La misma plaza grandiosa donde de niño yo jugaba, parecía haberse achicado porque, con doce pasos, ya la había cruzado.
No lo comprendía y, con gran sorpresa, me quedé confuso y, a la vez, extrañado. Pensé que la memoria me estaba traicionando porque habían pasado muchos años. Aunque parecía que tocaba los recuerdos con la mano, la verdad es que estaban muy lejanos.
Es curioso que la gran fuente que en el centro se hallaba… ni la veía, de lo pequeña que parecía ahora. Como si de un sueño se tratara, se había convertido en un simple pitorro del que abundante agua fría manaba.
Pensé que los recuerdos materiales de mi niñez habían empequeñecido. Lo positivo de todo era que el cariño y el amor por esos buenos momentos habían crecido. Es curioso lo sabia que es la vida: con el paso del tiempo, te evalúa y lo gracioso de todo es que la nota que te pone la vida, la recibes personalizada y certificada.
Me adentré en el barrio y, con gran sorpresa, me encontré las calles solitarias y mudas; ni un simple ruido emitían, las puertas de las casas estaban cerradas y la soledad del barrio se sentía en la piel y en el corazón.
Aquél barrio, en el que antaño todos los vecinos se sentaban en las puertas de sus casas a tomar el fresco como buenos hermanos, hablaban, discutían y se entretenían. Todos tenían problemas, pero a su manera los compartían. Eran vecinos, pero no como los de hoy en día, que son vecinos sin ningún sentido y, de hecho, lo podría demostrar.
Cerré los ojos y, por un momento, mis recuerdos se fueron a aquellos años donde la soledad ni se conocía, ¡y no sería por el hambre que la gente padecía!, a la niñez que yo recordaba, donde todos los críos del barrio por las tardes en sus calles corrían y reían… Todo sonrientes salíamos de nuestras casas, unos con el bocadillo de sobrasada en la mano, otros con un trozo de fuet, sin olvidar a aquellos que salían con los diminutos quesitos de El Caserío, de forma triangular, que le ofrecían sus madres con mucho cariño y esfuerzo.
Con nostalgia recuerdo que, en los trancos de las puertas todos sentados y muy animados, merendábamos. Era una gozada porque disfrutábamos de lo lindo: unos se manchaban las manos y, con ellas, los pantalones de chocolate Elgorriaga, ¡qué bueno que estaba! Cuando terminábamos de merendar, parecía que de la guerra habíamos salido. Nuestras madres nunca estaban vigilantes, no había nada que temer si no fuera por la pedrada que algún amigo, jugando, te pudiera obsequiar… pero, como había sido sin querer, no pasaba nada, aunque era inevitable el castigo que tu madre te iba a dar encima. Después de merendar, íbamos corriendo todos a la plaza, a jugar: unos se divertían con las canicas y otros jugaban a las chapas, las niñas a la rayuela y otras saltaban a la comba.
Fueron años muy felices, éramos pobres pero muy dichosos. ¡Hace tantos años que es extraño lo cercano que en nuestras mentes éstos recuerdos están!
Nunca se me olvidará el día que mi padre compró un televisor, la marca era Danubio. Mi madre lo ponía en el portal de la casa y en la calle todos los niños en las sillas nos sentábamos. ¡Cómo olvidar El Fugitivo, El Virginiano o Bonanza, entre otras series que tanto nos entusiasmaban. A las nueve de la noche, “los Peques” nos anunciaban que era hora de dormir, y nos cantaban:
Vamos a la cama,
que hay que descansar
para que mañana
podamos madrugar.
Hay quien dice que vivíamos engañados, y no lo pongo en duda. Hoy todo es diferente, porque no se piensa en los demás. El consumismo nos controla y, a la vez, nos devora; pero lo peor de todo es que hoy en día los niños no disfrutan de su propia infancia, todo son miedos.
Ahora todo es diferente. Y yo, sinceramente, me pregunto en voz alta: “¿Por qué puñeta habrá cambiado la vida si en nada ha mejorado?”