UN MIURA (de Ángel Dámaso Soto)

UN MIURA

Hace dos o tres días coincidí con un señor, conocido o no sé qué. Fue un encuentro más, como otros muchos, propio de estas fechas de Navidad, supuestas alegrías, risas, mentiras, verdades… todo ello bien mezclado para guardar las apariencias.
La comida transcurría genial, o mejor dicho, normal. Éramos varios comensales. En estas reuniones se suele hablar de todo y de nada, a veces tratas de recordar tales eventos y lo único que te viene a la cabeza es el lugar elegido y el menú.
Durante unos minutos me sentí interrogado: una batería de preguntas indiscretas cayeron sobre mí, todas relacionadas con mi limitación, como si el investigador estuviera totalmente libre de alguna.
Yo trataba de desviar la conversación hacia temas actuales, pero nada era de su interés. A cada paso él pronunciaba con mucho énfasis las palabras «discapacidad», «minusvalía» y otras sinónimas. De capacidades no le interesaba hablar. Llegué a pensar que, por desgracia, este individuo no tenía ninguna.
Por fortuna, un amigo que observaba la escena saltó al ruedo valientemente. El quite fue espectacular. Estuve a punto de sacar el pañuelo y aplaudir, aunque me contuve a tiempo por no faltarles el respeto a los demás. Pero la faena se mereció, imaginariamente, las dos orejas y el rabo.

El pueblecito [de Ángel Dámaso Soto]

EL PUEBLECITO
-Ángel Dámaso Soto-

Hacía un frío de mil demonios. Por otra parte, se encontraba un poco irritado porque había olvidado cambiar las escobillas del limpiaparabrisas el sábado anterior.

Lo cierto es que en Almería suele hacer mucho viento cualquier día del año, pero lo que es llover… no llueve ni en sueños.

¡Vaya sorpresa se llevó esa mañana! Porque no es precisamente que estuviera lloviendo -¡qué puñetas!-… lo que estaba era diluviando.

Con muchísima precaución, con su auto llegó a ese lugar, o mejor dicho llegó a ese pueblecito, nombre que con los años ha tomado ese bonito lugar.

Sin perder tiempo alguno aparcó su automóvil y se puso en contacto con su presunto nuevo cliente, que esperaba en el bar de la plaza Mayor.

Después de los mutuos saludos de cortesía, ocuparon una mesa, solicitándole al camarero una botella de Rioja, eso sí, debía ir acompañada de un buen plato de queso con jamón. Ese primer trago de vino fue más que suficiente para aliviar el frío que sentían sus huesos.

Por otra parte, a ese supuesto cliente no lo conocía de nada, tan sólo tenía buenas referencias por un amigo común.

El motivo de tal reunión era evidente: pretendía venderle para el negocio que tenía ese señor una envasadora.

Cuando empezó a hablar del tema ocurrió algo curioso, su propio instinto de vendedor le hizo recapacitar… –“No, no, no”, se dijo en voz baja-. Intuyó que no iba por buen camino.

Comprendió, como todo buen vendedor, que necesitaba urgentemente de estrategias, ya que no habían pasado dos minutos de conversación, y ya estaba notando que éste señor no estaba interesado por su maquinaria. Fue entonces cuando su instinto de vendedor hizo su trabajo.

Con gran maestría desvió la conversación y, con suma habilidad, provocó que su trabajo de comercial lo hiciera el cliente.

En modo alguno intentó venderle su producto, todo lo contrario: Juan, que era el nombre de su pretendido cliente, se lo debía comprar a él.

La verdad es que el resultado es el mismo, pero es muy diferente, aunque a más de uno le cueste entenderlo.

El negocio iba viento en popa: todo estaba saliendo según lo previsto.

Durante éste tiempo estuvo ajeno a todo aquello que no estuviera relacionado con su objetivo prioritario…que no era otro que vender su maquinaria.

Su falta de atención fue precisamente el motivo que originó algo gracioso, que a la vez le hizo pasar un mal rato.

Juan, su ya nuevo cliente, tenía dos manos ortopédicas. Aun así, este señor se manejaba en cierto modo bastante bien.

La copa de vino la cogía con mucha facilidad e, incluso, el jamón y el queso lo pinchaba con un tenedor que magistralmente utilizaba.

En definitiva, era un señor que había sido capaz de romper sus propias barreras, y de barreras precisamente no quiero hablar…De otras barreras también yo sé hoy mucho: ¡Casi na!

Continuaré con la historia.

Fue de pronto cuando su estimado cliente se levantó de la mesa, se dirigió a él y le pidió que por favor le acompañara a los servicios. Sin querer ni poder evitarlo, su cara cambió de color, sus piernas empezaron a temblar, empezó incluso a tartamudear. Juan le miró extrañado y sin mediar palabra empezó a reír. Jamás había visto reír tanto a nadie. Se dirigió al camarero y le pidió urgentemente un vaso de agua temiéndose lo peor. Al cabo de unos minutos, se calmó. Juan le sonrió diciéndole que no se preocupara, tan sólo necesitaba que le abriera la puerta del aseo, solo eso y nada más… Tras una larga carcajada, le dijo que lo demás lo podía hacer él.