Y SIN EMBARGO, SE MUEVE (II: Descatalogados) [de Francisco Olivencia]

Y SIN EMBARGO, SE MUEVE
II: Descatalogados

Francisco Olivencia Orozco

En principio, esta historia no tiene nada de especial en el sentido de que, por desventura, no es única (al menos, en la mayor parte de su desarrollo). Aunque bien mirado, sí tiene algo que la hace especial… muy especial.

La tecnología

La tecnología avanza que es una barbaridad. No hay más que fijarse en los teléfonos móviles. Vaya salto cualitativo. Quién no recuerda los antiguos, llenos de botones en relieve, con puntitos, generalmente en el número cinco, con el fin de que fuese más rápido conseguir orientarse en el teclado sin necesidad de mirarlo. Alguien dirá: “¡Qué tiempos aquellos, qué haría yo sin la lisa pantalla de mi smartphone¡ Sin embargo, hubo un grupo de personas al que, con aquel avance se le erizó la piel: ciegos y discapacitados visuales graves se preguntaron qué harían sin sus botones, los que no dependen de una descriptiva voz sintética, que puede fallar en cualquier momento, en especial, cuando más lo necesitas.

¿Qué fue de aquellos botones que daban confianza, que estaban siempre ahí, con su relieve y su forma detectable a la “caricia” del dedo que ve? Eran botones serviciales, siempre dispuestos, independientemente del nivel de cobertura o batería.

No hace tanto, alguien entendió que en la cocina también sobraban los botones.

La búsqueda

Hace dos años, un familiar cercano, con una discapacidad visual igual a la mía, necesitaba cambiar la cocina. Momento de ponerse en marcha. Tras buscar información concienzuda sobre el asunto, llegamos a la conclusión de que lo mejor para cocinar, era un sistema de inducción, por aquello de que el riesgo de quemarse es menor. Además, con unos buenos botones, concretamente cuatro, uno para cada fuego. La posición del botón la orientaría sobre el fuego elegido y el grado de giro del botón informaría sobre la potencia seleccionada. Nada mejor para que una persona, capaz de cocinar platos sencillos, pueda seguir haciéndolo y mantener unos niveles mínimos de autonomía necesarios para conservar parte de su bienestar personal.

Ahora solo faltaba encontrarla. Para ello consultamos a técnicos especialistas en formas y sistemas de adaptación y rehabilitación de ciegos. Gracias a ellos, obtuvimos unas cuantas marcas, susceptibles de ser accesibles. Con ellas en el bolsillo, nos dirigimos a visitar los grandes almacenes de la provincia, las marcas más prestigiosas, los puntos de venta de electrodomésticos más importantes.

¡Desolador! La respuesta fue siempre la misma: “Eso que buscan, hace tiempo que no existe”. Estábamos allí, al lado, rodeados de electrodomésticos digitales de última gama, pero sin botones. Montones de vitrocerámicas y sistemas de inducción lisos, maravillosos para limpiarlos en un pispás, pero sin un solo botón que pueda servirle de referencia a un ciego, o sencillamente, a una persona mayor con problemas de visión asociados a la edad. Sí, que nadie se extrañe, son de esas dificultades que todo el mundo tendrá cuando pasen unos años.

Ni un solo botón que orientase en aquella selva de cuatro fuegos y permitiera, ¡qué sé yo!, ¿cocer unas verduras, por ejemplo?

Eran electrodomésticos perfectos en apariencia, pero su estética los hacía inservibles para muchas personas. Me pregunto si alguien se habrá molestado en realizar ese cálculo. Imagino que sí: aquéllos que un día decidieron sacar los electrodomésticos con botones del mercado.

La respuesta fue siempre la misma: “Señor, eso que buscan… no existe, está descatalogado: el mercado no fabrica ese tipo de productos”.

Cabizbajos, volvimos a casa. “¡No existe, están descatalogados, estamos descatalogados!”

Tras un año de desesperanza volvimos a intentarlo.

¡Estupendo! Otra vez las mismas marcas: quizá, por distintas presiones, sensibilidad del mercado o de yo no sé quién, hayan vuelto a incluirnos en catálogo. Perdón, quise decir “a incluirlos en el catálogo”. ¡Ya me entienden! Así que, con energía renovada, nos dispusimos a realizar el mismo itinerario en busca de nuestra “vitro con botones”.

Sorpresa, extrañeza… ¡Frustración! La misma respuesta: “Señor, están descatalogados, no existen, no se fabrican. Así, como ustedes lo necesitan… NO”.

Conclusión: no estaban catalogados, estábamos descatalogados.

El encuentro

Pero esta vez no nos rendimos. Fuimos a visitar tiendas menos importantes, donde la persona que atendía era el jefe o alguien próximo al mismo.

¡Milagro! Por fin un establecimiento donde nos prestaban atención. Ante nuestra petición, el señor se molestó, buscó en catálogos, páginas web, contactó con fabricantes… Sin solución alguna. Pero no se rindió, insistió : de nuevo hizo llamadas, habló con su jefe y decidieron que aquello que le pedíamos podía existir. “No se preocupen: tardaremos unos meses, pero si no lo encontramos haremos que nos lo fabriquen”.

Y así fue. Hoy este familiar cuenta con un sistema de inducción con el que puede cocinar, porque tiene botones y porque Santiago y Sergio dijeron: “Sí, señor, existe”.

El epílogo

Ésta es la historia de la búsqueda de unos botones, que han sido posibles gracias a Ventamanía, una tienda pequeña, nacida en Almería, en la que lo ético cuenta más que lo estético. Es, quizá por eso, porque al frente cuentan con personas como Santiago y Sergio, por lo que hoy es una cadena de éxito, con tiendas en muchos puntos del territorio nacional.

De aquel encuentro surgieron propuestas, ideas de adaptación e inclusión. Conseguir que los electrodomésticos se diseñen contando con las dificultades de accesibilidad de los usuarios, también con las especificidades de las personas con alguna discapacidad o, como se viene llamando ahora, con diversidad funcional. Ellos cuentan con fabricantes que están dispuestos a incluirnos de nuevo, a todos, sin fronteras, en el catálogo de la vida diaria.

Papel higiénico [de Ginés Bonillo]

Papel higiénico
(Ship paper)

Ginés Bonillo

Aunque por entonces conservaba pequeños restos de visión, siempre que alteraban las secciones en el supermercado o cambiaban de lugar los cuatro artículos que necesitaba comprar, me volvía loco para encontrarlos en su nueva ubicación. ¿Quién no?
He de reconocer que aquella tarde, después de haberle dado un par de vueltas infructuosas, con lo grande que es el supermercado, andaba ya molesto, quizá un poco tirante.
Viéndome perdido (o quizá por la delación que me inflige mi bastón blanco), una señora de las que llaman reponedoras -acaso entendiendo que se le presentaba la ocasión de cumplir su obra de caridad del día pendiente, cuando ya el luciente Apolo, para refrescar las doradas hebras de sus hermosos cabellos, precipitaba su carro hacia los lejanos confines del agua océano- se aproximó y me preguntó:
-¿Puedo ayudarle en algo, caballero?
-Yo sólo quería papel higiénico, pero llevo una hora buscándolo y no sé si es porque se ha acabado o es porque lo han cambiado de sitio… el caso es que, después de mil vueltas, he visto (es un decir) de todo menos papel higiénico… pero, vamos, ¡para una urgencia!, como suele decirse –contesté, y el retintín de las últimas palabras transmitían a las claras mi malestar.
-Lo hemos cambiado de sitio, señor. Ahora está junto a la fruta. ¿quiere que Le ayude?
-¡Ah, muy adecuada la nueva ubicación, sí;, Si es usted tan amable…
Cinco pasillos más allá… y sí, allí estaba el noble papel higiénico (ese del que, por desempeñar una labor tan forzada, nunca se habla). Ya frente a los estantes abarrotados de paquetes de rollos de papel, la vendedora empezó a encuestarme, como buena comercial:
-¿Le gusta la hoja suave o la prefiere un poco tiesa… –inquirió, aunque la elipsis denotó su duda sobre la idoneidad del último adjetivo- algo rígida, mejor dicho?
-Pues… mejor suave, ¿no?
-Entonces, el ecológico –sugirió ella- no se lo aconsejo, porque me parece menos suave y te permite menos posibilidades luego.
-Bueno.
-Ahora bien, lo tiene acolchado suave, confort seda compacto por 4, confort sensitive, Confort placer… Puede elegir.
-¿«Placer», ha dicho? ¿Cómo es eso?
-Pues mejor –respondió la vendedora-. Hay más variedad, pero con esos tiene suficiente para hacerse una idea, ¿no le parece?
-Sí, sí… y Sobra.
-Y ¿lo quiere simple, de una capa, o doble, de tres o cinco capas?
-¿El de cinco capas es doble también?
-Pues claro.
-¿No será «quíntuple»?
-Ah, no sé. Yo lo que sé es que es doble también.
-Y el de dos capas, ¿cómo se llama?
– Pues «doble simple», ¿cómo se va a llamar? Bueno, ¿de cuál quiere, en definitiva?
-Pues… doble simple mismo, que me ha gustado.
-Y ¿quiere un paquete triple, o de cuatro rollos, de seis, nueve, doce, veinte, treinta y dos…?
-¿Hay paquetes de treinta y dos rollos? Será para colegios, restaurantes y negocios de ese tipo, digo yo.
-¡De treinta y dos! ¡Y de cuarenta y ocho rollos, y hasta de sesenta! ¡Digo, será por variedad! Ah, y también tiene estos días, además de la semana del pollo, una oferta de tres por dos, por si le interesa.
-No, si yo…
-¡Que le interesa menos cantidad…! Para eso puede elegir usted entre el Mega Rollo / «Nunca se acaba», el Rollo Gigante / «Tres veces más grande» y el Kilométrico / «El doble de largo, más grande, mejor higiene».
-No, si yo vivo solo… -ahí titubeé y me perdí frente al dilema de que si me llevaba poco papel tendría que volver a comprar pronto, pero si pedía mucho aquella señora me encuadraría en su interior y para los restos en la categoría de cagón, adjetivo que a nadie le ha gustado nunca.
-Lo veo a usted muy indeciso –comentó ella, para terminar de ayudarme a salvar el bache.
«¡Indeciso, dice!» –me dije, sintiéndome abrumado por tanto dato, cuando ya no me acordaba de la mitad y eso que no sospechaba lo que me quedaba por oír.
-No, no… -empecé a decir, con tan poca convicción que ella me interrumpió al momento.
-Y, oiga, ¿lo quiere perfumado?
-¡¿Cómo?! –dije, con una entonación ambigua, entre exclamativa e interrogativa, que me salió del alma, sin darle crédito a lo que acababa de oír.
¿Que si lo quiere perfumado?
-¿Perfumado también hay?
-sí, ¿por qué no?, ¿qué se cree usted? Tenemos de todo. Lo tiene con olor a fresa, mandarina, limón, vainilla, talco… Tiene que ir decidiéndose. ¿Cuál quiere?
-¡¡Y yo qué sé!! ¡Papel higiénico!… Yo sólo quería papel higiénico. ¡Qué más dará!
-¡Cómo va a dar igual, hombre! Es que no es lo mismo uno que otro, ni ocho que ochenta. Y ¿lo quiere con dibujitos o sin dibujitos?
-¡¿Con dibujitos también?! –me salió de nuevo la entonación ambivalente. ¿Bromea usted o se quiere quedar conmigo?
-No, señor, para nada. Sepa que muchas marcas llevan dibujitos.
Aquel «para nada» se me clavó en el alma. ¡Qué plaga la del «para nada» (que debería aportar una idea de finalidad, no de negación rotunda) para negar categóricamente! ¿La gente no sabe que existe un hermoso «en absoluto» para estos casos? Sin embargo, me centré en los dibujos y me limité a ironizar:
-Y ¿qué pintan los dibujitos? ¿Qué hacen los dibujitos ahí?
-Es un detalle, un capricho.
-Y ¿qué dibujitos pintan, por curiosidad?
-Verá, hay Círculos así, ¿cómo diría yo?, como alargados…
-Ovalados.
-Será… puntitos, ositos y elefantes, flores y líneas… así como celestillos, azules más oscuros, moradillos… Ah, y como tres eses mezcladas… Y hay más.
-No –afirmé tajante- quiero dibujitos.
-¿No? –preguntó incrédula la señora, que seguro que ella utilizaba en casa papel de todos los dibujitos. («Me jugaría un ojo» -pensé).
-¡No!
-Y ¿por qué no? ¿Qué le han hecho a usted los dibujitos, si puede saberse? ¿Qué molestias pueden causarle estos dibujitos?
Se confirmaba mi tesis de que aquella señora era una acérrima defensora de los dibujitos y mi suposición de que tenía su casa llena de papel de todos los dibujitos. (¡Hubiera ganado un ojo! ¿Qué pena de ocasión perdida?)
-Veamos. Los ositos tienen garras afiladas y dientes, los elefantes son muy grandes y tienen una trompa y dos colmillos muy largos, muchas flores tienen espinas que pinchan y un abejorro revoloteando cerca… ¿Qué se me olvida?
-Los círculos y los puntitos –respondió como diciendo: «¿A ver qué le sacas a estos dos, que no tienen boca ni espinas?»
-Ah, sí. Los círculos y los puntitos pueden deformarse y salirle aristas y picos. ¡Y las líneas quebradas (técnicamente «poligonales», que el nombre ya se te clava y asusta), no veas el peligro! Me duele nada más pensarlo.
-En conclusión, que no le gustan para nada los pobres dibujitos. Como si ellos, por estar ahí, causasen muchas molestias…
-Ni beneficios. Además, mi ex mujer me ha abandonado por un pintor. ¿Le parece poco motivo? ¿Qué me dice?
-Pues que le tendrá bien pintada la casa.
-Ese pintor no, con un pintor de cuadros.
-¿Con un artista? –exclamó bajando mucho la voz-. ¡Qué poca vergüenza! Pues yo –dijo acercándose a mí, profundizando un momento de complicidad- me hubiera ido con ellos, como en el chiste, aunque sea nada más que por joder un poco… Entonces, te comprendo: nada de dibujitos, ¡pero para nada! Otra cosa: y ¿de qué color prefieres el papel: blanco, rosa, amarillo, crema…? Hay más, dime, que yo te aconsejo el que combine mejor.
Noté el rápido cambio en el tratamiento. Imaginé que supuso que la confidencia que acababa de hacerle –que, por cierto, distaba mucho de ser cierta, pero me venía bien para propiciar una situación luminosa- le movió a compadecerse un poco más y se sentía próxima a mí, por lo que creía natural pasar a tutearme.
A estas alturas, no obstante, yo estaba cansado, ¿qué digo «cansado»?, me encontraba harto, o más… estaba llegando al punto máximo de desesperación, me bullía la sangre como el agua cuando se acerca al punto de ebullición.
-Es usted muy amable, pero… en confianza, …para lo que es, ¿qué más da el color?
-¡Hombre, claro que es importante el color! ¡Para que combine! ¿A que ni siquiera lo has pensado? –y sentí que me taladraba con sus palabras, más en tono de recriminación conyugal postcoital que de obra de semicaridad cristiana y/o comercial.
-Disculpe, señora, pero ¿qué necesidad hay de que combine el papel con la sustancia en cuestión?
-¿Qué necesidad? –repitió, entre insolente y perpleja ante mis reticencias.
Creo que la vendedora no debió de comprender mi metonimia, pero la pregunta que me dio por respuesta colmó mi paciencia y perdí un poco los papeles.
-A ver, señora… hablando claro y –en un acto de atrevimiento, aproveché el puente que ella había tendido con el tuteo, y reduciendo el volumen de voz a casi un susurro- disculpe, la mierda de todo el mundo es mierda y no importa el color… Al fin y al cabo, ¿qué importa que combine o no el papel? ¡Para quien va a ver el resultado de la combinación!
A la vista de la incredulidad que debía de mostrar la vendedora en el rostro, y más por su silencio, la verdad, dudé sobre el sentido de sus palabras y pregunté:
-O ¿con qué va a combinar?
-¿Con qué –repitió, más incrédula aún- va a combinar? ¡Con los azulejos! ¡El papel tiene que combinar con los azulejos del cuarto de baño!
-¡¿En serio¿! Nunca lo había pensado…
Mas, aprovechando mi desconcierto ante semejante revelación, añadió para rematar la faena:
-¡¡Hombres!! –exclamó en voz baja, sintetizando en una sola palabra (realzada por la entonación que todos habremos sufrido más de una vez) toda una concepción del sexo feo; pero añadió, dominada por su espíritu mercantil (no sabemos si nato o adquirido)-: Ay, también tienes un papel Dermis / «Cuida tu piel», con pH neutro, enriquecido a la leche de almendra.
Fue la estocada final. «¡Leche de almendra para el culo! Inconcebible»: pensé. Soportaba tal acumulación de información negativa en la mente y me parecía tal el despropósito al que ha llegado la civilización humana en tantos y tantos aspectos que tomé una determinación rápida y tajante:
-¿A la leche de almendra…? Pues, ¿sabe lo que le digo? ¡A la mierda el papel higiénico!
-¡Para eso es, caballero! –respondió la vendedora, volviendo a marcar distancias en el tratamiento, y haciendo gala de ser dueña de la paciencia que yo acababa de perder.
-¡Hoy no me llevo papel! –le comuniqué, con determinación, como si no estuviese claro.
-Hace bien, si le queda…
Me alejé enfadado hacia la puerta de salida, de un humor que me llevaban los perros… irritado con el papel y la reponedora, con el supermercado y la sociedad, con el sistema capitalista y la Historia universal… con el mundo entero. Y me alejaba sin haber acabado de digerir toda la conversación, mientras imaginaba a la reponedora, con los brazos en jarras en la cintura, siguiéndome con la mirada y adoptando una postura de sabia espera y de estar pensando: «¡Ya vendrás mañana…! ¡Si tienes que venir!», consciente de mis necesidades (incluidas las orgánicas).

ADVERTENCIA. El autor asegura que, de cuantas características concernientes al papel higiénico halló en un conocido supermercado, así como la variedad ofertada, con vistas a construir el relato, sólo ha mostrado algunas por temor a resultar poco creíble. Pero anima al lector avispado a explorar a fondo las secciones de limpieza y comprobar por sí mismo el catálogo y gama de sofisticaciones. No se arrepentirá.