• Laberinto
Inma Ferre
Sonó el despertador, me incorporé y lo apagué. Aunque no tengo necesidad de levantarme a una hora determinada, lo sigo haciendo quizá para no sentirme innecesaria. Me levanté, miré por la ventana: la mañana se presentaba gris pero apacible, al contrario de los días anteriores, que fueron huracanados. Me dirigí a la cocina, me preparé un café y una tostada y desayuné tranquilamente.
Me dispuse a dar mi paseo habitual, pues a causa del mal tiempo llevaba varios días sin hacerlo. Cogí un paraguas, salí a la calle y empecé a caminar sin rumbo.
Recordé mi antiguo barrio: hacía treinta y cinco años que me había cambiado al centro, aunque seguía conservando la antigua casa, en la que habían nacido mis hijos. Recorrí una por una las calles solitarias pero muy limpias. Ya no existía la panadería, ni la carbonería, la fragua… Me venían a la memoria muchas de las personas que habían vivido en aquellas casas y que ya habían fallecido, pues cuando yo era joven ellas tenían la edad que ahora tengo yo.
Poco a poco se fue apoderando de mí una sensación de tristeza; unas tímidas gotas empezaron a caer ,abrí el paraguas y seguí recorriendo el laberinto de calles. El chisporroteo de la lluvia en la tela era el único ruido que llegaba a mis oídos. Cuando llegué a mi antigua calle, me di la vuelta para no pasar por delante de mi casa, no quería trasladar allí la carga gris que me invadía.
Quise recordar aquellos años de casas de planta baja con las puertas abiertas, que dejaban oír lo que ocurría en su interior.
Por las mañanas una oleada de niños y niñas repeinados y oliendo a Heno de Pravia corrían alborotados al colegio. Mientras las madres, barriendo y rociando las calles de tierra, comentaban con la vecina qué iban a hacer de comer ese día; aunque era innecesario puesto que los olores de las ollas, al igual que las canciones de la radio, salían por las puertas.
A las cuatro de la tarde todos los hogares tenían sintonizada la radio en el mismo programa: Lucecita o Simplemente María, y tantas otras que nos hicieron echar alguna lágrima o enfadarnos con “el chulito” de turno o “la mala malísima”.
A las cinco, las calles se volvían a llenar de niños alegres con su bocadillo de mortadela o Nocilla. Las niñas saltando a la comba o al elástico, y los niños jugando a las canicas o al balón… y todas las tardes la misma historia: los chicos se sentaban en los trancos para verle las bragas a las niñas cuando saltaban. Las pobres se remetían las faldas entre las piernas, restándole agilidad; y se formaba la bronca, momento que aprovechaban las madres para dar por finalizado el juego y comenzar a hacer los deberes.
Con estos pensamientos me fui acercando a la Puerta de Purchena y otros recuerdos se fueron intercalando en mi mente. Me senté en el Kiosco Amalia, el único antiguo que perdura; y, mientras tomaba un café, recordé los viejos establecimientos como La Africana, conocida como La Africanilla, El Río de la Plata, La Tijera de Oro, Calzados El Misterio, almacenes Segura, Los Claveles… que impregnaban con su olor, y no por cierto a flores sino a un marisco a la plancha que se olía desde un kilómetro a la redonda.
Llevé la mirada hasta el rinconcillo donde, cuando yo era niña, había un fotógrafo con un caballo de cartón que a mí me parecía un poco ridículo, acostumbrada como estaba a los de verdad. ¡Cómo había cambiado Almería en sesenta años!
De pronto miré el reloj, era la una del día, tocaba volver a casa, a preparar la comida, no sin antes pasar por Simago (perdón, Carrefour), para hacer la compra. Toca volver al presente.