Empezaba a anochecer. Sentado en el borde de la piscina, junto al laurel que prospera con vigor a orillas de la acera, descubrí con sorpresa cómo se encendía, a unos veinte metros, una de las dos lámparas solares que flanqueaban la puerta de acceso de la casa al jardín.
Llevaban tres días al sol las lámparas cargando sus baterías, los tres días necesarios según las instrucciones minuciosamente leídas por mi mujer mientras yo pensaba en otras cosas, tres días de ansiosa espera, los tres días que hacía que las habíamos comprado; y, por fin, una de ellas abría su luz ecológica y amarillenta al jardín y a la noche que se avecinaba.
Me incorporé con entusiasmo y empecé a acercarme a ella, ilusionado con la idea de inspeccionar su funcionamiento, que me resultaba mágico, sin cables, sin recarga eléctrica, sin nada… sólo cual eco póstumo del sol… De pronto la luz se tornó anaranjada, o así me pareció a mí; ante lo cual, dudé y me detuve unos segundos. Sí, estaba claro, era naranja, no amarilla, ¡qué va!, ni amarillenta. Lo de antes habría sido figuración mía, o confusión, consecuencia de la emoción.
Retomé la marcha, pero al momento, sin concederme tregua ni respiro, la luz se hizo rojiza, o eso me parecía a mí. Volví a detenerme, cada vez más extrañado e indeciso. ¡Era roja! Y al momento, violeta. ¡Pero violeta, estaba claro! ¡Violeta! Y a los dos o tres segundos, azul… ¡Azul, era azul, no violeta. ¡Azul! ¡Madre mía, cómo estaba! Azul, de un azul que azuleaba, y luego… verde, pero verde-verde, verdísima vamos, ¡o no!, verde no, más bien amarillenta otra vez, sí, amarilla, o no, casi tirando a naranja después… ¡Santo cielo! ¡Cómo estaba yo!
Entre tanto, a la otra lámpara no se le ocurrió nada mejor sino iluminarse también, pero iluminarse con una luz que era violeta cuando la primera me tenía casi convencido de que iban a ser amarillas las luces de las dos; y la segunda, queriendo hurgar un poco más en mi confusión, quizá queriendo competir en audacia con la primera, se transfiguró en azul al tiempo que la primera decidió parecer naranja; a lo que la segunda, altanera y arrogante, respondió convirtiéndose en verde, pero verde-verde… Estaba perdido. ¡Ya no sabía qué pensar! El jardín parecía una feria o, algo más, una discoteca… eso ¡si es que algún vecino no nos tomaba por un puticlub!
-¡Dios santo, pero qué mal estoy de la vista! ¡Esto ya no es la córnea! Va a tener razón mi mujer, voy a tener que ir de nuevo al oculista –pensaba yo, lamentándome en silencio, y me sujetaba cabizbajo la frente con una mano, cuando apareció mi mujer en la puerta de la casa y me dijo, toda dulce y emocionada:
-¿Has visto, cariño, qué chulas son? ¡Cambian de color ellas solas!
-¡Qué bien! –atiné a decir, callando el resto.