Eclosión
(Recuerdos de la niñez)
Inma Ferre
Nací en abril de 1945. Años difíciles, según mis padres, aunque yo no llegué a tener conciencia de ello hasta cumplir los seis u ocho años, cuando un día los escuché hablar de las estrecheces por las que pasaban.
Eso quizá me hizo madurar demasiado pronto y, en las pocas veces que veníamos a Almería, casi siempre a pagar la contribución, cuando mi madre insistía en comprarme algún detalle, yo siempre lo rechazaba poniendo cara de no gustarme. D vuelta en el cortijo, le confesaba que quizá lo que yo quería era demasiado caro y ella, por complacerme, se gastaría mucho dinero.
A pesar de todo, fui una niña feliz, rodeada del cariño de mis padres, de mi abuela y de mi tía, que formaban el núcleo familiar. Aunque eran muy estrictos en la educación y buenas costumbres: todavía recuerdo que me hacían leer a diario un libro de urbanidad llamado La pequeña Florita… i ¡anda que no era cursi la pobre niña! en fin, preparando una chica modosita para casarla con un buen chaval, pues «a los pericos no los quería nadie», según ellos.
Mi madre, que al comienzo de la guerra tuvo que dejar sus estudios de Magisterio, fue quien me dio lección junto a dos niños de unos vecinos, ya que el colegio se encontraba a cuatro kilómetros de distancia.
Así aprendí las cuatro reglas, como se decía antes, el catecismo, como era lógico, y lo que a mí más me gustaba, los problemas (conjuntos, en tiempos de mis hijos). Me gustaba aquello de… «Un ganadero vende 63 ovejas a 34,80 pesetas, 47 cabras a 28,75 pesetas y 129 corderos a 27,25 pesetas; y tiene que pagar el pienso de 6 meses, que asciende a 700 balas de 25 kilos de alfalfa seca, a 18 céntimos el kilo, y 4650 kilos de cebada, a 79 céntimos el kilo. ¿Cuánto le queda al ganadero?»… ¡Nada!, como siempre.
Muchos recuerdos valiosos para mi aprendizaje llegaron del contacto con la Naturaleza; por ejemplo, seguir los pasos desde que las semillas se siembran en la tierra y a los pocos días se ve el bancal salpicado de brotes, que se van transformando hasta echar el fruto. Es un precioso espectáculo.
Otras enseñanzas surgieron de la proximidad con los animales. Por ejemplo, otra forma de procreación e, incluso, la sexualidad las viví de forma natural, pues era corriente ver a los animales engendrando, pariendo… Y mis padres tenían la suficiente delicadeza para explicarme todo lo que yo preguntaba.
En una ocasión, tendría yo nueve años, le pedí a mi padre ver a mi yegua dar a luz. Me dijo que, si yo creía estar preparada, que me llamaría. Y así lo hizo.
Ese día pasé un mal rato viendo cómo sufría el pobre animal, relinchando y dando vueltas, y cómo mi padre ayudaba a sacarle el potrillo; pero fue precioso ver cómo su madre, nada más nacer, lo lamía y lo empujaba con el hocico para indicarle las ubres.
me eché a llorar, creo que de la tensión, abracé a mi padre y me fui corriendo a acurrucarme en la falda de mi madre. En ese momento quería ser potrillo.
Esas sensaciones no tienen ocasión de experimentarlas nuestros niños. Pues aunque yo no tenga una extrema añoranza por el pasado, sí me habría gustado que se conservaran algunas de aquellas vivencias como forma de aprendizaje.
El aprendizaje en contacto con la naturaleza es el más natural (valga la redundancia) y primitivo, el más empírico. Todo el relato me parece sublime, entrañable dentro de su sencillez. La autora consigue transmitir su fina sensibilidad a la niña y sus inocentes vivencias infantiles. Y transmite más de lo que dice, porque el lector imagina lo que calla la autora. ¡Buen relato!
Se trata de un relato entrañable, empapado de tiernos sentimientos. Es de agradecer que todavía haya quien siga escribiendo de forma sencilla sobre los temas cotidianos, sobre la relación del hombre con la naturaleza y nuestros sentimientos más íntimos. Eso es la poesía de lo sencillo, la poesía de la vida . Y hoy día en un mundo enfermo de consumismo, herido por la corrupción, me parece fundamental retomar la más pura esencia del ser humano.
Sigue escribiendo así, pues es un placer poderte leer.