Érase una vez…
No es una pesadilla ni un cuento de terror. Ocurrió en nuestro planeta. Este se vio amenazado, pues las personas que en él vivían no eran conscientes del daño que le estaban causando.
Mandaban naves a otros planetas. Contaminaban los ríos, los mares, los acuíferos. Todo estaba lleno de plásticos. Los aviones, las fábricas y los automóviles emanaban gases muy contaminantes. Pero la gente vivía muy bien y seguía ajena al problema que estaba causando.
Hasta que llegó un día que el planeta estuvo tan herido que comenzó a sangrar y sus gotas llegaron a la Tierra que, como estaba tan contaminada, se fueron convirtiendo en virus peligrosísimos. La gente moría y enfermaba a gran velocidad. Los médicos y enfermeros trabajaban sin descanso.
La gente tuvo que encerrarse en casa mucho tiempo. Las calles se quedaron desiertas. Los establecimientos cerraron. Eran ciudades fantasma. Pero lo peor fue que las familias se quedaron incomunicadas: los abuelos no podían ver ni abrazar a sus nietos, ni los hijos a sus padres. Muchos ya no volverían a verse.
La gente empezó a darse cuenta de lo importante que es el cariño de la familia y a querer la Tierra, pues de ella salían los alimentos, que era lo único que ahora necesitaban. Agradecían a tantas personas que hacían llegar la comida cada día a sus casas, aún poniendo en riesgo sus vidas.
Pasó el tiempo y, poco a poco, la gente fue saliendo de las casas. La pandemia estaba pasando. Las ciudades estaban limpias de contaminación. Se veían y escuchaban los pájaros, los árboles estaban más verdes y el cielo más azul. Y la gente se dio cuenta y empezó a valorar lo importante que es la Naturaleza; que se podía vivir haciéndole menos daño; y que lo trascendental es lo más cercano.
No hace falta ir a la Luna, es más bello contemplarla desde la Tierra ¡y bastante más barato!