¿DESDE CUÁNDO LO TIENE?
Otra vez en urgencias, por enésima vez. De nuevo ante la consulta número 3. Domingo a las diez de la mañana, era de esperar, lo uno y lo otro, todo… Todo era de esperar.
-Siempre nos pasa en fin de semana –dice mi mujer con tono neutro, simplemente referencial-. Cuando no hay especialistas de guardia.
-Si es un médico generalista, le pedimos disculpas y nos vamos –respondo con tono decidido.
Por megafonía me nombraron y nos dirigimos a la consulta número 3. Como imaginábamos, a la legua se adivinaba que iba a atenderme una médica generalista y, por añadidura joven, residente de segundo o tercer año; por lo que, dada la especialización que había alcanzado yo en mi córnea (tras mi vía crucis y doctorado de diez años de oftalmólogo en oftalmólogo y de tratamiento en tratamiento), tenía el convencimiento de que sabía yo más que ella acerca del origen y la medicación adecuada para el dolor ocular que me atormentaba desde hacía unas horas.
Con un «Buenos días, díganme» nos recibió.
-Desde esta madrugada, hacia las cuatro, tengo un dolor intenso en el ojo izquierdo. Para ahorrarnos tiempo y dada la intensidad del dolor que me aqueja –decidí ir al grano-, ¿puede usted acceder a mi historial?
-Sí, supongo que sí –respondió la muchacha.
-Verá, me ocurre lo mismo que el día 27 de septiembre pasado. Si consulta el informe del oftalmólogo, sabrá los síntomas y la medicación, que resultó acertada, pues me curó. Así de sencillo, sin entrar en más consideraciones. Y más, teniendo en cuenta que mañana puedo volver, cuando ya podrá atenderme un especialista.
-Claro, pero es que tengo que anotar esta nueva incidencia en su historial. Cuénteme usted.
-¡¡Todo!!
-Si es muy extenso, hágame un resumen.
-Mi historial es muy largo. ¿Quiere el lejano, que se remonta a 1969; o el medio, desde 1986; o el cercano, desde 2003; o el inmediato, desde 2012?
-Resuma lo más importante. Pero espere que entre en el ordenador para acceder a su historial.
Por la lentitud del tecleo (un mundo entre letra y letra) supuse que escribía a dos dedos, buscando entre la jungla del teclado los caracteres. Como ya llevaba unas seis horas soportando el dolor, decidí tomármelo con tranquilidad y plegarme a sus instrucciones.
-Veintitrés veces, caballero… Veintitrés veces ha acudido usted a este servicio de urgencias en los últimos años.
-¡Ya se lo dije! ¿Empiezo? –Ante su gesto afirmativo, proseguí-: En 1969 yo estudiaba 1º de E.G.B. en la clase de doña Julia, que cojeaba un poco de una pierna (hecho que a los alumnos nos llamaba la atención), y fue ella quien se dio cuenta de que yo no veía bien la pizarra. Así que llamó a mi madre para que me llevara al oculista (entonces los llamábamos así, no oftalmólogos, como ahora) y salí con unas gafas de pasta con cristales gruesos (entonces no había cristales reducidos, ni anti reflejos, etc.). En 1970…
Yo imaginaba a mi mujer con ademán impasible, pero pensando: «Esta le ha tocado la moral y él ha adoptado el modo guasón».
-Puede saltarse unos años –me alentó la médica.
-En 1987 me «soldaron» en Barraquer unos puntos que tenía débiles (así me dijeron) en la retina. Todo fue bien. En 1988…
-Sáltese algunos años.
-¡Ya le dije que mi historial es muy largo! Y ¿a qué año quiere que me vaya?
-A años más cercanos.
En plan telegráfico le hablé de lentes intraoculares, de queratoplastias y principios de rechazo, de cataratas medicamentosas y glaucomas refractarios, de válvulas de drenaje y hasta anhelos de enucleaciones…..
-Pero todo eso no tiene importancia ahora –concluí, soportando a duras penas el sufrimiento-. Lo que me lacera es un dolor intenso en el ojo izquierdo desde esta madrugada, probablemente debido a una reacción inmunitaria, agravada por las altas temperaturas veraniegas, provocándome la aparición de alguna úlcera corneal… Un cuadro al que se hace frente mediante una medicación intensa sobre la base de un corticoide, dexametasona por ejemplo (para reducir la inflamación y la reacción inmunitaria), algún antibiótico (para evitar posibles infecciones) y atropina (si cursa con dolor de intensidad, como es), además de algún diurético (para rebajar la tensión ocular, por si estuviere alta), y potasio (para compensar la pérdida de este mineral a causa del diurético) y comer plátanos… Ya me ocurrió en septiembre, y en marzo pasado, y hace dos años… Me sé la medicación y hasta la posología de memoria.
-Dice que tiene un dolor en el ojo izquierdo, ¿no?
-Sí – respondí con resignación, pensando que todavía iba copiando por lo del «dolor intenso».
-¿Y el ojo derecho?
-No, el ojo derecho va por otro camino. Ese no me duele. Por el que he acudido a urgencias es por el izquierdo.
-Sí, ya; pero empecemos por el ojo derecho. ¿Tiene visión en el derecho?
-¿Cómo voy a decirle que no vengo por el ojo derecho, sino por el izquierdo, que es el que me duele? Centrémonos en el izquierdo, por favor.
-Entonces, en el ojo derecho no tiene visión, ¿no? –Estaba claro que ella seguía su guion y no atendía a razones pragmáticas.
-Eso. Ponga que no y ya está –afirmé deseando abreviar el interrogatorio que, después de diez minutos perdidos sin entrar en el verdadero motivo de mi visita de urgencia, empezaba a parecerme kafkiano.
Pero ella seguía erre que erre. ¡Otros cinco minutos desperdiciados en el dichoso ojo derecho y su estado!
-Entonces, es solo el ojo izquierdo, ¿no? –preguntó al fin.
Después de haber afirmado en varias ocasiones que era solo ese ojo el que me dolía, no creí necesario responder a su pregunta, que consideré retórica.
-Y, ¿desde cuándo lo tiene? –preguntó con firmeza.
No podía creérmelo. ¡Si se lo había referido mil veces ya! Y para colmo, la doctora, enfrascada en la tarea de elaborar el informe más que en mi dolencia, acababa de caer en lo que durante años yo les advertía a los alumnos sobre «la traición de las pronominalizaciones». Se me presentaba uno de esos momentos mágicos-luminosos que muy de tarde en tarde te brinda la vida y lo solté, con gravedad, de corazón, haciéndome el sorprendido:
-¡¿El ojo?!
La joven doctora se sorprendió más que yo, porque se le escapó una leve sonrisa, que percibí claramente, mientras me aclaraba:
-No, ¡el ojo no!; el dolor.
-¡¡Ah!! Disculpe, es que en mi estado no coordino bien.
Ya en el coche, de vuelta a casa, mi mujer, que me conoce casi tan bien como yo, me comentó:
-¡Qué cosas tienes!
-¿Yo? –repliqué, haciéndome de nuevas.
-Sí, ¡tú! –repuso ella.
-¿Qué he hecho? –objeté con tono inocente.
-Lo sabes muy bien. Al instante intuí que se la ibas a hacer. Pero esa mujer se pasará el resto de la vida, cada vez que se acuerde, planteándose si de verdad le has respondido despistado o si estabas de cachondeo.
-Salvo que le guste la lectura –vaticiné.