: también me lo citáis mañana a primera hora, que lo arreglemos tan bien como al de la camisa remangada. ¡Vivan los servicios públicos, muchachos!