ORGULLO (de Ángel Dámaso Soto)

ORGULLO

Le preguntó a su hijo si le quería acompañar. Tenía que ir a la farmacia y a comprar dos barras de pan. No había terminado de hablar él cuando su hijo ya se había despedido de sus amigos y le tendió su brazo para empezar a caminar.
Las vecinas les saludaban por las calles: unas iban a comprar y otras a cuchichear, para así entre ellas llevar la vida de todos y la de nadie en particular. Es gracioso: de las críticas ni los gatos se escapaban. Así era el barrio de su ciudad.
Era domingo y la farmacia estaba cerrada. Los dos se dispusieron a coger el autocar para ir al centro. Subieron al autobús. Iba lleno de hombres, mujeres y niños; todos muy contentos porque se dirigían al parque de atracciones.
No quedaban asientos libres. Apiñados y casi sin poder respirar, empezó el autobús a transitar. Se agarró con fuerza a una barra. Tan apretados iban que era imposible moverse y menos caerse.
Un caballero alargó su brazo y con la mano tiraba de él, ofreciéndole gentilmente su asiento. El hijo se lo agradeció y le dio las gracias, diciéndole que solo faltaban tres paradas para llegar y que su padre podía viajar de pie aunque tuviera su dificultad.
Bajaron del autobús y empezaron a caminar. Su padre le dijo que le explicara por qué motivo renunció al ofrecimiento que le hizo en el autobús aquél amable señor.
El hijo, pensativo, le respondió que en esta vida hay que ser solidario y consecuente con los demás.
-Tú estás fuerte -añadió- y, agarrado a la barra, puedes viajar, porque solo eres ciego y nada más. El señor que educadamente su asiento te ofreció, era discapacitado físico y llevaba un andador.
El padre, orgulloso, le dio las gracias a su hijo y, en voz baja, le dijo: «Te quiero, mi amor».