El buen samaritano
Ginés Bonillo
“No se confundan. A pesar de todo, se agradece.
(Marvin “Dúñer” Ríos)”
Los saltitos de la cantera del bastón sobre los tetones de las losas (y su ras-ras ras-ras) me indicaron rápidamente que había llegado al semáforo. Pero dudé por un instante y, aunque estaba casi seguro de que me encontraba en la tercera calle desde la Avenida de Amatisteros, me detuve a recapitular por si me había equivocado. Necesitaba reorganizar la información.
Si mis cuentas eran correctas, en la acera de enfrente, al otro lado del semáforo, un poco más adelante, debía haber una cafetería muy conocida en la ciudad: El Unicornio Azul, aquella de la Nochevieja más triste, con los dos solos en medio de la fiesta general, sin cotillón al que ir ni ilusiones que cumplir. Al día siguiente rompimos y el mundo se hizo añicos, aunque no se hundió.
Yo recorría aquel trayecto con cierta frecuencia, por lo que lo tenía bien tomado. Pero ese día… pudo ser que llevara muchas cosas en la cabeza, o que el viento me descentrara por miedo a ser arrastrado, o a que una ráfaga caprichosa me quitara el sombrero para depositarlo amablemente bajo los neumáticos de un automóvil, o que me había dejado llevar por la voz al principio plácida y sinuosa de una muchacha que le comentaba a alguien por el móvil –deduje que sería una conversación por teléfono porque no se oían las intervenciones del interlocutor del otro lado del satélite, a pesar de las intimidades que le voceaban sin rubor alguno-, una muchacha que le comentaba a Ceci (a esta altura de la conversación ya podíamos, yo y todos los que pasaban en ese momento por la calle, aportar su nombre: tal vez Cecilia, porque nunca se sabe ¡con el sunami hipocorístico que corre) que apenas había pegado ojo en toda la noche -“abrazada a él, besándole el pecho”… Y yo pensé que tuvo que ser algo más que abrazado… y besándole algo más que el pecho… ¡con lo largas que son las noches de invierno ventosas!-, o simplemente que me confié… el caso es que me despisté un instante y dudé. Ese fue mi error.
Ante la duda, con la paciencia que uno desarrolla con los años y los desengaños, decidí detenerme y hacer acopio de datos: a lo lejos, en la acera opuesta, entre el ruido de los coches, creía percibir la algarabía de cantos de los pájaros –canarios, periquitos, cacatúas…- de la tienda de animales que había junto a la cafetería.
Todavía estaba parado, reorganizando la información, cuando, sin aviso previo, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, alguien me agarró por el brazo y tiró de mí a la voz de zafarrancho “¡Yo le paso!”, cual consigna de guerra.
Entre la sorpresa –mínima, porque no era la primera vez que me pasaba algo parecido- y la urgencia de evitar que se me trastabillaran los pies con la samaritana arremetida, el leísmo (feo, aunque aceptado) no fue lo que más me molestó de semejante ataque de compasión.
Ya del otro lado, cuando consideró conveniente dejarme en posición vertical, el abnegado señor le puso la cinta con lazo a su buena acción:
-¡Aquí ya se arregla usted! –pregonó con suma amabilidad, seguramente satisfecho de la obra de caridad del día que acababa de hacer. Digo “pregonó” porque era de esas personas que, de buena fe, creen que los ciegos, además de ciegos, somos no sé si sordos o tontos, porque nos hablan a grito pelado, como solemos hablar a los extranjeros, desestimando la tan manida queja de que lo importante no es la cantidad ni el volumen sino la calidad y, por añadir algo, la velocidad (entendiendo, en este caso, calidad por ’buena vocalización’).
-Perdone, ¿en esta acera, un poco más adelante, se encuentra la cafetería El Unicornio Azul? -le pregunté.
-Sí, sí… Va bien.
-Pues…
-¿Qué le pasa? –inquirió, desconcertado.
-Que yo iba a la farmacia que está enfrente de la cafetería, en la otra acera.
-Y ¿por qué no lo ha dicho antes? –me espetó, ahora con tono un tanto molesto.
-Porque no me ha dado tiempo ni a respirar.
-Pues yo no puedo pararme más. Pídale a otro que le ayude… ¡Digo, encima que lo paso hasta sin pedírmelo…! –añadió conforme se alejaba calle abajo.
Por suerte, de nuevo los tetones de las losas me indicaron el camino de vuelta a la acera de enfrente. Y, por suerte, también en la farmacia tenían dexametasona.