Una mañana de enero, un señor salió de su casa en un distinguido barrio de Almería. Con suma determinación y prudencia se dirigió a la estación del ferrocarril, hoy llamada intermodal, que está junto a la de toda la vida, ésa que es patrimonio nacional. sí, ésa misma, ésa que tienen olvidada las autoridades.
Era persona muy conocida, saludaba con educación y los “Buenos días” daba a todos. Ello fue precisamente lo que le hizo cambiar de planes y, en vez de bajar del tren en Madrid, donde también era conocido, continuó en el que iba con destino a Valladolid, donde jamás había estado.
Al llegar a la estación, entró en los servicios públicos y cambió su vestuario: se puso unos pantalones rotos, junto con una camisa de color verde pálido y unas zapatillas viejas que, del tiempo, habían perdido el color. Cuando salió con tal apariencia, reanudó su marcha por las apacibles calles de la bella ciudad castellana. Llegó a un gran parque, donde los pájaros cantaban y hasta los pavos reales lo invitaban a conversar con el simpático barquero que en una pequeña cascada se encontraba. Su experiencia estaba siendo un clamor: nadie lo saludaba y aun menos le hablaba. Era todo lo contrario: sentía que la gente lo evitaba. Anduvo desorientado por las calles de la ciudad.
Las horas se le hicieron eternas y no pudo aguantar más del hambre que tenía. Decidió sentarse en un chiringuito a orillas del Pisuerga. Jamás hubiera podido imaginar los impedimentos que el camarero le iba a poner: sin poder explicarse, ni siquiera poder hablar, constantemente lo invitaba a abandonar la mesa que acababa de ocupar. El hombre, con semblante apagado, de su bolsillo sacó unas monedas, pero tuvo la sensación de que una tras una estaban cayendo en una polvera, porque nada consiguió del camarero. Lo censuró con educación y suma delicadeza, diciéndole que él tenía suficiente dinero para pagar lo que le quería encomendar. Éste seguía ignorando sus palabras, de pie junto a él, en silencio, lanzándole una mirada que más bien parecía el rejón de un torero que se hundía en su ser.
En un descuido del camarero, cogió una bolsa que llevaba atada a la cintura; con sigilo entró en los aseos, se lavó la cara, se peinó y, con prontitud, se cambió de ropa. Volvió a ocupar el mismo lugar. El camarero, extrañado, se acercó a la mesa y, Sin hablarle, ahora le sonreía.
Instintivamente el caballero se levantó devolviéndole la sonrisa con mucha educación, le dio unos “Buenos días” y, tras ello, abandonó el local. El camarero salió tras él, pero no consiguió nada. Quedó muy pensativo e, incluso, intentó hablar con su conciencia… pero ésta no le devolvió la palabra.