UN MIURA
Hace dos o tres días coincidí con un señor, conocido o no sé qué. Fue un encuentro más, como otros muchos, propio de estas fechas de Navidad, supuestas alegrías, risas, mentiras, verdades… todo ello bien mezclado para guardar las apariencias.
La comida transcurría genial, o mejor dicho, normal. Éramos varios comensales. En estas reuniones se suele hablar de todo y de nada, a veces tratas de recordar tales eventos y lo único que te viene a la cabeza es el lugar elegido y el menú.
Durante unos minutos me sentí interrogado: una batería de preguntas indiscretas cayeron sobre mí, todas relacionadas con mi limitación, como si el investigador estuviera totalmente libre de alguna.
Yo trataba de desviar la conversación hacia temas actuales, pero nada era de su interés. A cada paso él pronunciaba con mucho énfasis las palabras «discapacidad», «minusvalía» y otras sinónimas. De capacidades no le interesaba hablar. Llegué a pensar que, por desgracia, este individuo no tenía ninguna.
Por fortuna, un amigo que observaba la escena saltó al ruedo valientemente. El quite fue espectacular. Estuve a punto de sacar el pañuelo y aplaudir, aunque me contuve a tiempo por no faltarles el respeto a los demás. Pero la faena se mereció, imaginariamente, las dos orejas y el rabo.