El árbol de la vida [de Inma Ferre]

El árbol de la vida

Inma Ferre

Reinaba en la estancia un profundo silencio. Marta, sentada en una hamaca, se balanceaba sigilosamente. En sus serenos rasgos se reflejaba la paz. Volvía, tras muchos años de ausencia, al lugar donde vio la luz por vez primera.

Entreabrió los ojos y, a través del visillo, miró el árbol que siendo niña plantara con la ayuda de su padre. Era tan alto que apenas dejaba entrar el sol por la ventana.

Siguió balanceándose en la vieja hamaca. Cerró los ojos y se dejó invadir por los recuerdos. Aquellos recuerdos que, de vez en cuando, acudían a su memoria; y se preguntaba qué hubiera sido de su vida de no haberse dejado llevar por la imposición de aquella madre fuerte de carácter y que, sin duda con la mejor intención, manipuló su existencia.

Dejó volar la imaginación y, como en una película, fueron pasando escenas de su corta adolescencia. Le dolía profundamente. Agitó la cabeza, negándose a seguir recordando tiempos pasados.

Se levantó de la hamaca y se dirigió al dormitorio. Se vio reflejada en el espejo del armario. Ya su imagen no era la que le devolvían tiempos pasados. Pegó la cara al cristal del espejo hasta aplastarla, queriendo sacar la niña que aún seguía llevando dentro. Se apartó bruscamente. Buscó el árbol con la mirada para convencerse de que, para alcanzar aquella altura, tenía que haber pasado muchos años.

El chirrear del viejo portón del jardín le hizo estremecerse. Buscó un claro entre las ramas del árbol para ver quién venía a romper el silencio de la casa y de su monótona vida.

Se le iluminaron los cansados ojos y una mueca de felicidad inundó su rostro. Andrea y Mario corrían hacia la casa. Eran sus dos nietos menores. Se disputaban cuál llegaría primero a darle un beso. Traían en las manos unas pequeñas semillas para sembrarlas al cobijo del gran árbol.

Los niños no imaginaban el sentimiento que para ella tenía aquel pequeño gesto. Pensó que, al igual que nadie sabía el significado de aquel viejo árbol que, para los demás, era casi molesto por su gran altura, pero que en verano se agradecía tanto su sombra y servía de refugio para tantos pajarillos que, con sus trinos y revoloteos, daban vida a las mañanas y las tardes de la vieja casa.

Tampoco nadie sabría en el futuro, cuando crecieran dos pequeños arbolitos al abrigo del viejo árbol, que eran cuatro generaciones de amor.

Gafas de oír de lejos [de Ginés Bonillo]

Gafas de oír de lejos

Ginés Bonillo

Portaba gafas y era peculiar, porque no se puede decir otra cosa ni que usara gafas. Y sin duda alguna era peculiar aquella profesora que nos enseñó a traducir La Guerra de las Galias (de Julio César) y el Pro Sexto Roscio Amerino (de Marco Tulio Cicerón), y quizá algo de la Aulularia o comedia de la olla (de Tito Maccio Plauto). Acaso se llamase Clara o Aurora.

Traía las gafas en las manos, revueltas entre el bolso blanco, algunos libros, un paquete de pañuelos de papel (que entonces eran indefectiblemente Kleenex), un par de tizas (de aquellas cuadradas, que soltaban tanto polvo que, al salir de clase, uno parecía más un yesaire que un profesor y, al cabo del día, siempre se acumulaban tres dedos de yeso al pie de la pizarra), entre otros utensilios dispares… unos guantes, un paquete de cigarrillos (que luego no devoraba, a diferencia de otros que consideraban el aula prolongación de un salón de opio), un mechero, una lupa pequeñita, un silbato negro de árbitro de fútbol, una moneda de chocolate fracturada en cuatro o cinco pedazos, dos o tres caramelos Pictolín de menta… Nada más sentarse en el sillón, dejaba sobre la mesa sin orden ni concierto las gafas y cuantos trastos acarreaba ese día. Apenas utilizaba las gafas después. Mas, cuando alguien le planteaba alguna duda en relación con la traducción del día, se aproximaba el micrófono y nos brindaba la ocasión de corear en voz baja –casi una salmodia- y al unísono, como siguiendo un ritual, su respuesta invariable:

-Un momento… Espera que me ponga la gafa, que sin la gafa no oigo de lejos –mientras todos asentíamos imperceptiblemente con un leve movimiento de cabeza confirmando la validez universal de nuestra hipótesis.

Claro que sus dificultades de “audición de lejos” no eran lo único que resolvía con las gafas. Treinta años después aún recuerdo el día que, intentando justificar su ausencia a clase en fechas próximas y tras unos segundos titubeando, al fin alcanzó a decir:

-… la cuestión es… ¡la gafa! –y se quedó tan pancha.

Treinta años después, y a pesar de las diversas veladas dedicadas a tan arduo cometido, ninguno de los asistentes a aquella clase memorable ha logrado descifrar tan escueto como trascendental mensaje. Suponemos que la profesora seguía el principio retórico de la abreviatio, reformulado en la máxima gracianesca.

Seis pares de botas [de Ángel Dámaso Soto]

Seis pares de botas
Ángel Dámaso soto

Han pasado muchos años… Quizás por esa razón todo ha cambiado tanto. Era terminando las fechas navideñas, aquéllas que hoy muchos añoramos, cuando las zambombas y panderetas acompañaban el jolgorio de nuestras voces: todos juntos cantábamos sin parar aquellos villancicos que se nos han quedado clavados en la mente a más de uno.

¡Eso sí que eran Navidades! No como las de hoy, que a bote pronto podría decir que son una mala imitación.

Era cinco de enero y la carta a los Reyes Magos no se la había enviado. Ni mucho menos fue por olvido, sino porque en mi barrio por no haber, no había ni buzón y de cartero ni me acuerdo. Me solía divertir jugando al escondite, a las chapas, bailando el trompo… ay!, olvidaba lo principal: con el tirachinas me lo pasaba genial.

eran tiempos diferentes, ni peores ni mejores que los de hoy, pero al menos vivíamos la realidad. Sinceramente creo que las nuevas tecnologías nos están confundiendo y, por olvidar, hasta los niños se han olvidado de jugar.

Aquel día en especial, mis hermanos y yo estábamos muy cansados porque todo el santo día estuvimos de un lado para otro sin parar, eso sí…siempre sonrientes porque disfrutábamos de lo esencial, el amor a la vida y a la amistad.

No se habían ido todavía los últimos rayos de sol cuando nos
fuimos a regañadientes a descansar y a dormir. Al día siguiente nos despertamos a las siete de la mañana, recuerdo muy bien que todavía era de noche, pero a nosotros nos daba igual, era día de Reyes y, cómo todos los niños, también teníamos sueños e ilusiones, aunque lo cierto es, que poco podíamos esperar.

La sorpresa que nos esperaba a mí y a mis hermanos fue de lo más original: nos encontramos con un montón de botas de agua de todos los tamaños y colores. Todavía no nos habíamos aseado, pero eso sí: todos estábamos con las botas puestas.

La gran alegría que me llevé nunca la podré olvidar. Al salir a la calle, empezó a llover, nos temían hasta los charcos. Son recuerdos que no se olvidan, todo lo contrario: los llevas con alegría. En mi mente todavía tengo clavada la cara de satisfacción que mi padre tenía al ver cómo disfrutábamos ese día de ilusiones…

¡Pobre hombre! Su cara lo decía todo.

Laberinto [de Inma Ferre]

• Laberinto
Inma Ferre

Sonó el despertador, me incorporé y lo apagué. Aunque no tengo necesidad de levantarme a una hora determinada, lo sigo haciendo quizá para no sentirme innecesaria. Me levanté, miré por la ventana: la mañana se presentaba gris pero apacible, al contrario de los días anteriores, que fueron huracanados. Me dirigí a la cocina, me preparé un café y una tostada y desayuné tranquilamente.
Me dispuse a dar mi paseo habitual, pues a causa del mal tiempo llevaba varios días sin hacerlo. Cogí un paraguas, salí a la calle y empecé a caminar sin rumbo.
Recordé mi antiguo barrio: hacía treinta y cinco años que me había cambiado al centro, aunque seguía conservando la antigua casa, en la que habían nacido mis hijos. Recorrí una por una las calles solitarias pero muy limpias. Ya no existía la panadería, ni la carbonería, la fragua… Me venían a la memoria muchas de las personas que habían vivido en aquellas casas y que ya habían fallecido, pues cuando yo era joven ellas tenían la edad que ahora tengo yo.
Poco a poco se fue apoderando de mí una sensación de tristeza; unas tímidas gotas empezaron a caer ,abrí el paraguas y seguí recorriendo el laberinto de calles. El chisporroteo de la lluvia en la tela era el único ruido que llegaba a mis oídos. Cuando llegué a mi antigua calle, me di la vuelta para no pasar por delante de mi casa, no quería trasladar allí la carga gris que me invadía.
Quise recordar aquellos años de casas de planta baja con las puertas abiertas, que dejaban oír lo que ocurría en su interior.
Por las mañanas una oleada de niños y niñas repeinados y oliendo a Heno de Pravia corrían alborotados al colegio. Mientras las madres, barriendo y rociando las calles de tierra, comentaban con la vecina qué iban a hacer de comer ese día; aunque era innecesario puesto que los olores de las ollas, al igual que las canciones de la radio, salían por las puertas.
A las cuatro de la tarde todos los hogares tenían sintonizada la radio en el mismo programa: Lucecita o Simplemente María, y tantas otras que nos hicieron echar alguna lágrima o enfadarnos con “el chulito” de turno o “la mala malísima”.
A las cinco, las calles se volvían a llenar de niños alegres con su bocadillo de mortadela o Nocilla. Las niñas saltando a la comba o al elástico, y los niños jugando a las canicas o al balón… y todas las tardes la misma historia: los chicos se sentaban en los trancos para verle las bragas a las niñas cuando saltaban. Las pobres se remetían las faldas entre las piernas, restándole agilidad; y se formaba la bronca, momento que aprovechaban las madres para dar por finalizado el juego y comenzar a hacer los deberes.
Con estos pensamientos me fui acercando a la Puerta de Purchena y otros recuerdos se fueron intercalando en mi mente. Me senté en el Kiosco Amalia, el único antiguo que perdura; y, mientras tomaba un café, recordé los viejos establecimientos como La Africana, conocida como La Africanilla, El Río de la Plata, La Tijera de Oro, Calzados El Misterio, almacenes Segura, Los Claveles… que impregnaban con su olor, y no por cierto a flores sino a un marisco a la plancha que se olía desde un kilómetro a la redonda.
Llevé la mirada hasta el rinconcillo donde, cuando yo era niña, había un fotógrafo con un caballo de cartón que a mí me parecía un poco ridículo, acostumbrada como estaba a los de verdad. ¡Cómo había cambiado Almería en sesenta años!
De pronto miré el reloj, era la una del día, tocaba volver a casa, a preparar la comida, no sin antes pasar por Simago (perdón, Carrefour), para hacer la compra. Toca volver al presente.

Luces de colores [de Ángel Dámaso Soto]

Luces de colores

Ángel Dámaso Soto

“Era entretenido y ahora es un puñetero desatino, las mariposas no están aquí, ¡pronto empezamos!”

Estuve buscando las rosas.

“Las había doradas, rojas y azules, éste año quiero las tres, el pasado sólo puse las rojas, aunque lo del color es lo de menos si no fuera porque no quiero contrariar a mi mujer, el año pasado las guardé en un cajón y por arte de magia parece que han volado, es raro porque aquí no suele tocar nadie, aquí no toca ni el gato, porque siempre me toca a mí poner el dichoso árbol”.

-No te oigo, cariño. ¡ah!, me dices que ya las has encontrado, gracias, mi amor. Ya me estaba inventando un cuento de hadas, ya sabes que últimamente pienso lo que no debo. Pero vamos a ver.

“Lo de ver lo digo en el buen sentido de la palabra, porque ver no veo ni un pijo, como a menudo dicen los marcianos, los marcianos no, los murcianos, y a lo mejor también los marcianos, ¿por qué no?… bueno, y ahora qué pasa, con qué puñeta me he pinchado, ha sido con el pico de la paloma, ¡joder! como si estuviera viva la dichosa paloma, suerte he tenido, tanto la he sobado que no sé cómo no me ha dado un picotazo, gracias a Dios todo ha quedado en un arañazo… tengo que seguir buscando, recuerdo perfectamente que había cuatro, ¡vaya tela!”

-Ya falta menos, cariño.

“Las manzanas ya están puestas y las peras van de camino, esto marcha a buen ritmo… cuando esté listo lo pongo en el rincón del salón junto al caballo, dicen mis hijos que así queda más lindo, pero de poner el árbol nada de nada, eso que lo haga papi aunque esté listo, sobre gustos no hay nada escrito, si fuera un reno al menos lo comprendería, pero un caballo, ¡qué pinta aquí un caballo?… son las ocho de la tarde y todavía no he terminado, sólo me faltan las guirnaldas, pero no voy a poner las que tienen 50 luces, ¡no!, esto tiene que tener magia, voy a poner las de 100 luces de colores, así quedará más bonito, mientras unas cuantas se encienden que las otras se apaguen, ¡ya ves…para qué puñeta quiero yo las luces, si no veo ni el árbol!”

-Niña, dame la estrella que ya he acabado… ¡FELIZ NAVIDAD A TODOS!

Y SIN EMBARGO, SE MUEVE (II: Descatalogados) [de Francisco Olivencia]

Y SIN EMBARGO, SE MUEVE
II: Descatalogados

Francisco Olivencia Orozco

En principio, esta historia no tiene nada de especial en el sentido de que, por desventura, no es única (al menos, en la mayor parte de su desarrollo). Aunque bien mirado, sí tiene algo que la hace especial… muy especial.

La tecnología

La tecnología avanza que es una barbaridad. No hay más que fijarse en los teléfonos móviles. Vaya salto cualitativo. Quién no recuerda los antiguos, llenos de botones en relieve, con puntitos, generalmente en el número cinco, con el fin de que fuese más rápido conseguir orientarse en el teclado sin necesidad de mirarlo. Alguien dirá: “¡Qué tiempos aquellos, qué haría yo sin la lisa pantalla de mi smartphone¡ Sin embargo, hubo un grupo de personas al que, con aquel avance se le erizó la piel: ciegos y discapacitados visuales graves se preguntaron qué harían sin sus botones, los que no dependen de una descriptiva voz sintética, que puede fallar en cualquier momento, en especial, cuando más lo necesitas.

¿Qué fue de aquellos botones que daban confianza, que estaban siempre ahí, con su relieve y su forma detectable a la “caricia” del dedo que ve? Eran botones serviciales, siempre dispuestos, independientemente del nivel de cobertura o batería.

No hace tanto, alguien entendió que en la cocina también sobraban los botones.

La búsqueda

Hace dos años, un familiar cercano, con una discapacidad visual igual a la mía, necesitaba cambiar la cocina. Momento de ponerse en marcha. Tras buscar información concienzuda sobre el asunto, llegamos a la conclusión de que lo mejor para cocinar, era un sistema de inducción, por aquello de que el riesgo de quemarse es menor. Además, con unos buenos botones, concretamente cuatro, uno para cada fuego. La posición del botón la orientaría sobre el fuego elegido y el grado de giro del botón informaría sobre la potencia seleccionada. Nada mejor para que una persona, capaz de cocinar platos sencillos, pueda seguir haciéndolo y mantener unos niveles mínimos de autonomía necesarios para conservar parte de su bienestar personal.

Ahora solo faltaba encontrarla. Para ello consultamos a técnicos especialistas en formas y sistemas de adaptación y rehabilitación de ciegos. Gracias a ellos, obtuvimos unas cuantas marcas, susceptibles de ser accesibles. Con ellas en el bolsillo, nos dirigimos a visitar los grandes almacenes de la provincia, las marcas más prestigiosas, los puntos de venta de electrodomésticos más importantes.

¡Desolador! La respuesta fue siempre la misma: “Eso que buscan, hace tiempo que no existe”. Estábamos allí, al lado, rodeados de electrodomésticos digitales de última gama, pero sin botones. Montones de vitrocerámicas y sistemas de inducción lisos, maravillosos para limpiarlos en un pispás, pero sin un solo botón que pueda servirle de referencia a un ciego, o sencillamente, a una persona mayor con problemas de visión asociados a la edad. Sí, que nadie se extrañe, son de esas dificultades que todo el mundo tendrá cuando pasen unos años.

Ni un solo botón que orientase en aquella selva de cuatro fuegos y permitiera, ¡qué sé yo!, ¿cocer unas verduras, por ejemplo?

Eran electrodomésticos perfectos en apariencia, pero su estética los hacía inservibles para muchas personas. Me pregunto si alguien se habrá molestado en realizar ese cálculo. Imagino que sí: aquéllos que un día decidieron sacar los electrodomésticos con botones del mercado.

La respuesta fue siempre la misma: “Señor, eso que buscan… no existe, está descatalogado: el mercado no fabrica ese tipo de productos”.

Cabizbajos, volvimos a casa. “¡No existe, están descatalogados, estamos descatalogados!”

Tras un año de desesperanza volvimos a intentarlo.

¡Estupendo! Otra vez las mismas marcas: quizá, por distintas presiones, sensibilidad del mercado o de yo no sé quién, hayan vuelto a incluirnos en catálogo. Perdón, quise decir “a incluirlos en el catálogo”. ¡Ya me entienden! Así que, con energía renovada, nos dispusimos a realizar el mismo itinerario en busca de nuestra “vitro con botones”.

Sorpresa, extrañeza… ¡Frustración! La misma respuesta: “Señor, están descatalogados, no existen, no se fabrican. Así, como ustedes lo necesitan… NO”.

Conclusión: no estaban catalogados, estábamos descatalogados.

El encuentro

Pero esta vez no nos rendimos. Fuimos a visitar tiendas menos importantes, donde la persona que atendía era el jefe o alguien próximo al mismo.

¡Milagro! Por fin un establecimiento donde nos prestaban atención. Ante nuestra petición, el señor se molestó, buscó en catálogos, páginas web, contactó con fabricantes… Sin solución alguna. Pero no se rindió, insistió : de nuevo hizo llamadas, habló con su jefe y decidieron que aquello que le pedíamos podía existir. “No se preocupen: tardaremos unos meses, pero si no lo encontramos haremos que nos lo fabriquen”.

Y así fue. Hoy este familiar cuenta con un sistema de inducción con el que puede cocinar, porque tiene botones y porque Santiago y Sergio dijeron: “Sí, señor, existe”.

El epílogo

Ésta es la historia de la búsqueda de unos botones, que han sido posibles gracias a Ventamanía, una tienda pequeña, nacida en Almería, en la que lo ético cuenta más que lo estético. Es, quizá por eso, porque al frente cuentan con personas como Santiago y Sergio, por lo que hoy es una cadena de éxito, con tiendas en muchos puntos del territorio nacional.

De aquel encuentro surgieron propuestas, ideas de adaptación e inclusión. Conseguir que los electrodomésticos se diseñen contando con las dificultades de accesibilidad de los usuarios, también con las especificidades de las personas con alguna discapacidad o, como se viene llamando ahora, con diversidad funcional. Ellos cuentan con fabricantes que están dispuestos a incluirnos de nuevo, a todos, sin fronteras, en el catálogo de la vida diaria.

Papel higiénico [de Ginés Bonillo]

Papel higiénico
(Ship paper)

Ginés Bonillo

Aunque por entonces conservaba pequeños restos de visión, siempre que alteraban las secciones en el supermercado o cambiaban de lugar los cuatro artículos que necesitaba comprar, me volvía loco para encontrarlos en su nueva ubicación. ¿Quién no?
He de reconocer que aquella tarde, después de haberle dado un par de vueltas infructuosas, con lo grande que es el supermercado, andaba ya molesto, quizá un poco tirante.
Viéndome perdido (o quizá por la delación que me inflige mi bastón blanco), una señora de las que llaman reponedoras -acaso entendiendo que se le presentaba la ocasión de cumplir su obra de caridad del día pendiente, cuando ya el luciente Apolo, para refrescar las doradas hebras de sus hermosos cabellos, precipitaba su carro hacia los lejanos confines del agua océano- se aproximó y me preguntó:
-¿Puedo ayudarle en algo, caballero?
-Yo sólo quería papel higiénico, pero llevo una hora buscándolo y no sé si es porque se ha acabado o es porque lo han cambiado de sitio… el caso es que, después de mil vueltas, he visto (es un decir) de todo menos papel higiénico… pero, vamos, ¡para una urgencia!, como suele decirse –contesté, y el retintín de las últimas palabras transmitían a las claras mi malestar.
-Lo hemos cambiado de sitio, señor. Ahora está junto a la fruta. ¿quiere que Le ayude?
-¡Ah, muy adecuada la nueva ubicación, sí;, Si es usted tan amable…
Cinco pasillos más allá… y sí, allí estaba el noble papel higiénico (ese del que, por desempeñar una labor tan forzada, nunca se habla). Ya frente a los estantes abarrotados de paquetes de rollos de papel, la vendedora empezó a encuestarme, como buena comercial:
-¿Le gusta la hoja suave o la prefiere un poco tiesa… –inquirió, aunque la elipsis denotó su duda sobre la idoneidad del último adjetivo- algo rígida, mejor dicho?
-Pues… mejor suave, ¿no?
-Entonces, el ecológico –sugirió ella- no se lo aconsejo, porque me parece menos suave y te permite menos posibilidades luego.
-Bueno.
-Ahora bien, lo tiene acolchado suave, confort seda compacto por 4, confort sensitive, Confort placer… Puede elegir.
-¿«Placer», ha dicho? ¿Cómo es eso?
-Pues mejor –respondió la vendedora-. Hay más variedad, pero con esos tiene suficiente para hacerse una idea, ¿no le parece?
-Sí, sí… y Sobra.
-Y ¿lo quiere simple, de una capa, o doble, de tres o cinco capas?
-¿El de cinco capas es doble también?
-Pues claro.
-¿No será «quíntuple»?
-Ah, no sé. Yo lo que sé es que es doble también.
-Y el de dos capas, ¿cómo se llama?
– Pues «doble simple», ¿cómo se va a llamar? Bueno, ¿de cuál quiere, en definitiva?
-Pues… doble simple mismo, que me ha gustado.
-Y ¿quiere un paquete triple, o de cuatro rollos, de seis, nueve, doce, veinte, treinta y dos…?
-¿Hay paquetes de treinta y dos rollos? Será para colegios, restaurantes y negocios de ese tipo, digo yo.
-¡De treinta y dos! ¡Y de cuarenta y ocho rollos, y hasta de sesenta! ¡Digo, será por variedad! Ah, y también tiene estos días, además de la semana del pollo, una oferta de tres por dos, por si le interesa.
-No, si yo…
-¡Que le interesa menos cantidad…! Para eso puede elegir usted entre el Mega Rollo / «Nunca se acaba», el Rollo Gigante / «Tres veces más grande» y el Kilométrico / «El doble de largo, más grande, mejor higiene».
-No, si yo vivo solo… -ahí titubeé y me perdí frente al dilema de que si me llevaba poco papel tendría que volver a comprar pronto, pero si pedía mucho aquella señora me encuadraría en su interior y para los restos en la categoría de cagón, adjetivo que a nadie le ha gustado nunca.
-Lo veo a usted muy indeciso –comentó ella, para terminar de ayudarme a salvar el bache.
«¡Indeciso, dice!» –me dije, sintiéndome abrumado por tanto dato, cuando ya no me acordaba de la mitad y eso que no sospechaba lo que me quedaba por oír.
-No, no… -empecé a decir, con tan poca convicción que ella me interrumpió al momento.
-Y, oiga, ¿lo quiere perfumado?
-¡¿Cómo?! –dije, con una entonación ambigua, entre exclamativa e interrogativa, que me salió del alma, sin darle crédito a lo que acababa de oír.
¿Que si lo quiere perfumado?
-¿Perfumado también hay?
-sí, ¿por qué no?, ¿qué se cree usted? Tenemos de todo. Lo tiene con olor a fresa, mandarina, limón, vainilla, talco… Tiene que ir decidiéndose. ¿Cuál quiere?
-¡¡Y yo qué sé!! ¡Papel higiénico!… Yo sólo quería papel higiénico. ¡Qué más dará!
-¡Cómo va a dar igual, hombre! Es que no es lo mismo uno que otro, ni ocho que ochenta. Y ¿lo quiere con dibujitos o sin dibujitos?
-¡¿Con dibujitos también?! –me salió de nuevo la entonación ambivalente. ¿Bromea usted o se quiere quedar conmigo?
-No, señor, para nada. Sepa que muchas marcas llevan dibujitos.
Aquel «para nada» se me clavó en el alma. ¡Qué plaga la del «para nada» (que debería aportar una idea de finalidad, no de negación rotunda) para negar categóricamente! ¿La gente no sabe que existe un hermoso «en absoluto» para estos casos? Sin embargo, me centré en los dibujos y me limité a ironizar:
-Y ¿qué pintan los dibujitos? ¿Qué hacen los dibujitos ahí?
-Es un detalle, un capricho.
-Y ¿qué dibujitos pintan, por curiosidad?
-Verá, hay Círculos así, ¿cómo diría yo?, como alargados…
-Ovalados.
-Será… puntitos, ositos y elefantes, flores y líneas… así como celestillos, azules más oscuros, moradillos… Ah, y como tres eses mezcladas… Y hay más.
-No –afirmé tajante- quiero dibujitos.
-¿No? –preguntó incrédula la señora, que seguro que ella utilizaba en casa papel de todos los dibujitos. («Me jugaría un ojo» -pensé).
-¡No!
-Y ¿por qué no? ¿Qué le han hecho a usted los dibujitos, si puede saberse? ¿Qué molestias pueden causarle estos dibujitos?
Se confirmaba mi tesis de que aquella señora era una acérrima defensora de los dibujitos y mi suposición de que tenía su casa llena de papel de todos los dibujitos. (¡Hubiera ganado un ojo! ¿Qué pena de ocasión perdida?)
-Veamos. Los ositos tienen garras afiladas y dientes, los elefantes son muy grandes y tienen una trompa y dos colmillos muy largos, muchas flores tienen espinas que pinchan y un abejorro revoloteando cerca… ¿Qué se me olvida?
-Los círculos y los puntitos –respondió como diciendo: «¿A ver qué le sacas a estos dos, que no tienen boca ni espinas?»
-Ah, sí. Los círculos y los puntitos pueden deformarse y salirle aristas y picos. ¡Y las líneas quebradas (técnicamente «poligonales», que el nombre ya se te clava y asusta), no veas el peligro! Me duele nada más pensarlo.
-En conclusión, que no le gustan para nada los pobres dibujitos. Como si ellos, por estar ahí, causasen muchas molestias…
-Ni beneficios. Además, mi ex mujer me ha abandonado por un pintor. ¿Le parece poco motivo? ¿Qué me dice?
-Pues que le tendrá bien pintada la casa.
-Ese pintor no, con un pintor de cuadros.
-¿Con un artista? –exclamó bajando mucho la voz-. ¡Qué poca vergüenza! Pues yo –dijo acercándose a mí, profundizando un momento de complicidad- me hubiera ido con ellos, como en el chiste, aunque sea nada más que por joder un poco… Entonces, te comprendo: nada de dibujitos, ¡pero para nada! Otra cosa: y ¿de qué color prefieres el papel: blanco, rosa, amarillo, crema…? Hay más, dime, que yo te aconsejo el que combine mejor.
Noté el rápido cambio en el tratamiento. Imaginé que supuso que la confidencia que acababa de hacerle –que, por cierto, distaba mucho de ser cierta, pero me venía bien para propiciar una situación luminosa- le movió a compadecerse un poco más y se sentía próxima a mí, por lo que creía natural pasar a tutearme.
A estas alturas, no obstante, yo estaba cansado, ¿qué digo «cansado»?, me encontraba harto, o más… estaba llegando al punto máximo de desesperación, me bullía la sangre como el agua cuando se acerca al punto de ebullición.
-Es usted muy amable, pero… en confianza, …para lo que es, ¿qué más da el color?
-¡Hombre, claro que es importante el color! ¡Para que combine! ¿A que ni siquiera lo has pensado? –y sentí que me taladraba con sus palabras, más en tono de recriminación conyugal postcoital que de obra de semicaridad cristiana y/o comercial.
-Disculpe, señora, pero ¿qué necesidad hay de que combine el papel con la sustancia en cuestión?
-¿Qué necesidad? –repitió, entre insolente y perpleja ante mis reticencias.
Creo que la vendedora no debió de comprender mi metonimia, pero la pregunta que me dio por respuesta colmó mi paciencia y perdí un poco los papeles.
-A ver, señora… hablando claro y –en un acto de atrevimiento, aproveché el puente que ella había tendido con el tuteo, y reduciendo el volumen de voz a casi un susurro- disculpe, la mierda de todo el mundo es mierda y no importa el color… Al fin y al cabo, ¿qué importa que combine o no el papel? ¡Para quien va a ver el resultado de la combinación!
A la vista de la incredulidad que debía de mostrar la vendedora en el rostro, y más por su silencio, la verdad, dudé sobre el sentido de sus palabras y pregunté:
-O ¿con qué va a combinar?
-¿Con qué –repitió, más incrédula aún- va a combinar? ¡Con los azulejos! ¡El papel tiene que combinar con los azulejos del cuarto de baño!
-¡¿En serio¿! Nunca lo había pensado…
Mas, aprovechando mi desconcierto ante semejante revelación, añadió para rematar la faena:
-¡¡Hombres!! –exclamó en voz baja, sintetizando en una sola palabra (realzada por la entonación que todos habremos sufrido más de una vez) toda una concepción del sexo feo; pero añadió, dominada por su espíritu mercantil (no sabemos si nato o adquirido)-: Ay, también tienes un papel Dermis / «Cuida tu piel», con pH neutro, enriquecido a la leche de almendra.
Fue la estocada final. «¡Leche de almendra para el culo! Inconcebible»: pensé. Soportaba tal acumulación de información negativa en la mente y me parecía tal el despropósito al que ha llegado la civilización humana en tantos y tantos aspectos que tomé una determinación rápida y tajante:
-¿A la leche de almendra…? Pues, ¿sabe lo que le digo? ¡A la mierda el papel higiénico!
-¡Para eso es, caballero! –respondió la vendedora, volviendo a marcar distancias en el tratamiento, y haciendo gala de ser dueña de la paciencia que yo acababa de perder.
-¡Hoy no me llevo papel! –le comuniqué, con determinación, como si no estuviese claro.
-Hace bien, si le queda…
Me alejé enfadado hacia la puerta de salida, de un humor que me llevaban los perros… irritado con el papel y la reponedora, con el supermercado y la sociedad, con el sistema capitalista y la Historia universal… con el mundo entero. Y me alejaba sin haber acabado de digerir toda la conversación, mientras imaginaba a la reponedora, con los brazos en jarras en la cintura, siguiéndome con la mirada y adoptando una postura de sabia espera y de estar pensando: «¡Ya vendrás mañana…! ¡Si tienes que venir!», consciente de mis necesidades (incluidas las orgánicas).

ADVERTENCIA. El autor asegura que, de cuantas características concernientes al papel higiénico halló en un conocido supermercado, así como la variedad ofertada, con vistas a construir el relato, sólo ha mostrado algunas por temor a resultar poco creíble. Pero anima al lector avispado a explorar a fondo las secciones de limpieza y comprobar por sí mismo el catálogo y gama de sofisticaciones. No se arrepentirá.

Sentado en la butaca [de Ángel Dámaso Soto]

Sentado en la butaca

Ángel Dámaso Soto

Todos los días se levantaba con el sonido del despertador, las seis y media de la mañana. Buena hora para empezar el día, aunque no se tenga nada que hacer. continuamente se preguntaba con extrañeza por la ambigüedad de aquéllos que se pegan como imanes a las camas y, sin estar necesitados de descanso, marchitan las horas con la cabeza debajo de la almohada.
los días son traicioneros, siempre sabemos lo que duran, 24 horas, pero jamás las que vamos a contar.
Aquélla mañana desayunó y salió muy temprano, era un frío día del mes de Diciembre, se puso unos guantes de lana, se arropó con una bufanda muy larga, hasta el punto de que tuvo que darle varias vueltas alrededor del cuello porque se la pisaba con los zapatos. Tenía unas bolas negras muy gordas que, con el movimiento, producían un ruido que parecía emular el cascabel del gato de la vecina cuando se acercaba a su rellano, pensó en arrancárselas pero no lo hizo por temor a estropearla, era la única que tenía.
llegó al puerto pesquero y se percató de un grupo de vendedores del mercado que a paso ligero entraron en una nave, tras ellos fue y oyó unos gritos, eran las voces que con fuerza parecían que desgarraban las gargantas de los subasteros de la lonja que estaban adjudicando el pescado que horas antes había llegado.
se acercó al bullicio y la suerte se le apareció: un pescador con mucha gracia le ofreció un calamar. Él le sonrió y, levantando las manos, le dio a entender que no se lo podía pagar porque no llevaba en los bolsillos ni un real, a lo que el pescador ni le respondió. en una bolsa blanca se lo metió y buen día le auguró.
contento y sonriente regresó a su casa, se tropezó con el vecino del primero que, como de costumbre, estaba tomando el sol en la calle, en una mano llevaba un cigarro y en la otra una cerveza que le había traído su resignada mujer.uando se le acercó, el vecino le soltó la misma monserga de otras muchísimas ocasiones: se quejaba de la falta de trabajo. Decía que se sentía Cansado de su situación (y eso que solo eran las 10 de la mañana). no había terminado de hablar cuando le obsequió con el calamar y en voz baja le dijo que al día siguiente a las siete lo esperaba en la puerta del edificio.
Y al oído le murmuró que de la vida nunca nadie dijo que fuera fácil. Hay que vivirla como una batalla que tienes que ganar día a día con esfuerzo y dignidad.

14214 [de Inma Ferre]

14214

Inma Ferre

Después de un tiempo de casados, mis padres, con gran esfuerzo, nos regalaron una Vespa para que pudiéramos desplazarnos al cortijo donde ellos vivían. Así que los fines de semana recorríamos los veintiocho kilómetros que separaban Almería de Cabo de Gata.
En esta época la carretera no estaba asfaltada: era un camino de tierra y piedras que había que ir esquivando, pues los amortiguadores de la moto sufrían lo suyo… y nuestras posaderas también.
En tales circunstancias el viaje se convertía con frecuencia en una aventura. Recuerdo que un día, al incorporarnos a la carretera general, nos paró la Guardia Civil y nos pidió los papeles de la moto, los cuales iban en el hueco que va sobre la rueda trasera en forma de panza y sirve de pequeño trasportín, en el cual llevábamos un conejo desollado y envuelto en papel de estraza (pues el plástico aún no era habitual), una docena de huevos reliados de uno en uno en papel de periódico y alguna que otra morcilla. Cuando mi marido se dispuso a sacar todo aquello hasta llegar a la documentación, el agente, sin poder contener una carcajada, se apresuró a decirnos que prosiguiéramos el viaje y que lleváramos buena suerte.
A los dos años de viajar en Vespa, me quedé embarazada, con gran alegría nuestra y de toda la familia, aunque mi libertad para viajar se terminó. Y nació mi niña, mi amor, mi todo.
Al poco tiempo se nos presentó la ocasión de comprar un Seiscientos de segunda o tercera mano. Aquello volvía a ser otra vez fines de semana al cortijo para que mis padres pudieran disfrutar de su única nieta.
Más tarde nació nuestro hijo, otra inmensa alegría, pues ya teníamos la parejita y, sobre todo, sanos y traviesos, que disfrutaron mucho su niñez en el campo gracias a nuestro Seiscientos.
Años más tarde, compramos un coche nuevo y vendimos el pequeño Seat. Cuando lo vi salir de la cochera para siempre, sus faros eran dos grandes ojos que me decían adiós con tristeza. Lo vi alejarse despacio y confieso que lloré.
Hemos tenido más coches, pero nunca he sentido por ninguno el cariño que por mi pequeño Seat verde (14214, todavía lo recuerdo).

Ensayo sobre la Ceguera [de José Saramago]

Ensayo sobre la ceguera

José Saramago

Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra de asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloque de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar el automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta. Estoy ciego.
Nadie lo diría. A primera vista los ojos del hombre parecen sanos […]