EL ESPEJO ( de Ángel Dámaso Soto)

El espejo

Hoy estoy reflexionando sobre algo que siento profundamente. Es difícil hablar de uno mismo porque, por desgracia, siempre lo suelen hacer los demás. A veces lo hacen con acierto, pero la mayoría se equivocan.
Es difícil captar la verdad ajena. La explicación es muy sencilla: si uno mismo no se conoce del todo, cómo te van a conocer los demás. Resulta grotesco y absurdo.
Desde hace algún tiempo mi vida va por otros derroteros. Ocurre que un día, por alguna razón, todo lo ves de otro color. El mundo se encierra, se hace diminuto dentro de su inmensidad, te guardas tus miedos, te conviertes en un verdadero actor, disimulas, sonríes al mundo, o mejor dicho, a los tuyos para no preocuparlos, aparentas estar alegre y te ríes… Contar chistes, no; nunca se me ha dado bien, pero de buena gana aprendería.
En definitiva, todo se vuelve áspero y frío, pero como buen actor lo disimulas y hasta triunfas, te dan la enhorabuena e incluso te felicitan por tu actitud. Algunos comentan que eres un «fuera de serie».
Francamente les puedo decir que se equivocan: lo llevo bastante mal, es difícil adaptarse, estoy enamorado de mi familia y de la vida. Eso es lo único que me hace feliz. Puedo, por fortuna, gritar que soy el hombre más dichoso de la tierra. Creo que no me equivocaría en decirlo porque lo soy.
Solo hay una cosa que me altera y me hunde en la miseria: son los cuchicheos, que hablen en silencio de mí, que sientan pena… Eso me pone mal de los nervios.
Que nadie se equivoque. La verdad es que lo he pasado tremendamente mal, pero ya es pasado. Hoy es diferente: me he adaptado a mi nueva situación.
Y a aquellos que sienten pena de mí, les rogaría que se miraran al espejo. Ellos tienen la suerte de verse, y como si de un espejo mágico se tratase, le pregunten por lo que no desearían tener o por lo que les gustaría poseer. Seguramente algunos necesitarán muchas horas en tal experiencia.
Pena se puede sentir de mucha gente que por desgracia vive precariamente: esas madres que no tienen para dar de comer a sus hijos, esas familias desahuciadas de sus casas sin saber donde van a dormir, eso sí que da pena.
Lo mío no tiene importancia. Me solidarizo con todas las familias que actualmente lo están pasando mal. Dentro de mis posibilidades colaboro con las organizaciones e instituciones existentes para tal fin.
Pena de mí no, por favor, yo lo tengo todo, sobre todo muchísimo amor. No puedo pedir más.

Y SIN EMBARGO, SE MUEVE (I: La confianza) [de Francisco Olivencia]

Y sin embargo, se mueve
(I: La confianza)

Francisco Olivencia

Un niño de apenas dos años gateaba por el suelo fresco y limpio de una tarde calurosa de julio. Rodeado de su familia, recorría entre gritos de ánimo y alabanzas todos los rincones de la sala.
Eran años de siesta larga, de reuniones de vecinos ante una sandía refrescada al amparo de la regulación natural de la oscura alacena. Las puertas sin pestillo, abiertas de par en par, invitaban a pasar a los vecinos.
Sólo dos tareas ocupaban a aquellas personas: dar buena cuenta de aquella sandía, por un lado; y hacer que aquel niño sintiese cada vez más ganas, más prisa, por explorar los entresijos de aquel medio que tan agradable se le hacía.
Por debajo de las sillas, por encima de cojines y almohadones, gateaban sus piernecillas como las aspas de un molino de viento. Eran dos brotes de vida en movimiento, un movimiento que se animaba cada vez más por aquellos cánticos reforzantes que, en resumen, estimulaban en modo imperativo: «Corre, explora, haz tuyo y entiende el mundo que te rodea».
Nada podía detener a aquel niño que sonreía inundando de alegría transparente toda la habitación. Esta era la prueba para los adultos: aquel niño era feliz.
De pronto, un llanto seco, hondo, profundo, heló la sonrisa de aquellas personas. Un olor a carne quemada fue la primera pista para la ávida madre. Una colilla encendida bajo la rodilla del chiquillo hizo que la mujer se dirigiera hacia el abuelo con cara de enfado.
Su alzhéimer, sin medios para diagnosticarlo en aquel tiempo, provocó que aquel abuelillo desdentado olvidara nuevamente tirar su cigarro al cenicero.
Era lo malo de que aún existiera la costumbre de fumar en espacios interiores.
La pequeña señal que le dejó la quemadura todavía lo acompaña hoy en la pierna.