Habrá un antes y un después [de Juan Romero Moyano]

Habrá un antes y un después

-Juan Romero Moyano-

 

Sí, en esto que llamamos la Tierra se ha producido un crack monumental, un caos que ha desequilibrado todos los parámetros que rigen la marcha de este mundo.

Esta situación la ha producido ese bichejo infernal de grosor apenas unicelular, imperceptible, que sin armas nos ha cogido a todos y está aplastando a media humanidad.

Llegó la alarma, el confinamiento en ese «totum revolutum» que produjo la depresión generalizada, fallecimientos, ingresos en UCI, contagios, etc.

Yo, los primeros días de confinamiento, me asomaba a la ventana al amanecer, como siempre venía haciendo: silencio total, ni vestigio de humanos, la imaginación volaba mi escasa visión. Parecía que algún ovni nos hubiera visitado y hubieran abducido a todos nuestros congéneres. Esta imagen no se me ha borrado todavía.

En mi largo peregrinar, y soy viejo, recuerdo lo más parecido: corría allá por los años cuarenta, sobre los once añitos, en Alhucemas (Marruecos), donde vivía, se desató una epidemia de tifus y como medida preventiva me recuerdo pelado al cero, y así todos los niños del pueblo. Las niñas con el pelo muy cortito a lo garçon (¡vaya palabreja francesa que adoptaron!). ¿El motivo? Que la enfermedad la producía un piojo y la bautizaron como el «piojo verde».

En el año cincuenta y siete viví una epidemia de gripe muy agresiva. La denominaron «la asiática». Aspirina, bebidas calientes y un poquito de coñac: en cinco días como si hubieras recibido un palizón y a la calle.

Hasta aquí he expuesto una visión retrospectiva desde un punto de vista no muy alarmante de este fenómeno en la salud, que nos tiene a medio mundo -y al otro medio también- preocupados… es poco: ¿Atemorizados?

Como sea, estamos a mediados de septiembre y ya mi moderado optimismo se ha tornado en unas expectativas más pesimistas. Llega el otoño. Nuestro enemigo secular, la gripe, está a la vuelta de la esquina y se me ponen los pelos de punta de pensar que se alíe con el bichejo.

Creo que los investigadores, científicos, especialistas en epidemiología, etc., empezarán una frenética lucha contra el tiempo para descubrir y poner en marcha lo antes posible la vacuna, única arma para combatir esta pandemia. Según el CIS, en un primer sondeo al ciudadano de a pie, solo el 40% estaría dispuesto a ponérsela.

Y por último, pido a Dios -o a quien proceda- que vaya acabando con tantas desgracias en el género humano: los daños colaterales, laborales (millones de parados, ERES, ERTES, etc.), económicos (ausencia del turismo, cierre en la hostelería, bares…). En fin, hundimiento total de la riqueza y economía del país.

Voy a emitir una opinión: para los políticos un cero, deberían haberse unido en la lucha contra la terrible pandemia en vez de dedicarse a censurar los fallos y errores de los que están en frente. Por lo trascendente de este gran suceso, insisto en que, a partir de hoy mismo y hasta sine die, siempre habrá un antes de y un después de.

Perdonad por atreverme con un tema tan difícil y escabroso. Es la opinión de un viejo terrícola.

 

Almería, septiembre de 2020

 

Ola de calor [de Ginés Bonillo]

Ola de calor
(Derretibles, S.P.)

El día, de finales de enero, no era de finales de enero, sino más bien de finales de abril o de mayo. Así discurre nuestra tierra por el ciclo anual. Yo había salido a la calle en mangas de camisa, sin el pañuelo rodeado al cuello con que suelo protegerme la garganta, mi punto débil en invierno.
Íbamos apurados de tiempo, como siempre; y como siempre, con la lengua baja, a la altura del pecho. Nada más traspasar la puerta corredera de acceso al azulado hospital, sin dudar un milímetro, nos embistió una llamarada de calor artificial, una bofetada de vaho fornario. Tuve la sensación de que nos iban a hornear allí mismo, tomados por inocentes cochinillos; opté, no obstante, por no despegar los labios para evitar dar pie a ser acusado de homo quejicosus.
Al llegar a la octogonal sala de espera de oftalmología, mi acompañante se sorprendió de que hubiese tantos pacientes y dijo:
—¡Qué gentío para lo tarde que es! No cabe un alfiler. Sólo hay dos asientos libres, frente a la consulta de córnea. Ni que los hubieran reservado para nosotros.
Ya sentados, decidí contravenir las normas de buen comportamiento y me sequé el sudor de la frente y del cuello con un pañuelo de mano. Estaba empapado.
A falta de evidencias visuales, yo captaba cierto rumor de fondo que no se debía a lenguaje articulado, sino más bien a leves suspiros, resuellos, alguna boqueada, algún disimulado e incómodo carraspeo…
—¿Qué se oye? —mascullé, alzando el bigote (con lentitud), arqueando la nariz (con disimulo) y frunciendo el ceño (con e, de estoicismo).
—La gente… —contestó mi acompañante en voz baja, acercándoseme al oído, como si fuese a revelarme un secreto; y, a renglón seguido, exclamó, ya en voz alta—: ¡Qué calor hace aquí!
—Será porque venimos corriendo, como siempre —apunté, subrayando el sintagma comparativo.
—¡No empieces ya!
—¿Es que la actividad física no genera calor?
—No.
—¿Ah, no? —repuse sorprendido.
—No, déjate; que los demás están sudando igual que nosotros y ellos están aquí de antes.
El sudor me brotaba a raudales entre las greñas montaraces de la cabeza; las abominables gotitas concurrían en el altozano de la frente; sin detener su curso, fieles a la impertérrita ley de la gravedad, se bifurcaban para esquivar las erguidas serrezuelas de las cejas; resbalaban, serpenteando aún indecisas, por entre los montículos despejados de las mejillas; hasta precipitarse, ya convertidas en pequeños riachuelos, por los meandros del delta que se extiende por el bigote y la barba abajo y desembocar en el mar del pañuelo que sostenía entre las manos.
Mientras sopesaba la conveniencia de escurrirlo con la debida discreción, me asaltó una idea del diablo.
—¿Estás segura —pregunté— de que estamos en la sala de espera? ¿No estaremos en la sala de calderas?
—¿Qué sala de calderas?
—O una sala de calor —sugerí y añadí—: ¿No dicen que el calor es bueno para el reúma?
—¡Qué sala de calor ni qué ocho cuartos! Además, ¿tú estás aquí por la vista o por los huesos?
—Pues en un balneario o una sauna.
—¡Que no! ¡Tienes unas cosas…!
—Yo no, será el calor, que me hace desvariar.
—Será… —remachó ella sin mucha convicción.
A pesar de verme inmerso en aquel soporífero baño, volvió a invadirme una vieja idea:
—No comprendo —comenté, casi sin aliento— esta manía tercermundista de abusar de los servicios para luego tirarse dos meses o dos años sin ellos cuando se averían o agotan. Que hay calefacción, pues al máximo en invierno… hasta que se avería. Que hay aire acondicionado, pues al máximo en verano… hasta que se agota el presupuesto… ¿Y nadie —inquirí— se queja?
—¿Es que puede quejarse alguien? Si está todo el mundo como el queso fundido —aclaró mi acompañante—. Si vieras… hay gente que se ha desabotonado la camisa hasta casi el ombligo y se abanica con lo que puede. Yo creo que no habla nadie a causa del sofoco del calor.
Sintiéndome vagamente autorizado por la actitud de los demás, me remangué la camisa hasta los codos, no pude más, y me abrí un botón del cuello; al poco, me desabotoné dos; luego, tres…
—¡Huy, huy, pero si junto a la consulta de glaucoma una mujer se ha descalzado y se está quitando las…!
—¡Las qué! —pregunté sobresaltado.
—Las medias… ¿qué va a ser? ¿No he empezado a describírtela por los pies?
—No sé. Pero con este calor, ¡podría ser cualquier cosa femenina!
Mi acompañante no estaba para detenerse en mis florituras lingüísticas-vitales.
—¡Buenooo! —exclamó al instante—. Si vieras…
—¿Qué, quééé?
—Que delante de la puerta de campimetría, un hombre se ha quitado la camisa, pero enterica y la ha tirado al suelo.
—No me extraña. Y, sin embargo, ¡nadie protesta! ¿No podrían bajar la temperatura dos o tres grados?
—¿Dos o tres? ¡Y doce o trece!
—Con lo a gusto que estarán ahora mismo en Siberia los sibaritas, a 20 grados centígrados bajo cero…
—¿Los sibaritas? ¿Qué tendrán que ver los sibaritas con este calor? ¡Ya estás con tus cosas! De todas formas, no lo creas. Seguro que alguno se quejaría, aduciendo que habían olvidado puesto el aire refrigerado desde el verano.
—¡Los turistas quejicosus, que no sé para qué viajan fuera de su zona de confort!
Paulatinamente se iba haciendo más sordo aquel rumor de fondo que no respondía a lenguaje articulado, sino más bien a leves suspiros, cada vez más leves; resuellos y alguna boqueada, cada vez más inaudibles; algún disimulado carraspeo incómodo, cada vez menos velar y más apagado…
Nadie hablaba, ni siquiera se advertía un balbuceo inteligible: “A tal punto ha llegado —pensé— el grado de resignación”.
—Y no citan —me lamenté— a nadie de las consultas. Eso es que no se atreven a salir, o que están esperando a que nos aburramos y nos vayamos, o que dan tiempo a ver si alguno se muere y se lo quitan de la lista sin darle un palo al agua. ¡Con lo que cuesta una campimetría!
—¡Qué cosas tienes! Sigue, tú sigue analizando.
—¿Yo analizando? ¿Qué he dicho?
—Cada vez te pareces más a mi padre.
—Porque tu padre tiene mucha experiencia de vida anudada.
Desde hacía buen rato percibía cómo el sudor… no, el sudor no… los ríos de sudor se deslizaban espalda abajo y se expandían por los calzoncillos. Sentía como si me hubiera orinado encima dentro de un sueño traicionero de madrugada. Al final de la gravedad, los calcetines naufragaban en sudor dentro de los zapatos, bailando como en una pista de hielo. Notaba el cuerpo anegado de agüita licuada, como si nos estuviésemos disolviendo.
Yo creo que, en cierto momento, el calor aumentó, si es que podía agravarse una vuelta de tuerca un escenario tan infernal.
—Con este sofoco —presagió mi acompañante, quizá figuradamente—, más de uno se va a derretir en poco tiempo.
—No hará falta esperar mucho. Yo mismo estoy derritiéndome en sudor ya.
—Y yo —confesó ella en voz baja—. Llevo las bragas que parece que me he hecho pipí encima. Pero alguno se va a derretir de verdad, no metafóricamente. ¡Tú es que no ves, pero si vieras…!
—¿No creas!: No hace falta que vea, ya lo sufro.
Al rato se oyó a nuestra espalda, en el asiento de la otra fila, un ligero burbujeo seguido de un prolongado goteo. Preocupado porque no cesaban ni el glu-glu ni el ton-ton, pregunté:
—¿Qué es eso que se oye?
—No sé… Voy a ver.
Mi acompañante se giró y no pudo evitar la expresión de asco consiguiente.
—¡Aaggg! —y la imaginé abriendo un poco la boca, alzando ligeramente los pómulos, entornando los ojos y concentrando las cejas.
—Pero ¿qué hay?
—Yo juraría que antes había una persona. Pero ahora se ha reducido a un charco asqueroso de fluidos y huesos diluyéndose… ¡Aaggg!, no puedo mirar. Parece el vómito amarillento-rojizo de un borracho. Llevaba una camisa de franela amarilla y un pantalón de pana negro, con una boina a lo Pío Baroja.
—No me extraña. ¿“Amarilla”, has dicho? ¡Pobre Moliere! Pero ¿estás segura?
—Ya lo creo. ¡Y tan segura! Si ese hombre trabajaba de conserje en el colegio al que iba yo cuando era niña. ¡Vaya final ha tenido el pobre, después de aguantar durante años a tanto bárbaro!
De pronto, sin dar lugar a ninguna reacción, se oyó la voz del guarda de seguridad, un tenebroso ululato de búho al acecho en su percha, que solicitaba ayuda seguramente por Walki Talkie:
—Venid rápido a recoger otros restos, que aquí hay dos de última hora que empiezan a alterarse. Con un cubo de ocho litros es suficiente, era el viejecillo de la camisa amarilla, el que se escapó en noviembre porque resistió desde las once… Sí, sí… ¡Poca cosa! Este no debe pasar de no más de dos puntos en el baremo del Servicio de Salud. Es poco, pero siempre se empieza por poco.
—Oye —le mascullé a mi acompañante—, esto no me gusta, parece cosa de ciencia ficción… ¿y si nos vamos? ¿Quién nos va a regañar?
Al momento se dirigió a nosotros el guarda jurado, quién (sin duda) gozaba de un oído tan fino como la vista, y debió de oírme el muy plumado.
—No, hombre; si les va a tocar ya mismo —chucheó desde las tinieblas de su reino de la noche, depositando su mano en mi hombro como gesto convincente.
Las palabras del búho metamorfoseado en guarda me dejaron dubitativo ante el dilema de si ya nos tocaba entrar por fin a la consulta o si lo que nos tocaba era derretirnos allí mismo, literalmente, sin ambages. Pero antes de empezar a exponerle al guarda-búho mis reparos (que yo entendía razonables), oí una voz afligida de funcionario atento, que emitía un lamento retórico con ánimo decaído, pero de corazón (o así lo entendí yo):
—¿Sólo hemos arreglado a tres hoy? —interrogó vociacontecido El nuevo personaje.
—Sí, señor director —respondió una voz contundente de ordenanza eficiente, de los que se ganan sueldo y medio—. Pero todavía quedan treinta y siete minutos, y hay cuatro o cinco que están a punto de ceder, porque se encuentran a puntico de caramelo. ¡Esos caen hoy, don Pedro!
—Aun así —refutó el director— no salen las cuentas: ¡como la mayoría tiene edad avanzada… no aportan muchos puntos! Ya sabéis que en estos casos al primero que reducen desde Derretibles S.P. es al director, y no tengo ganas de que me derritan tan joven. Habría que subir el termostato un par de grados más para asegurarnos los objetivos del mes.
—O pasar a mensuales las revisiones trimestrales; y las anuales, a cuatrimestrales. ¿Ya que alargar el tiempo de espera…? —insinuó otro ordenanza, también muy servicial.
—Esa táctica no da más de sí —argumentó el doctor Botero, director del centro desde hacía dos años—. ¡Si ya los tenemos entretenidos aquí desde las ocho!
—¿Y abrir por las noches? –propuso el guarda jurado, que no ocultaba su propensión noctívaga.
—No, supondría más gastos y, en consecuencia, aumento de exigencias en el baremo —apuntó uno de los ordenanzas, que estaba bien instruido en legislación.
—¡Mire hacia allá, don Pedro! —conminó alborozado el otro ordenanza—. Dos más derritiéndose. ¡Empiezan a caer a pares! ¿No da gusto verlos?
—Sí, sí —respondió el director, al que imaginé se le animarían de súbito los ojillos detrás de las gafas redondas a lo Hilario Camacho, bastante confortado a la vista alentadora de los despojos recientes, todavía calientes—. Esto empieza a funcionar. Y sed atentos, muchachos; no seáis cicateros, que nadie dude de nuestra profesionalidad de abnegados funcionarios en pro del servicio público: al que resista hoy lo citáis a revisión para mañana mismo, no le demoréis un mes perdido la cita. ¡Acabemos con el equívoco mito de las listas de espera interminables!… Ah, y al de la camisa remangada hasta los codos, también –añadió, haciendo especial hincapié en el adverbio-. A ese, que es peligroso, porque es de los que analizan hasta la última iota, lo citáis a primerísima hora, a las ocho en punto, que tengamos tiempo de sobra para arreglarlo bien en el día.
—Descuide, señor —le respondieron al unísono los subalternos al calderero mayor, frotándose las manos uno de ellos, como si estuviese adentrándose en la tundra siberiana en pleno enero o se dispusiese a comer tras dos meses de ayuno.
Mi acompañante y yo no nos atrevimos a ir más allá del ademán de mirarnos de reojo, sin atrevernos a erizar un mísero pelo o pelusa que se ofreciera.
—Ah… —les ordenó con un susurro el director a los secuacillos—, y a quien se haya entretenido con esta historia… tomad nota: también me lo citáis mañana a primera hora, que lo arreglemos tan bien como al de la camisa remangada. ¡Vivan los servicios públicos, muchachos!

Mi carro [de Ángel Dámaso Soto]

MI CARRO

Ángel Dámaso Soto

Agarré el carro con firmeza, como todo buen conductor: Cinco kilos de patatas de ojo de perdiz, un kilo de tomates raf (de la tierra), una docena de huevos, una tableta de chocolate, dos paquetes de salchichas, tres rollos de papel de cocina, un paquete de servilletas, un queso de bola, una caja de leche sin lactosa, un paquete de café, un bote de Nescafé, dos kilos de manzanas y tres o cuatro peras que quedaban en la vitrina. De la charcutería cogimos unos chorizos y una morcilla de Los Gallardos.

había varias señoras haciendo cola en la pescadería, por lo cual tuvimos que esperar más de la cuenta. Nuestro turno llegó a cambio de mucha paciencia: la dependienta más bien parecía una relaciones públicas, pero no de esas que hablan cuando tienen que hablar, sino de las que no saben callar y hablan sin parar.

Una señora le pidió una dorada y ésta instintivamente empezó a contarle no sólo su vida, sino que continuó con la de su compañera la charcutera. El caso es que sólo tenía que limpiar la dorada y partirla en dos para hacerla a la plancha. ¡Puñeta con la señora! Hasta le dijo lo que pensaba hacer el próximo fin de semana y mucho más. Por cierto, tiene dos hijos: Juanito, de tres años, y Luisito, de cinco. (¡Como si a mí me importara!) Además, el pequeño, que es Juanito, todavía se hace pis… Yo la escuchaba moviendo la cabeza con resignación.
-la siguiente -dijo la pescadera.
-¡Oh! Es nuestro turno -exclamé con alegría.
Mi amiga levantó la mano y le señaló un enorme salmón. Sin mediar palabra le dijo a la dependienta que se lo llevaba así mismo.
Eran las dos de la tarde y todavía no habíamos salido del supermercado. Por cosas de la vida, Luisa se tuvo que ausentar y eso que mi mujer le repitió en varias ocasiones que no me dejara solo.
Yo me quedé esperando mi turno en caja solo, ya que a ella le surgió una necesidad tan primaria como inoportuna, de esas que educadamente llamamos fisiológicas… (¡Qué leche!: la pobre se estaba meando literalmente).
Mientras esperaba su regreso, me solté del carro que hasta ese momento había llevado agarrado, y bien agarrado, para hacer una llamada de teléfono. Agradecí que un amable chico me recogiera el bastón blanco que se me había caído al suelo.
Sólo pasaron unos segundos cuando llegó mi turno para pagar. Me sorprendió la prontitud con que la cajera me atendió. Fue realmente rápida, como un rayo; pero «Bueno -me dije yo-, alguna suerte tiene que tener uno de vez en cuando».
Pagué la compra con mi tarjeta y amablemente la chica me dijo que en menos de veinticuatro horas me llevarían la compra a casa. Al cabo de unos minutos apareció Luisa con una voz de agradecimiento. Yo le dije que no se preocupara, que todos somos hijos de Dios.
Al día siguiente llamaron a la puerta de la casa. Era el repartidor del supermercado. Mi mujer no supo qué decir. Al ver la compra, se quedó de piedra y diciendo para sí misma: «Esto, ¿qué puñeta es?»
Sobre el poyo de la cocina le habían dejado tres cajas de cerveza y dos paquetes de condones.
Se dirigió a mí pidiéndome la lista que me había dado. Yo, sin entender nada, le aseguré que no me había equivocado y que me acordaba todavía perfectamente de lo que ponía en la lista, pero instintivamente exclamé:
-¡¡joder, cambié de carro en la caja del supermercado!!