Sentado en la butaca [de Ángel Dámaso Soto]

Sentado en la butaca

Ángel Dámaso Soto

Todos los días se levantaba con el sonido del despertador, las seis y media de la mañana. Buena hora para empezar el día, aunque no se tenga nada que hacer. continuamente se preguntaba con extrañeza por la ambigüedad de aquéllos que se pegan como imanes a las camas y, sin estar necesitados de descanso, marchitan las horas con la cabeza debajo de la almohada.
los días son traicioneros, siempre sabemos lo que duran, 24 horas, pero jamás las que vamos a contar.
Aquélla mañana desayunó y salió muy temprano, era un frío día del mes de Diciembre, se puso unos guantes de lana, se arropó con una bufanda muy larga, hasta el punto de que tuvo que darle varias vueltas alrededor del cuello porque se la pisaba con los zapatos. Tenía unas bolas negras muy gordas que, con el movimiento, producían un ruido que parecía emular el cascabel del gato de la vecina cuando se acercaba a su rellano, pensó en arrancárselas pero no lo hizo por temor a estropearla, era la única que tenía.
llegó al puerto pesquero y se percató de un grupo de vendedores del mercado que a paso ligero entraron en una nave, tras ellos fue y oyó unos gritos, eran las voces que con fuerza parecían que desgarraban las gargantas de los subasteros de la lonja que estaban adjudicando el pescado que horas antes había llegado.
se acercó al bullicio y la suerte se le apareció: un pescador con mucha gracia le ofreció un calamar. Él le sonrió y, levantando las manos, le dio a entender que no se lo podía pagar porque no llevaba en los bolsillos ni un real, a lo que el pescador ni le respondió. en una bolsa blanca se lo metió y buen día le auguró.
contento y sonriente regresó a su casa, se tropezó con el vecino del primero que, como de costumbre, estaba tomando el sol en la calle, en una mano llevaba un cigarro y en la otra una cerveza que le había traído su resignada mujer.uando se le acercó, el vecino le soltó la misma monserga de otras muchísimas ocasiones: se quejaba de la falta de trabajo. Decía que se sentía Cansado de su situación (y eso que solo eran las 10 de la mañana). no había terminado de hablar cuando le obsequió con el calamar y en voz baja le dijo que al día siguiente a las siete lo esperaba en la puerta del edificio.
Y al oído le murmuró que de la vida nunca nadie dijo que fuera fácil. Hay que vivirla como una batalla que tienes que ganar día a día con esfuerzo y dignidad.

14214 [de Inma Ferre]

14214

Inma Ferre

Después de un tiempo de casados, mis padres, con gran esfuerzo, nos regalaron una Vespa para que pudiéramos desplazarnos al cortijo donde ellos vivían. Así que los fines de semana recorríamos los veintiocho kilómetros que separaban Almería de Cabo de Gata.
En esta época la carretera no estaba asfaltada: era un camino de tierra y piedras que había que ir esquivando, pues los amortiguadores de la moto sufrían lo suyo… y nuestras posaderas también.
En tales circunstancias el viaje se convertía con frecuencia en una aventura. Recuerdo que un día, al incorporarnos a la carretera general, nos paró la Guardia Civil y nos pidió los papeles de la moto, los cuales iban en el hueco que va sobre la rueda trasera en forma de panza y sirve de pequeño trasportín, en el cual llevábamos un conejo desollado y envuelto en papel de estraza (pues el plástico aún no era habitual), una docena de huevos reliados de uno en uno en papel de periódico y alguna que otra morcilla. Cuando mi marido se dispuso a sacar todo aquello hasta llegar a la documentación, el agente, sin poder contener una carcajada, se apresuró a decirnos que prosiguiéramos el viaje y que lleváramos buena suerte.
A los dos años de viajar en Vespa, me quedé embarazada, con gran alegría nuestra y de toda la familia, aunque mi libertad para viajar se terminó. Y nació mi niña, mi amor, mi todo.
Al poco tiempo se nos presentó la ocasión de comprar un Seiscientos de segunda o tercera mano. Aquello volvía a ser otra vez fines de semana al cortijo para que mis padres pudieran disfrutar de su única nieta.
Más tarde nació nuestro hijo, otra inmensa alegría, pues ya teníamos la parejita y, sobre todo, sanos y traviesos, que disfrutaron mucho su niñez en el campo gracias a nuestro Seiscientos.
Años más tarde, compramos un coche nuevo y vendimos el pequeño Seat. Cuando lo vi salir de la cochera para siempre, sus faros eran dos grandes ojos que me decían adiós con tristeza. Lo vi alejarse despacio y confieso que lloré.
Hemos tenido más coches, pero nunca he sentido por ninguno el cariño que por mi pequeño Seat verde (14214, todavía lo recuerdo).