Zapatastros
Ginés Bonillo
No es porque fuese lunes, que lo era; ni menos -creo- porque los lunes sean gafes, como sostenía don Gabriel, que quizá lo sean. Si hiciese una lista de lunes fatídicos… ¡Claro que si todos hiciésemos otra de martes! ¡Y de miércoles, jueves, viernes…! ¡Y de eneros, febreros…! ¡Y de años pares, años impares, bisiestos…!
Todo empezó en el desayuno, muy temprano para empezar, pienso ahora. Sin percatarme, porque si me hubiese percatado sería otra cosa… Pero no fue así. Fue sin percatarme como le eché mi azúcar al café del director, que esperaba diluir la artimaña de la pastillita de sacarina antes de recorrer el aparato digestivo de tan emérito anfitrión.
A pesar de sus dulces quejas, por un día le alegré el café al director gracias al renglón torcido del azucarillo; en cambio, a mí empezó a encorvárseme con el sabor plasticoso de la sacarina. Porque quise ser consecuente y me empeñé en tomar su sacarina en mi leche con cacao, por aquello de estar a las duras y a las maduras.
Ya en clase terminó de coronarse la mañana. Tenía examen con un grupo de segundo curso. Cuando llegué, los alumnos ya habían separado sus mesas cuanto habían podido, explotando al máximo el espacio del aula (como les tenía dicho). Por mi parte, conocedor del género, eché un vistazo y enderecé algunas filas sospechosamente torcidas, pues algunos alumnos siempre perdían en estas ocasiones el sentido de la línea recta y la equidistancia en favor de una mayor vecindad con aquellos otros con buenas notas.
Repartí el folio de examen y empecé a dar vueltas por la clase, aburrido, a la espera de que los mismos de siempre solicitasen mi colaboración para rellenar su examen a medias, quiero decir entre los dos.
-La nota, luego, la repartimos entre los dos –decía yo para frenar un poco el asedio de los mismos de siempre.
Cada alumno repetía sus gestos de costumbre ante los exámenes. Unos frotaban el bolígrafo entre las manos al comprobar que se sabían las preguntas y exclamaban: “¿Gracias, profe! Me las sé todas. Sabía que iba a poner la formación de palabras y la novela realista”. “Estaba segura de que el texto iba a ser de Larra”, afirmaba por lo bajo alguna alumna con entusiasmo. Otros miraban con resentimiento el folio una y otra vez y, después, a mí, y se lamentaban: “¡Ha puesto justo las que me he dejado!”
-¡Mala suerte! Siempre os pasa igual. El próximo día os pregunto qué os vais a dejar, para no ponerlo –respondía yo con sorna mal disimulada.
A la vista de semejantes expresiones, ora de alegría, ora de enfado, y antes de que las cosas pasasen a mayores, con el consiguiente aumento del barullo, yo siseaba y gesticulaba con la mano en el aire en señal de que se dedicasen a escribir en vez de hablar.
Con el tiempo, mediado el examen, surgía de vez en cuando cierto murmullo entrecortado de vocecillas agónicas que siempre me recordaba el trapicheo sordo que se traen los escarabajos, grillos zapateros, marranicas y otros animalejos de calaña similar en el césped del jardín en las noches tranquilas de verano.
Yo, para sorprender, cambiaba de táctica y cada vez actuaba de manera diferente. Aquel día se me ocurrió dar un taconazo contundente en el suelo, uno solo. Tuvo su efecto y cesó el susurro de inmediato. Estaba claro que alguien había captado el mensaje.
Al poco surcó la tranquilidad del aula un nuevo gorjeo impreciso. Yo respondí con un nuevo taconazo, esta vez con el otro pie, por aquello de repartir con equidad el trabajo de todos los miembros. Y creí notar un sonido diferente al producido con el primer taconazo. Pensé que no podía ser cuestión del suelo golpeado, sino impresión mía.
Cesó el leve gorjeo adolescente: de nuevo se había completado el acto de comunicación no verbal. Me satisfizo el resultado, pero la diferencia del sonido de ambos zapateos no se me iba de la mente, así que volví a dar un taconazo con el zapato derecho y, a continuación, otro con el izquierdo.
Varias alumnas levantaron la vista al instante, miraron en rededor y exclamaron también bajito:
-¡Profe, si ahora no está hablando nadie!
No agradecí su gesto de buena voluntad, porque yo seguía en lo mío. Y es que, en efecto, no cabía duda: existía una diferencia de sonido evidente.
-¿Habéis notado la diferencia? Pregunté en voz alta, sin percatarme de la causa.
Algunos alumnos, los que ocupaban las mesas más próximas, me miraron con indiferencia. Solo uno, pelirrojo y muy vivaracho, dijo, sin mostrar mucho interés:
-Profe, es que los zapatos que lleva son diferentes.
-¡Ajá! Por fin alguien se da cuenta –dije disimulando mi propia sorpresa.
Al entregar su examen la última alumna, me dio la clave lingüística de la situación:
-Profe, digo yo que hoy más que zapatos lleva usted “zapatastros”, si existe la palabra. Pero, ¿podría existir, no? Y podría ocupar una casilla vacía en la lengua.
-Por supuesto, la palabra tiene sentido… y responde al sistema de la lengua. Para que triunfe, solo es necesario actualizarla en el habla, como tú has hecho, y que los demás hablantes la acepten y se divulgue.
Al día siguiente, después de preguntar por las notas del examen, los alumnos se dividieron entre los que pensaban que yo llevaba desparejados los zapatos para comprobar si se daban cuentan y los que defendían que, con las prisas, simplemente me había equivocado al ponérmelos. Los dejé con la duda, ¡cómo confesarles que mezclé un zapato negro con otro marrón al vestirme con la luz apagada para no molestar a mi mujer con migrañas… y –peor aún- que las cataratas medicamentosas que sufría yo desde hacía dos meses bordaron el resto! Pero todo ello le permitió a una de las alumnas más brillantes poner en práctica con gran ingenio la formación de palabras en español.
Claro que mis compañeros de desayuno, incluyendo desde el dulcificado director a los camareros, tampoco notaron el cambiazo. O nadie le dio mayor importancia. ¡Qué poco veíamos ya todos! O, acaso, ¡qué poco nos fijábamos a aquellas alturas en los detalles intranscendentes!