La aventura de un miope
-Italo Calvino / 1958-
Amilcare Carruga* aún era joven, no desprovisto de recursos, sin exageradas ambiciones materiales o espirituales; por ende, nada le impedía gozar de la vida. Sin embargo, se dio cuenta de que desde hacía algún tiempo, casi imperceptiblemente, su vida le resultaba insípida. Lo notó en pequeños detalles como, por ejemplo, el mirar a las mujeres. Antes, les echaba la mirada encima, con avidez; ahora las miraba quizá instintivamente, pero pronto le parecía que éstas pasaban como el viento, sin suscitar en él ninguna sensación y entonces bajaba los párpados, con indiferencia. Antes, las ciudades lo exaltaban —viajaba a menudo, pues se dedicaba al comercio—; ahora le provocaban fastidio, confusión, aturdimiento. Viviendo solo, antes le gustaba ir todas las noches al cine; se divertía con cualquier programa. Quien va todas las noches al cine es como si viera una sola película muy larga, en episodios: conoce a todos los actores, incluso las caricaturas y los extras, y el poder reconocerlos se vuelve algo divertido. Pero ahora todas esas caras le parecían desleídas, chatas, anónimas. Se aburría.
Al fin comprendió. Era miope. El oculista le recetó un par de anteojos. Su vida cambió desde ese momento, se convirtió en algo cien veces más rico e interesante que antes.
El simple hecho de ponerse los lentes era siempre emocionante. Cuando se hallaba, digamos, en una parada del tranvía y lo embargaba la tristeza de que todo, personas y objetos a su alrededor, fuera tan genérico, banal y desgastado, y él en medio de un mundo de formas blandas y de colores desvaídos, se ponía los lentes para leer el número del tranvía que llegaba, y entonces todo cambiaba. Las cosas más anodinas, como los postes de luz, se dibujaban entonces con todos sus minuciosos detalles, con líneas muy nítidas, y las caras, las caras desconocidas, se llenaban de pormenores, puntitos de barba, espinillas, matices expresivos antes insospechados; sabía de qué tela estaban hechos los trajes y vestidos, adivinaba el tejido, descubría el desgaste de los bordes. Ver se convertía en un espectáculo, una diversión; no ver esto o aquello, sino sólo el hecho de ver. De ese modo Amilcare Carruga se olvidaba de ver el número de los tranvías, perdía un tren tras otro, o bien abordaba un tren equivocado. Veía tal cantidad de cosas, que era como si ya no viera nada. Hubo de acostumbrarse a ello poco a poco, aprender desde un principio lo que era inútil ver y lo que era necesario.
Las mujeres que encontraba en la calle —quienes se habían reducido a impalpables sombras desenfocadas, las que ahora veía en su exacto juego de oquedades y protuberancias que producen sus cuerpos al moverse bajo los vestidos, pudiendo ahora apreciar la frescura de la piel y el calor contenido de sus miradas—, volvían a ser no sólo objetos de contemplación, sino cuerpos que poseía con la mirada. A veces caminaba sin los lentes (no se los ponía siempre, para no cansarse inútilmente, sino sólo cuando quería ver lejos) y veía perfilarse vagamente un vestido de color vivo frente a él, sobre la acera. Con un gesto ya automático Amilcare sacaba de la bolsa los lentes y se los montaba sobre la nariz. Esta indiscriminada avidez de sensaciones recibía a menudo un castigo: se trataba de una vieja. Amilcare Carruga se volvió más cauto. A veces, por el modo de caminar y por los colores del vestido, alguna mujer le parecía demasiado modesta o insignificante y no se tomaba la molestia de ponerse los lentes; pero cuando llegaban a rozarse e intuía en ella algo que lo atraía sensiblemente, quién sabe qué, creyendo captar en ese instante una mirada de ella, una mirada sostenida que él creía descubrir cuando ella comenzaba a alejarse, se ponía lentes. Pero ya era tarde; había dado vuelta en la esquina, abordado el autobús, o estaba más allá del semáforo, y no hubiera podido reconocerla. Así, mediante la necesidad de los lentes, poco a poco iba aprendiendo a vivir.
Pero el mundo más nuevo que le descubrían los lentes era el de la noche. La ciudad nocturna, envuelta ya en informes nubes de oscuridad y multicolores claridades, le revelaba ahora contornos exactos, relieves, perspectivas; las luces tenían perfiles precisos, los anuncios de neón, hundidos antes en un resplandor confuso, ahora escandían sus letras una por una. Sin embargo, lo bueno de la noche consistía en que los lentes conservaban a esa hora el margen de indeterminación que desaparecía durante el día. A veces, Amilcare Carruga sentía el deseo de ponerse los lentes, pero se daba cuenta de que ya los llevaba puestos; la sensación de plenitud no se equiparaba nunca al de la insatisfacción. La oscuridad era un terreno sin fondo en el cual jamás se cansaba de escarbar. Andando por las calles, recorriendo con la mirada las casas manchadas de ventanas finalmente cuadradas, alzaba los ojos hacia el cielo estrellado: descubría que las estrellas no estaban aplastadas en el fondo del cielo como huevos rotos, sino que eran punzaduras agudísimas de luz que abrían a su alrededor infinitas lejanías.
Estas nuevas preocupaciones acerca de la realidad del mundo externo iban emparejadas con las de lo que él mismo era, originadas por el uso de los lentes. Amilcare Carruga no se daba mucha importancia a sí mismo, pero —como le ocurre con frecuencia a las personas más modestas— estaba muy encariñado con su manera de ser. Sin embargo, el paso de la categoría de los hombres sin lentes a la de los hombres con lentes, parece cualquier cosa, pero se trata de un salto muy grande. No hay que olvidar que cuando se trata de definir a alguien que uno no conoce bien lo primero que se dice: es “el de los lentes”. Y así ese detalle accesorio, que quince días antes era una cosa completamente extraña, se convierte en nuestro primer atributo, se identifica con nuestra propia esencia. A Amilcare le molestaba un poco el hecho de haberse vuelto, de buenas a primeras, en “el de los lentes”. Pero lo más grave de todo esto está en que comience a insinuársenos la duda de que todo lo que tiene que ver con nosotros es puramente accidental, posible de transformación, que uno podría ser completamente distinto y nada importaría; y he aquí que por esta vía puede uno llegar a pensar que da lo mismo existir o no existir, y que la desesperación se halla a un solo paso. Por eso Amilcare, al escoger la montadura para sus lentes, optó instintivamente por la más sutil y minimizadora, nada más que un par de gráciles gafas plateadas que sujetaran los lentes por la parte superior y un puentecillo para unirlos sobre el tabique nasal. Así anduvo contento durante algún tiempo; luego se dio cuenta de que no era feliz. Si de pronto se veía en el espejo con los lentes puestos, experimentaba una viva antipatía por su cara, como si fuera la cara típica de una categoría de personas que le eran totalmente extrañas. Eran precisamente esos anteojos tan discretos y ligeros, casi femeninos, lo que lo hacía parecer más que nunca “el de los lentes”, uno que no hubiera hecho otra cosa en su vida que usar lentes, uno que ni siquiera se da cuenta de que los usa. Esos lentes entraban a formar parte de su vida, se amalgamaban con sus facciones, atenuando cualquier contraste natural entre lo que era su cara —una cara común, pero de cualquier modo una cara— y aquel objeto extraño, un producto de la industria.
No le gustaban; por eso no tardaron en caer al suelo y romperse. Compró otro par. Esta vez orientó su elección en sentido opuesto: escogió un par con montadura de plástico negro, un marco de dos dedos de ancho, dos placas laterales que partían de los pómulos como tapaojos de caballo y dos pesadas palancas que le doblaban los lóbulos de las orejas. Era una especie de antifaz que le tapaba media cara, pero bajo ese artefacto podía sentirse a sí mismo: no cabía duda de que él era una cosa y los anteojos otra muy distinta, completamente separada. Está claro que sólo ocasionalmente los usaba, y que, sin anteojos, era un hombre totalmente distinto. Volvió a sentirse feliz, en la medida que su naturaleza se lo consentía.
En ese tiempo tuvo que ir a V., a causa de ciertos negocios. V. era la ciudad natal de Amilcare Carruga, en la cual había transcurrido toda su juventud. Hacía diez años que la había dejado, y regresaba a ella muy de vez en cuando, en visitas pasajeras y esporádicas. Todo el mundo sabe lo que le sucede a cualquiera que se aleje de un ambiente en que haya vivido mucho tiempo; cómo al regresar a éste, después de largos intervalos de ausencia, se siente desarraigado y le parece que las aceras, los amigos, las charlas de café o lo son todo o pierden toda significación; se les frecuenta día tras día o no es posible ya entrar de nuevo en ese ambiente, y la idea de revisitarlo después de mucho tiempo provoca un cierto remordimiento. Así fue cómo Amilcare había desechado las ocasiones de volver a V., puesto que ocasiones no le habían faltado. En los últimos años, además de la actitud negativa hacia su ciudad natal y del estado de ánimo que lo aquejaba últimamente, era víctima de un sentimiento de desamor y desapego de todas las cosas, lo que identificaba con la progresión de su miopía. Ahora los lentes le proporcionaban un nuevo estado de ánimo y no desaprovecharía la oportunidad de regresar a V.
V. apareció entre sus ojos totalmente distinta a la de sus viajes anteriores. Pero no por los cambios sufridos: claro, la ciudad estaba muy cambiada, con nuevas construcciones por todas partes, tiendas, cafeterías y cines muy distintos a los de antes, una nueva juventud totalmente desconocida y el tráfico mucho mayor. No obstante, todas estas novedades no hacían más que acentuar y destacar lo viejo, permitiendo que Amilcare Carruga volviera a ver la ciudad con los mismos ojos de cuando era un muchacho, como si la hubiera dejado el día anterior. Con los lentes veía una infinidad de detalles insignificantes; por ejemplo, una cierta ventana, un barandal. Es decir, tenía conciencia de verlos, de escogerlos entre todos los demás, mientras que antes solamente los veía. Lo mismo ocurría con las caras: un voceador, un abogado, fulano, zutano y perengano, algunos de ellos avejentados. Amilcare Carruga ya no tenía parientes verdaderos en V.; el círculo de amigos íntimos se había dispersado. Sin embargo, contaba con una gran cantidad de conocidos, lo cual era muy natural en una ciudad tan pequeña —como lo había sido en los tiempos en que allí vivía—, en la cual todos se conocían, por lo menos de vista. La población había aumentado mucho, pues había llegado hasta allí —como en todos los centros privilegiados del Septentrión— una cierta inmigración de meridionales. La mayoría de las caras que veía Amilcare eran de desconocidos; pero precisamente por esto sentía la satisfacción de reconocer a la primera ojeada a los viejos habitantes, y recordaba anécdotas, relaciones, apodos.
V. era una de esas ciudades provincianas en la que no había desaparecido la costumbre de pasear de noche por la calle principal, cosa que no había cambiado desde los tiempos juveniles de Amilcare. Como sucede siempre en estos casos, una de las aceras estaba invadida por un flujo ininterrumpido de personas; la otra, menor. En sus tiempos, por una especie de anticonformismo, Amilcare y sus amigos paseaban siempre por la acera menos frecuentada, y desde allí dirigían miradas, saludos y piropos a las muchachas que caminaban por la acera opuesta. Ahora se sentía como entonces, incluso con una excitación mayor, así que comenzó a pasear por su vieja acera, viendo a toda la gente que pasaba. Ahora no le disgustaba hallar personas conocidas, sino que esto lo divertía sobremanera, y se apresuraba a saludarlas. Le hubiera gustado detenerse a saludarlas. le hubiera gustado detenerse para cruzar algunas palabras con alguien, pero la calle principal de V. estaba hecha de tal modo —con aquellas aceras tan estrechas, el apretujamiento de la gente que empujaba hacia delante y, para colmo, el considerable aumento del tráfico de vehículos—, que ya no era posible caminar un poco por el arroyo de la calle y atravesar por donde se quería. En fin, el paseo se llevaba a cabo con demasiada prisa o con demasiada lentitud, sin libertad de movimientos. Amilcare debía seguir la corriente o remontarla con trabajo y cuando divisaba una cara conocida apenas si tenía tiempo de dirigir un rápido saludo antes de que ésta desapareciera, y se quedaba con la duda de haber sido visto o no.
Vio venir a su encuentro a Corrado Strazza, su condiscípulo y compañero de billar durante muchos años. Amilcare le sonrió y fue a su encuentro agitando la mano. Corrado Strazza seguía caminando, viéndolo, pero con una mirada que parecía traspasarlo, como si Amilcare fuera transparente, y pasó a su lado sin detenerse. ¿Quizá no lo había reconocido? Había pasado algún tiempo, es cierto, pero Amilcare Carruga estaba seguro de no haber cambiado mucho; se había librado de la pinguosidad y de la calvicie hasta entonces, y su fisonomía no presentaba grandes alteraciones. Vio al profesor Cavanna. Amilcare le dirigió un saludo deferente, haciendo una ligera inclinación. En un principio, el profesor bosquejó una especie de saludo, instintivamente, luego se detuvo y miró a su alrededor, como si buscara a otra persona. ¡El mismo profesor Cavanna, famoso fisonomista que era capaz de recordar nombres, caras y calificaciones trimestrales de todos los alumnos que había tenido durante su larga carrera! Finalmente, saludó a Ciccio Corba, el entrenador del equipo de balompié, quien respondió al saludo; sin embargo, éste miró inmediatamente hacia otro lado y se puso a silbar con nerviosismo, como dándose cuenta de haber interceptado el saludo de un desconocido, dirigido a sabe Dios quién.
Amilcare comprendió que nadie lo reconocería. Aquellos lentes, que le hacían visible el resto del mundo, aquellos lentes con la enorme montadura negra, lo convertían en algo invisible. ¿Quién habría pensado que tras esa especie de máscara estaba Amilcare Carruga, ausente de V. desde hacía muchos años, al que nadie pensaba encontrar de un momento a otro? Acababa de formular mentalmente estas conclusiones cuando apareció Isa María Bietti. Era una amiga, con la cual solía pasear y ver escaparates. Amilcare se paró frente a ella, con la intención de decirle: “¡Isa María”, pero las palabras se le anudaron en la garganta.
Isa María lo apartó, levantando un codo, diciéndole a la amiga:
—¡Mira cómo se comportan ahora!
Y siguió caminando.
Ni siquiera Isa María lo había reconocido. Comprendió de improviso que sólo por Isa María Bietti había regresado, que por causa de ella se había alejado de V., que por la misma razón había vivido varios años lejos; que todo, todo lo significaba ella en su vida, y que ahora, finalmente, la había visto de nuevo, pero ella no lo reconoció. Tanta era su emoción, que no reparó en si estaba muy cambiada, gorda, avejentada; si era tan atractiva como antes. Sólo pudo ver que se trataba de Isa María Bietti y que ésta no lo reconoció.
Había llegado al término de la calle del paseo. En la nevería de la esquina la gente daba vuelta y volvía sobre sus pasos por la misma acera. Amilcare Carruga hizo lo mismo. Se quitó los lentes. El mundo volvió a ser una nube insípida, y él caminaba entre toda aquella gente parpadeando de continuo, como extraviado. No es que fuera incapaz de reconocer a alguien, pues en los puntos mejor iluminados siempre estaba a punto de reconocer alguna cara, pero seguía existiendo un margen de duda en la supuesta identificación, lo cual, a fin de cuentas, le importaba muy poco. Alguien saludó; posiblemente lo saludaban a él, pero no vio bien quién era. Luego lo saludaron dos tipos, pasando; quiso contestar al saludo, pero no tenía idea de quiénes eran. Un hombre le gritó desde la otra acera:
—¡Chao, Carrú!
Por la voz, podía ser un tal Stelvi. Con satisfacción, Amilcare vio que lo reconocían, que se acordaban de él. Una satisfacción relativa, porque ni siquiera los veía o no lograba reconocerlos; eran personas que se le confundían en la memoria, personas que, en el fondo, le eran más bien indiferentes: “¡Buenas noches!”, decía, cuando descubría que alguien lo saludaba con un movimiento de mano o una inclinación de cabeza. El que acababa de saludarlo debía ser Bellintusi, Carreti o tal vez Strazza. De ser Strazza, le hubiera gustado detenerse a hablar un poco con él. Pero ya había respondido a su saludo con prisa y, pensándolo bien, era natural que sus relaciones fueran solamente así, consistentes en convencionales y presurosos saludos.
Sus miradas ahora no tenían más que un solo objetivo: reencontrar a Isa María Bietti. Podía localizarla a lo lejos, pues llevaba un abrigo rojo. Durante un trecho Amilcare siguió un abrigo rojo; al pasar a un lado, vio que no era ella. Mientras tanto, había visto pasar dos mujeres con abrigo rojo, en sentido contrario. Ese año estaban de moda los abrigos rojos en media estación. Poco antes, por ejemplo, había visto a Gigina la tabaquera con un abrigo semejante. Lo saludaba ahora una mujer de abrigo rojo, pero Amilcare respondió con frialdad, porque seguramente se trataba de la tabaquera. Luego lo asaltó la duda de que no se tratara de Gigina, ¡sino de Isa María Bietti! ¿Cómo era posible confundir a Isa María con Gigina? Amilcare volvió sobre sus pasos para verificarlo. Encontró a Gigina, era ella, sin duda. Pero ésta venía en dirección contraria a la de él, imposible que hubiera dado la vuelta tan pronto, ¿o por algún motivo no había caminado todo el trecho y había vuelto sobre sus pasos? Si Isa María lo había saludado y él había respondido al saludo con tanta frialdad, todo ese viaje, toda esa espera, todos los años transcurridos eran inútiles. Amilcare iba y venía por aquellas aceras, quitándose y poniéndose los lentes, saludando a todos y recibiendo saludos de nebulosos y anónimos fantasmas.
En uno de los extremos del paseo la calle se prolongaba aún y se llegaba pronto a las afueras de la ciudad. Había una hilera de árboles, una zanja paralela a ésos y el campo. En sus tiempos, solían allí pasear del brazo de la novia al caer la noche; quien no la tenía, llegaba y se sentaba en una banca para oír el canto de los grillos. Amilcare Carruga prosiguió por esa calle; la ciudad se extendía ahora un poco más allá, pero no tanto. Seguían allí las bancas, la zanja y los grillos, como antes. Se sentó. De todo aquel paisaje la noche dejaba solamente en pie unas grandes franjas de sombra. Allí daba lo mismo ponerse o quitarse los lentes. Amilcare Carruga sabía que la exaltación originada por los lentes nuevos era tal vez la última de su vida, una exaltación acabada.