La cuadratura del círculo [de Juan Romero]

Hace años, un día cualquiera iba conduciendo en dirección a Costacabana y, de pronto, veo cómo la raya continua de la carretera se transforma en semicircunferencia de forma intermitente hasta llegar al destino. A la vuelta, ocurrió igual.
A los pocos días, saco unas monedas del bolsillo y las veo cuadradas, como si en un momento el irresoluble problema de la cuadratura del círculo hubiera quedado plasmado y resuelto en el acto.
Alarmado, con temor y expectante ante lo que aparecía como un juego de ilusionismo siniestro, inicio un rápido periplo de visitas médicas y acabo en Sevilla. Diagnóstico contundente: «es grave». Empieza la batalla que ha de durar tres años y medio contra unas retinas rebeldes. Yo diría que han envejecido más de prisa que el resto de mi organismo.
Viajes constantes, terapia dura y agresiva… Al fin se acabó todo. Quedaron las graves secuelas, además de dos costurones, uno por cada ojo. Pero también me dejó un par de rejillas que al menos me proporcionan ese resto que me ayuda a llevar mejor las rémoras de mi vida.
Cuando el eminente oftalmólogo que me trató en tal largo proceso dictaminó el «clínicamente curado», recibí una fuerte ilusión de moral. ¡Qué rápidamente la realidad se encargó de devolverme a lo que ya no tenía remedio.
En aquellos momentos angustiosos, acudí a la ONCE: había que poner orden en aquel baile siniestro de neuronas que aportaban negatividad.
Allí recibí rápidamente la ayuda psicológica de la persona que, a su gran profesionalidad, me trataba también con el afecto y cariño que tenía a quien muchos años antes le había abierto las puertas de su casa.
También recibí la ayuda técnica necesaria, descubrí el milagro de la looky (la popular lupi), que desde entonces es mi mejor amiga.
Después de varios años, ahora el destino o la desgracia me ha golpeado fuertemente de nuevo; esta vez de forma indirecta: la enfermedad que afecta a un ser querido no mata de inmediato, pero ataca cruelmente las neuronas, produciendo un brutal deterioro psíquico y físico.
De nuevo, mi vida entra en una fase de depresión, llena de claroscuros, pena constante, lágrimas… Y así siempre por varios años.
Un buen día, no hace tanto, la voz de la esperanza llamó de nuevo a mi puerta, la misma que me ayudó a salir del pozo en aquella ocasión cuando el problema de visión, y me persono en la ONCE.
Acudo a la llamada y me encuentro con un grupo de personas que, bajo la denominación de «Taller GAM», tenemos un vínculo en común, las limitaciones de visión.
Desde el primer momento me di cuenta de que aquello era diferente a lo que había vivido hasta entonces. Cuando llevaba dos o tres sesiones, ya me convencí de que aquella gente es de otra pasta: su forma de afrontar la vida… Allí se proyecta futuro, se llega a acuerdos para salvar barreras, aprender a manejar el ordenador, hacer teatro, senderismo y muchas cosas más, con nuestro sentido del humor por delante. Allí no se habla de la crisis, las primas de riesgo, ni siquiera de algo que está siempre en las personas de mi edad, la subida de las pensiones.
Semanalmente realizamos dos actividades más que desde el primer momento atrajeron mi atención de forma especial: un taller de lectura sobre temas literarios (novela, cuento, teatro, etc.), conducido por una compañera que une su gran bagaje cultural a una fina intuición; y un taller de escritura creativa, dirigido por otro compañero que procede de la enseñanza y, creo, un enamorado del mundo de las letras.
Entre los dos nos han embarcado, a mí y a otros compañeros, en el proyecto de escribir. Reconozco que me he enganchado y que me gusta; aunque supongo que lo hago con más voluntad que acierto, pero me lo paso bien y, así, estrujo un poco el cerebelo, un tanto perezoso a estas alturas de mi vida.

EPÍLOGO

Estos son los proyectos, las expectativas; del otro lado de la puerta llega la triste realidad, la que me apena… El problema de la cuadratura del círculo seguirá irresoluble por los siglos, como el mío.
Sin embargo, con muchos años de vida ya sobre mi espalda, os digo que, cuando creía que ya lo tenía todo aprendido en la vida, me doy cuenta de que queda mucho que aprender y aquí lo estoy haciendo todos los días.
Después de las monedas que vi cuadradas hace años, esto es lo más parecido que he vivido a una segunda cuadratura del círculo: descubrir que, a pesar de los años, a pesar de las dificultades, se puede recuperar la ilusión por acudir al encuentro de un grupo y, algo más inexplicable, renacer la voluntad de seguir aprendiendo algo nuevo cada día. Y, todo ello, gracias a la generosidad de los demás.

El Pisuerga [de Ángel Dámaso Soto]

Una mañana de enero, un señor salió de su casa en un distinguido barrio de Almería. Con suma determinación y prudencia se dirigió a la estación del ferrocarril, hoy llamada intermodal, que está junto a la de toda la vida, ésa que es patrimonio nacional. sí, ésa misma, ésa que tienen olvidada las autoridades.

Era persona muy conocida, saludaba con educación y los “Buenos días” daba a todos. Ello fue precisamente lo que le hizo cambiar de planes y, en vez de bajar del tren en Madrid, donde también era conocido, continuó en el que iba con destino a Valladolid, donde jamás había estado.

Al llegar a la estación, entró en los servicios públicos y cambió su vestuario: se puso unos pantalones rotos, junto con una camisa de color verde pálido y unas zapatillas viejas que, del tiempo, habían perdido el color. Cuando salió con tal apariencia, reanudó su marcha por las apacibles calles de la bella ciudad castellana. Llegó a un gran parque, donde los pájaros cantaban y hasta los pavos reales lo invitaban a conversar con el simpático barquero que en una pequeña cascada se encontraba. Su experiencia estaba siendo un clamor: nadie lo saludaba y aun menos le hablaba. Era todo lo contrario: sentía que la gente lo evitaba. Anduvo desorientado por las calles de la ciudad.

Las horas se le hicieron eternas y no pudo aguantar más del hambre que tenía. Decidió sentarse en un chiringuito a orillas del Pisuerga. Jamás hubiera podido imaginar los impedimentos que el camarero le iba a poner: sin poder explicarse, ni siquiera poder hablar, constantemente lo invitaba a abandonar la mesa que acababa de ocupar. El hombre, con semblante apagado, de su bolsillo sacó unas monedas, pero tuvo la sensación de que una tras una estaban cayendo en una polvera, porque nada consiguió del camarero. Lo censuró con educación y suma delicadeza, diciéndole que él tenía suficiente dinero para pagar lo que le quería encomendar. Éste seguía ignorando sus palabras, de pie junto a él, en silencio, lanzándole una mirada que más bien parecía el rejón de un torero que se hundía en su ser.

En un descuido del camarero, cogió una bolsa que llevaba atada a la cintura; con sigilo entró en los aseos, se lavó la cara, se peinó y, con prontitud, se cambió de ropa. Volvió a ocupar el mismo lugar. El camarero, extrañado, se acercó a la mesa y, Sin hablarle, ahora le sonreía.

Instintivamente el caballero se levantó devolviéndole la sonrisa con mucha educación, le dio unos “Buenos días” y, tras ello, abandonó el local. El camarero salió tras él, pero no consiguió nada. Quedó muy pensativo e, incluso, intentó hablar con su conciencia… pero ésta no le devolvió la palabra.

La tierra que pisé de niña [de Inma Ferre]

 (Recuerdos de la niñez)

 

Olor a mies recién trillada. Una luna inmensa asoma tras la montaña; tiene cara picarona y ojos bonachones. Siempre creí que me guiñaba un ojo, como sabiendo lo que yo pensaba.

 

La parva está en la era acordonada: a un lado, el montón de paja; al otro, la cebada. Y mi padre mirando satisfecho, calculando cuántas fanegas había recogido esta campaña.

 

Por la noche, sentados a la puerta del cortijo, con la luz apagada, la luna era testigo ¡de tantas ilusiones!… Mi padre me hablaba del mañana: que siempre fuera honesta y que, si podía, siempre conservara aquel trozo de tierra que, al igual que una madre, siempre te cobijaba.

 

Por eso me gusta tanto pisar la tierra que pisé de niña, la que mi padre aró en las frías mañanas del invierno, en las que derramó el sudor segando el trigo.

 

Me gusta tanto pisar la tierra que pisé de niña que, como si de un libro se tratara, para mí cada rincón guarda un mensaje y a cada paso escucho sus palabras.

 

¡Eco de voces que sólo yo puedo interpretar! ¡Mil historias de niña, de ilusiones pasadas que, al hacerme mayor, me gusta recordar!

 

Nostalgia [de Ángel Dámaso Soto]

La misma plaza grandiosa donde de niño yo jugaba, parecía haberse achicado porque, con doce pasos, ya la había cruzado.

 

No lo comprendía y, con gran sorpresa, me quedé confuso y, a la vez, extrañado. Pensé que la memoria me estaba traicionando porque habían pasado muchos años. Aunque parecía que tocaba los recuerdos con la mano, la verdad es que estaban muy lejanos.

 

Es curioso que la gran fuente que en el centro se hallaba… ni la veía, de lo pequeña que parecía ahora. Como si de un sueño se tratara, se había convertido en un simple pitorro del que abundante agua fría manaba.

 

Pensé que los recuerdos materiales de mi niñez habían empequeñecido. Lo positivo de todo era que el cariño y el amor por esos buenos momentos habían crecido. Es curioso lo sabia que es la vida: con el paso del tiempo, te evalúa y lo gracioso de todo es que la nota que te pone la vida, la recibes personalizada y certificada.

 

Me adentré en el barrio y, con gran sorpresa, me encontré las calles solitarias y mudas; ni un simple ruido emitían, las puertas de las casas estaban cerradas y la soledad del barrio se sentía en la piel y en el corazón.

 

Aquél barrio, en el que antaño todos los vecinos se sentaban en las puertas de sus casas a tomar el fresco como buenos hermanos, hablaban, discutían y se entretenían. Todos tenían problemas, pero a su manera los compartían. Eran vecinos, pero no como los de hoy en día, que son vecinos sin ningún sentido y, de hecho, lo podría demostrar.

 

Cerré los ojos y, por un momento, mis recuerdos se fueron a aquellos años donde la soledad ni se conocía, ¡y no sería por el hambre que la gente padecía!, a la niñez que yo recordaba, donde todos los críos del barrio por las tardes en sus calles corrían y reían… Todo sonrientes salíamos de nuestras casas, unos con el bocadillo de sobrasada en la mano, otros con un trozo de fuet, sin olvidar a aquellos que salían con los diminutos quesitos de El Caserío, de forma triangular, que le ofrecían sus madres con mucho cariño y esfuerzo.

 

Con nostalgia recuerdo que, en los trancos de las puertas todos sentados y muy animados, merendábamos. Era una gozada porque disfrutábamos de lo lindo: unos se manchaban las manos y, con ellas, los pantalones de chocolate Elgorriaga, ¡qué bueno que estaba! Cuando terminábamos de merendar, parecía que de la guerra habíamos salido. Nuestras madres nunca estaban vigilantes, no había nada que temer si no fuera por la pedrada que algún amigo, jugando, te pudiera obsequiar… pero, como había sido sin querer, no pasaba nada, aunque era inevitable el castigo que tu madre te iba a dar encima. Después de merendar, íbamos corriendo todos a la plaza, a jugar: unos se divertían con las canicas y otros jugaban a las chapas, las niñas a la rayuela y otras saltaban a la comba.

 

Fueron años muy felices, éramos pobres pero muy dichosos. ¡Hace tantos años que es extraño lo cercano que en nuestras mentes éstos recuerdos están!

 

Nunca se me olvidará el día que mi padre compró un televisor, la marca era Danubio. Mi madre lo ponía en el portal de la casa y en la calle todos los niños en las sillas nos sentábamos. ¡Cómo olvidar El Fugitivo, El Virginiano o Bonanza, entre otras series que tanto nos entusiasmaban. A las nueve de la noche, “los Peques” nos anunciaban que era hora de dormir, y nos cantaban:

 

Vamos a la cama,

que hay que descansar

para que mañana

podamos madrugar.

 

Hay quien dice que vivíamos engañados, y no lo pongo en duda. Hoy todo es diferente, porque no se piensa en los demás. El consumismo nos controla y, a la vez, nos devora; pero lo peor de todo es que hoy en día los niños no disfrutan de su propia infancia, todo son miedos.

 

Ahora todo es diferente. Y yo, sinceramente, me pregunto en voz alta: “¿Por qué puñeta habrá cambiado la vida si en nada ha mejorado?”

 

Visita a la Alcazaba [de Ángel Dámaso Soto]

Dos amigos fueron a visitar la Alcazaba de Almería. Es preciosa y está llena de historia: fue construida hace muchos años, coincidiendo con la proclamación de la ciudad como Medina. Sirvió de fortaleza militar. Todavía hay quien dice ver por las noches pasear por sus hermosos jardines al rey Al-Jairán; siempre va acompañado de bellas sirvientas para alegrar su caminar. Su historia son nuestras raíces y siempre formará parte de nuestras vidas, razón suficiente como para no olvidar.

 

Los dos amigos paseaban por ella. Llegaron a la Torre de la Vela y un mirador desde el que se podía contemplar toda la ciudad. Se podía divisar la Catedral, de estilo gótico; a sus cielos se alzaba la Torre del Homenaje, donde solían anidar las cigüeñas, esas aves zancudas de color blanco y alas negras que hibernan en África para luego regresar. Hoy es nuestra catedral, ayer fue una defensa militar que protegía de los piratas que se acercaban con sus grandes barcos a la costa de la ciudad.

 

A la izquierda, se contemplaba el Cerro de San Cristóbal; en la parte inferior derecha, entre nubarrones grisáceos, se encontraba el barrio de La Chanca y, al fondo, se distinguían dos barcos que la distancia los hacía pequeños fondeados en las aguas del puerto. Debajo se ve el casco antiguo de la ciudad, con sus humildes casas, que más bien parecían los flecos de la falda que eligió el fundador para vivir con su séquito personal.

 

no se podría ignorar, y menos dejar de mencionar sus emblemáticas calles, como la  Almedina, la plaza Bendicho, la calle Domínguez y, por supuesto, la Calle Real.

 

Sorprendido, Antonio le dijo a su amigo:

 

-¡que bonitas vistas tiene esta ciudad! Son asombrosas y aquí se llega a sentir una gran libertad.

 

El amigo, con pronta decisión, le comentó animadamente y con suma contundencia:

 

-Tarde se te está haciendo ya: cuéntame, háblame, dime hasta el último detalle que tú veas, que tú sientas, que tú contemples… ¡Por favor, dímelo!

 

Antonio, impresionado y comprensivo, le describió hasta el más mínimo detalle y volvieron a caminar.

 

Cuando salieron de la Alcazaba, entraron a tomar café en un bar situado en una encantadora plaza, quiero recordar que de nombre Pavía. El amigo empezó a susurrar una hermosa y ligera melodía. Antonio dijo:

 

-¡Me gusta cómo suena tú canción! ¿Cómo se llama? Parece como si tuviera vida.

 

El amigo, sonriente, le contestó:

 

-Te lo diré pero no te rías. Son las vistas de la Alcazaba con la brisa del viento que la abrazaba y los pájaros que le cantaban.

 

Antonio le sonrió con satisfacción. Su amigo se levantó y, con sorprendente decisión, se puso a caminar con la ayuda de su blanco bastón. Llevaba la felicidad en la cara.

 

Pensativo me quedé porque su sonrisa así lo manifestaba.

 

Realmente tenemos que ser consecuentes con nuestra situación, pero jamás podemos perder la ilusión. La vida son sentimientos, sensaciones, emociones… y eso lo tenemos todos. La visión se puede perder, pero la ilusión y las ganas de vivir… ¡jamás!

 

Las lámparas del jardín [de Ginés Bonillo]

Empezaba a anochecer. Sentado en el borde de la piscina, junto al laurel que prospera con vigor a orillas de la acera, descubrí con sorpresa cómo se encendía, a unos veinte metros, una de las dos lámparas solares que flanqueaban la puerta de acceso de la casa al jardín.

 

Llevaban tres días al sol las lámparas cargando sus baterías, los tres días necesarios según las instrucciones minuciosamente leídas por mi mujer mientras yo pensaba en otras cosas, tres días de ansiosa espera, los tres días que hacía que las habíamos comprado; y, por fin, una de ellas abría su luz ecológica y amarillenta al jardín y a la noche que se avecinaba.

 

Me incorporé con entusiasmo y empecé a acercarme a ella, ilusionado con la idea de inspeccionar su funcionamiento, que me resultaba mágico, sin cables, sin recarga eléctrica, sin nada… sólo cual eco póstumo del sol… De pronto la luz se tornó anaranjada, o así me pareció a mí; ante lo cual, dudé y me detuve unos segundos. Sí, estaba claro, era naranja, no amarilla, ¡qué va!, ni amarillenta. Lo de antes habría sido figuración mía, o confusión, consecuencia de la emoción.

 

Retomé la marcha, pero al momento, sin concederme tregua ni respiro, la luz se hizo rojiza, o eso me parecía a mí. Volví a detenerme, cada vez más extrañado e indeciso. ¡Era roja! Y al momento, violeta. ¡Pero violeta, estaba claro! ¡Violeta! Y a los dos o tres segundos, azul… ¡Azul, era azul, no violeta. ¡Azul! ¡Madre mía, cómo estaba! Azul, de un azul que azuleaba, y luego… verde, pero verde-verde, verdísima vamos, ¡o no!, verde no, más bien amarillenta otra vez, sí, amarilla, o no, casi tirando a naranja después… ¡Santo cielo! ¡Cómo estaba yo!

 

Entre tanto, a la otra lámpara no se le ocurrió nada mejor sino iluminarse también, pero iluminarse con una luz que era violeta cuando la primera me tenía casi convencido de que iban a ser amarillas las luces de las dos; y la segunda, queriendo hurgar un poco más en mi confusión, quizá queriendo competir en audacia con la primera, se transfiguró en azul al tiempo que la primera decidió parecer naranja; a lo que la segunda, altanera y arrogante, respondió convirtiéndose en verde, pero verde-verde… Estaba perdido. ¡Ya no sabía qué pensar! El jardín parecía una feria o, algo más, una discoteca… eso ¡si es que algún vecino no nos tomaba por un puticlub!

 

-¡Dios santo, pero qué mal estoy de la vista! ¡Esto ya no es la córnea! Va a tener razón mi mujer, voy a tener que ir de nuevo al oculista –pensaba yo, lamentándome en silencio, y me sujetaba cabizbajo la frente con una mano, cuando apareció mi mujer en la puerta de la casa y me dijo, toda dulce y emocionada:

 

-¿Has visto, cariño, qué chulas son? ¡Cambian de color ellas solas!

 

-¡Qué bien! –atiné a decir, callando el resto.