Y sin embargo, se mueve
(I: La confianza)
Francisco Olivencia
Un niño de apenas dos años gateaba por el suelo fresco y limpio de una tarde calurosa de julio. Rodeado de su familia, recorría entre gritos de ánimo y alabanzas todos los rincones de la sala.
Eran años de siesta larga, de reuniones de vecinos ante una sandía refrescada al amparo de la regulación natural de la oscura alacena. Las puertas sin pestillo, abiertas de par en par, invitaban a pasar a los vecinos.
Sólo dos tareas ocupaban a aquellas personas: dar buena cuenta de aquella sandía, por un lado; y hacer que aquel niño sintiese cada vez más ganas, más prisa, por explorar los entresijos de aquel medio que tan agradable se le hacía.
Por debajo de las sillas, por encima de cojines y almohadones, gateaban sus piernecillas como las aspas de un molino de viento. Eran dos brotes de vida en movimiento, un movimiento que se animaba cada vez más por aquellos cánticos reforzantes que, en resumen, estimulaban en modo imperativo: «Corre, explora, haz tuyo y entiende el mundo que te rodea».
Nada podía detener a aquel niño que sonreía inundando de alegría transparente toda la habitación. Esta era la prueba para los adultos: aquel niño era feliz.
De pronto, un llanto seco, hondo, profundo, heló la sonrisa de aquellas personas. Un olor a carne quemada fue la primera pista para la ávida madre. Una colilla encendida bajo la rodilla del chiquillo hizo que la mujer se dirigiera hacia el abuelo con cara de enfado.
Su alzhéimer, sin medios para diagnosticarlo en aquel tiempo, provocó que aquel abuelillo desdentado olvidara nuevamente tirar su cigarro al cenicero.
Era lo malo de que aún existiera la costumbre de fumar en espacios interiores.
La pequeña señal que le dejó la quemadura todavía lo acompaña hoy en la pierna.