Y SIN EMBARGO, SE MUEVE (I: La confianza) [de Francisco Olivencia]

Y sin embargo, se mueve
(I: La confianza)

Francisco Olivencia

Un niño de apenas dos años gateaba por el suelo fresco y limpio de una tarde calurosa de julio. Rodeado de su familia, recorría entre gritos de ánimo y alabanzas todos los rincones de la sala.
Eran años de siesta larga, de reuniones de vecinos ante una sandía refrescada al amparo de la regulación natural de la oscura alacena. Las puertas sin pestillo, abiertas de par en par, invitaban a pasar a los vecinos.
Sólo dos tareas ocupaban a aquellas personas: dar buena cuenta de aquella sandía, por un lado; y hacer que aquel niño sintiese cada vez más ganas, más prisa, por explorar los entresijos de aquel medio que tan agradable se le hacía.
Por debajo de las sillas, por encima de cojines y almohadones, gateaban sus piernecillas como las aspas de un molino de viento. Eran dos brotes de vida en movimiento, un movimiento que se animaba cada vez más por aquellos cánticos reforzantes que, en resumen, estimulaban en modo imperativo: «Corre, explora, haz tuyo y entiende el mundo que te rodea».
Nada podía detener a aquel niño que sonreía inundando de alegría transparente toda la habitación. Esta era la prueba para los adultos: aquel niño era feliz.
De pronto, un llanto seco, hondo, profundo, heló la sonrisa de aquellas personas. Un olor a carne quemada fue la primera pista para la ávida madre. Una colilla encendida bajo la rodilla del chiquillo hizo que la mujer se dirigiera hacia el abuelo con cara de enfado.
Su alzhéimer, sin medios para diagnosticarlo en aquel tiempo, provocó que aquel abuelillo desdentado olvidara nuevamente tirar su cigarro al cenicero.
Era lo malo de que aún existiera la costumbre de fumar en espacios interiores.
La pequeña señal que le dejó la quemadura todavía lo acompaña hoy en la pierna.

Operación ‘Baja Irrevocable’ [de Ginés Bonillo]

Operación ‘Baja Irrevocable’
(¡Lo que hay que oír… para lo que hay que ver!)

Ginés Bonillo

Para una vez que me había abonado a un canal privado de televisión, prometiéndome sesiones interminables de cine y fútbol, no se me ocurrió otra cosa sino quedarme ciego.
Después de un año pagando cuotas absurdamente, decidí rescindir el contrato; así que monté la operación de retirada incondicional con sumo cuidado, sin dejar un detalle a libre disposición que pudiese convertirse en resbaladiza tierra de nadie.
Me preparé a conciencia el discurso para justificar la decisión y, de paso, debilitar el contraataque para el que estará adiestrada la infantería de la empresa que atienda por teléfono en estos casos. Intentaba dejarle al rival el menor número posible de argumentos y cabos sueltos a los que asirse.
Así pues, fui al grano, para no dar tiempo a que surgieran confianzas ni empatías. En alguna ocasión, había terminado comentándole los rasgos fonéticos dialectales del andaluz oriental que detecté de inmediato en mi interlocutora madrileña, que resultó de Málaga apenas avanzó la conversación unos segundos, y un poco más (o unos pocos kilómetros menos…) quedamos para tomar café esa noche. Es un decir. Tal era su destreza… ¡y la mía! Otra vez fui… pero no nos dejemos llevar por las afrutadas ramas y volvamos al asunto principal.
-Buenos días. Deseo –dije del tirón, sin permitirle al infante que me atendió un respiro ni que tomara posiciones, haciendo uso del ataque sorpresa y la táctica envolvente, cortándole las vías de escape- rescindir mi contrato con ustedes. Podría aducir que me he quedado en paro o que han echado a mi mujer del trabajo, que no es igual pero es lo mismo, o que ha fallecido mi padre recientemente (como ha ocurrido, en realidad), que era el abonado, y nos hemos quedado sin su pensión, que nos venía muy bien, o que soy autónomo y no van bien los negocios y que, con esto de la crisis, tengo que reducir los gastos y optimizar los recursos; pero no tengo que inventarme ninguna excusa: es que, por desgracia, me he quedado ciego. Así de simple, no veo nada; así que, ¿para qué quiero la televisión?
-Puedo ofrecerle –respondió el vigoroso comercial, siguiendo al dictado el programa autómata que seguramente tenía instalado en la mente- una oferta que incluya dos nuevos canales de cine y uno de documentales de naturaleza o de historia, como usted prefiera, por el mismo precio que está pagando ahora. ¿Le gusta más la naturaleza o la historia?
Me equivoqué. Esta soldadesca de comerciales Está programada para no oír lo que no le interesa y nunca renuncia a la táctica del contraataque, infiltrándose en las filas contrarias para minarles la retaguardia y cortarles el abastecimiento. Deben de inoculárselo en el ADN durante la fase de instrucción de los cursos de formación que deben de impartirles.
-No, gracias; es que no me interesa, de verdad –y, en ese momento, noté que empezaba a abandonar mi plan, empezaba a ceder a las presiones: había iniciado un intento de justificarme desde la subjetividad de ’la verdad’, estaba claro, como si no tuviera un argumento de peso…y también en ese «de verdad» impulsivo e inconsciente comprendí que empezaba a batirme en retirada, señal inequívoca de peligrosa inferioridad ante el enemigo. El operativo comenzaba a venírseme abajo o, como diría mi abuelo, principiaban a caérseme los palos del ‘chambao’.
-Si quiere–seguía el abnegado soldado-comercial, era evidente el programa autómata que tenía instalado-, puedo ofrecerle quedarse con la oferta que ya tiene a mitad de precio y, además, le incluyo un canal internacional de noticias. ¿No le gustan las noticias?
-Bien, bien –concedí, utilizando la táctica del despiste, antes de pasar al embate directo con ribetes personales, para el cual no está aleccionada (por ahora) esta moderna infantería-, pero… -aquí alargué la pausa como elemento de desconcierto, por aquello de que a la tormenta siempre le precede la calma, y añadí, machacando las palabras, sin realizar una sola sinalefa- ¿usted no ha oído que me he quedado ciego y, por tanto, para qué quiero la televisión? –y mientras tanto, colocaba en la lanzadera de la punta de la lengua el siguiente cartucho, el último que tenía meditado: que estaba planteándome quitar también la luz. ¡Ya puesto!
El señor debió de entender por fin la situación porque reaccionó e intentó animarme:
-¡Ah! Bueno, bueno… no se preocupe usted… ¡No pasa nada! Tampoco es para tanto. ¡Si para lo que hay que ver!
Ahí se perdió el muchacho, por permitir que le aflorase un poco la humanidad de buen samaritano e intentar consolarme, cayendo (para colmo) en el tópico. Yo vi el cielo abierto, es un decir, y aproveché la ocasión para terminar la faena.
-¡¡Pues por eso!! –remaché, y «Te pillé», dije para mí con una satisfacción militar que sólo puede obtenerse mediante una aplicación cotidiana de la agradecida poliorcética.

Eclosión (Recuerdos de la niñez) [de Inma Ferre]

Eclosión
(Recuerdos de la niñez)

Inma Ferre

Nací en abril de 1945. Años difíciles, según mis padres, aunque yo no llegué a tener conciencia de ello hasta cumplir los seis u ocho años, cuando un día los escuché hablar de las estrecheces por las que pasaban.
Eso quizá me hizo madurar demasiado pronto y, en las pocas veces que veníamos a Almería, casi siempre a pagar la contribución, cuando mi madre insistía en comprarme algún detalle, yo siempre lo rechazaba poniendo cara de no gustarme. D vuelta en el cortijo, le confesaba que quizá lo que yo quería era demasiado caro y ella, por complacerme, se gastaría mucho dinero.
A pesar de todo, fui una niña feliz, rodeada del cariño de mis padres, de mi abuela y de mi tía, que formaban el núcleo familiar. Aunque eran muy estrictos en la educación y buenas costumbres: todavía recuerdo que me hacían leer a diario un libro de urbanidad llamado La pequeña Florita… i ¡anda que no era cursi la pobre niña! en fin, preparando una chica modosita para casarla con un buen chaval, pues «a los pericos no los quería nadie», según ellos.
Mi madre, que al comienzo de la guerra tuvo que dejar sus estudios de Magisterio, fue quien me dio lección junto a dos niños de unos vecinos, ya que el colegio se encontraba a cuatro kilómetros de distancia.
Así aprendí las cuatro reglas, como se decía antes, el catecismo, como era lógico, y lo que a mí más me gustaba, los problemas (conjuntos, en tiempos de mis hijos). Me gustaba aquello de… «Un ganadero vende 63 ovejas a 34,80 pesetas, 47 cabras a 28,75 pesetas y 129 corderos a 27,25 pesetas; y tiene que pagar el pienso de 6 meses, que asciende a 700 balas de 25 kilos de alfalfa seca, a 18 céntimos el kilo, y 4650 kilos de cebada, a 79 céntimos el kilo. ¿Cuánto le queda al ganadero?»… ¡Nada!, como siempre.
Muchos recuerdos valiosos para mi aprendizaje llegaron del contacto con la Naturaleza; por ejemplo, seguir los pasos desde que las semillas se siembran en la tierra y a los pocos días se ve el bancal salpicado de brotes, que se van transformando hasta echar el fruto. Es un precioso espectáculo.
Otras enseñanzas surgieron de la proximidad con los animales. Por ejemplo, otra forma de procreación e, incluso, la sexualidad las viví de forma natural, pues era corriente ver a los animales engendrando, pariendo… Y mis padres tenían la suficiente delicadeza para explicarme todo lo que yo preguntaba.
En una ocasión, tendría yo nueve años, le pedí a mi padre ver a mi yegua dar a luz. Me dijo que, si yo creía estar preparada, que me llamaría. Y así lo hizo.
Ese día pasé un mal rato viendo cómo sufría el pobre animal, relinchando y dando vueltas, y cómo mi padre ayudaba a sacarle el potrillo; pero fue precioso ver cómo su madre, nada más nacer, lo lamía y lo empujaba con el hocico para indicarle las ubres.
me eché a llorar, creo que de la tensión, abracé a mi padre y me fui corriendo a acurrucarme en la falda de mi madre. En ese momento quería ser potrillo.
Esas sensaciones no tienen ocasión de experimentarlas nuestros niños. Pues aunque yo no tenga una extrema añoranza por el pasado, sí me habría gustado que se conservaran algunas de aquellas vivencias como forma de aprendizaje.

Luz ausente [de Ángel Dámaso Soto]

Luz ausente

Ángel Dámaso Soto

Sólo habían pasado cinco minutos. Con gran sorpresa nos dijo que se quería morir y, con más dureza, afirmó que prefería que Dios le hubiera mandado un cáncer fulminante, porque así su vida no la quería. En la situación que estaba, sumido profundamente, renegaba de ella.
me quedé por un momento ausente, incluso diría que apenado. Intentaba comprender lo que mis oídos me decían. De ninguna forma podía asimilar esas palabras que, como clavos ardientes, me atormentaron.
Aun así, pude sacar fuerzas para argumentarle que la vida es lo más valioso que tenemos, suficiente razón como para quererla, abrazarla y desearla con toda la fuerza de nuestra alma.
Su mismo mal muy bien lo conocía, porque en primera persona también yo lo vivía. Tan apagado y confundido lo notaba que, como un rayo de luz, me di cuenta de que con buenas palabras no cambiaría nada. Pensé que la mejor manera de ayudarle a éste hombre era precisamente no negándome a oír su mensaje: tenía que conseguir que él se sintiera protagonista de su propia historia. Para ello, traté de mantener una breve conversación con él. Yo debía de preguntar y sólo escuchar, pero nunca argumentar.
así lo hice y orgulloso me siento: por el tono de su voz, estoy convencido de que razonó y es probable que cambiara de opinión… y mucho más cuando, al despedirnos, le comuniqué que yo también me encontraba en su misma situación.
Aquella fue una visita constructiva, una visita que difícilmente podré olvidar.

Tres plátanos (Mi primer mandado) [de Araceli Llamas]

Tres plátanos
(Mi primer mandado)

Araceli Llamas

En una calurosa tarde de verano, estando yo sentada tranquilamente mientras oía en la radio el programa de los discos dedicados, mi madre me pidió que me acercara a hacer un mandado a la tienda de la señora Antonia. Diez escalones me separaban de mi primera gran aventura, pues con dos años y medio iba a salir sola por primera vez a la calle.
Me dio una cestilla pequeña de mimbre, un papel y un monedero de los que las señoras se ponían debajo del brazo. Yo no iba a ser menos y me lo puse también de la misma forma: ¡Vamos!, lo propio en estos casos. Mi madre me arregló lo que ella llamaba el tipo y salí en dirección a mi destino, no sin antes escuchar de nuevo sus sabias advertencias: «No te pares con nadie, no te salgas de la acera y recuerda que te vig
ilo por la ventana, así que… tranquila».
Cuando llegué a la tienda, no alcanzaba al mostrador; pero la señora Antonia, muy amable y como si de una clienta distinguida se tratase, salió a atenderme, aguantándose la risa al verme tan dispuesta.
Ella misma me guardó la compra en el cesto y salió a despedirme a la puerta, agradeciéndome haber realizado tan interesante
adquisición en su establecimiento.
En el viaje de vuelta a casa, pensé que no sabía qué había comprado. Me picó la curiosidad, así que abrí el cestillo con una mezcla de cautela y picardía. ¡Cuál no fue mi alegría cuando descubrí que lo que allí llevaba eran plátanos, mi fruta preferida! Y, como el camino de vuelta era tan largo, ¡diez escalones!, pensé que lo mejor era pararme a descansar.
Me senté en el quinto escalón, puse el cesto a mi lado y lo miré indecisa. De nuevo lo abrí y, sin pensar en nada más, sólo en aquellos tres dorados y apetitosos plátanos, que tenían una pinta irresistible, me dispuse a coger uno; lo abrí y me lo comí. Estaba empezando a comerme el segundo tan afanada que no me di cuenta de que mis padres, preocupados por mi tardanza, bajaban a buscarme. Aparecieron a mis espaldas.
-Lely, ¿qué haces? –preguntó mi madre.
Yo, con la seguridad de estar haciendo lo correcto, lo que yo creía que esperaban de mí, contesté tranquilamente:
-pues… ¡merendando!: un plátano que me he comido, este que me estoy comiendo y este otro que me voy a comer.
Mis padres se quedaron tan sorprendidos de mi contestación que no pudieron hacer otra cosa sino echarse a reír, negando con la cabeza, moviéndola ligeramente de un lado para otro como gesto de ternura.

***

Muchos años después, aún hoy algunos de mis hermanos me recuerdan con gracia lo bien que conjugaba yo los verbos con esa edad, pasando esta anécdota a ser una historia recurrente en las reuniones familiares, recitando a coro cada vez que se tercia y viene a cuento la cantilena:

Uno que me he comido,
este que me estoy comiendo
y este otro que me voy a comer.

¡Suerte! [de Ginés Bonillo]

¡Suerte!
Ginés Bonillo

A Simon Cheshire (Simón),
En sus eternas caminatas.

Pasaban por la puerta de nuestra casa. Iban de paseo. Los dos, Simon y el perro. Pero no juntos, el perro correteando y por delante, siempre correteando y siempre por delante. No sabíamos si Simon sacaba a pasear al perro de sus vecinos, o si el perro de Felipe y Ángela sacaba a Simon a pasear por el campo. ¿Acompañaba Simon al perro o el perro acompañaba a Simon? Con puntualidad británica, poco después de salir el sol y poco antes de ponerse, a las ocho de la mañana y a las ocho de la tarde en verano, se acompañaban.

Cuando pasaban y yo estaba en el jardín, Simon se limitaba a saludar (“¡Buenos días!” / “¡Buenas tardes!”) con cortesía, sin poder negar el suave tono inglés de su voz; yo respondía (“¡Buenos días!” / “¡Buenas tardes!”) casi mecánicamente. Y así vez tras vez, durante varios meses. El perro pasaba desapercibido: no ladraba, no incordiaba, no atosigaba. Nunca vi perro tan respetuoso y educado.

Me apetecía entablar conversación con el caminante inglés, intercambiar los números de teléfono, acaso invitarlo algún día a comer, etcétera. Pero ni él se detenía un instante en su caminata, ni yo me excedía más allá del saludo establecido.

Una tarde, de repente, todo cambió. Tal vez porque yo no andaba con la cañilla de bambú que utilizo como bastón por el jardín, sino metido en una acequia, rodeado de maleza y sarmientos de vid, evaluando el progreso de la cosecha; tal vez porque él juzgó que yo podría andar perdido o en un apuro, necesitado de ayuda… se detuvo justo al pronunciar las ¡Buenas tardes! de rigor y añadió:

-Hombre, ¿cómo estás?

Yo pensé: “Llegó el momento. Esta es la mía”.

Imaginando yo sus dificultades para expresarse bien en español, le contesté mezclando palabras y expresiones en español e inglés. Se sorprendió un poco al principio, pero seguimos comentando lo que se suele comentar en las primeras conversaciones.

Se llamaba Simon, bueno, él dijo Simón; era inglés, como había supuesto yo; había viajado por varios países; llevaba ocho años viviendo en España; sólo había vuelto a Inglaterra en una ocasión, para resolver una herencia, y no pensaba volver jamás allí; abominaba del estilo de vida inglés, frente al cual elogiaba el clima y la tranquilidad que se disfrutan en nuestro país; se maravillaba de disponer aquí de todo el campo para él solo, de poder pasear a sus anchas, se sentía libre y en comunión con la Naturaleza.

La conversación transcurría amena. De pronto exclamó: “¡Suerte!”

Me extrañó el volumen tan elevado con que lo dijo, estando sólo a cuatro o cinco metros de mí; aunque me alegré al pensar que, en estos años, algún viejo le habría transmitido aquella antigua fórmula de despedida que, al separarse, le desea los mejores augurios al interlocutor.

-¡Gracias! –dije un poco desconcertado.

-¡¡¡Suerte!!! –volvió a gritar Simon, enérgico, subiendo el volumen de su voz.

-¡¡¡Gracias!!! –repetí, subiendo yo también el volumen, por si no me había oído-. ¡¡E igualmente!!

–¡No, hombre! –dijo sin poder evitar una risa franca–. ¡Perdona! Es que mi perro se llama Suerte y se ha adelantado mucho. No quiero que se pierda.

La cuadratura del círculo [de Juan Romero]

Hace años, un día cualquiera iba conduciendo en dirección a Costacabana y, de pronto, veo cómo la raya continua de la carretera se transforma en semicircunferencia de forma intermitente hasta llegar al destino. A la vuelta, ocurrió igual.
A los pocos días, saco unas monedas del bolsillo y las veo cuadradas, como si en un momento el irresoluble problema de la cuadratura del círculo hubiera quedado plasmado y resuelto en el acto.
Alarmado, con temor y expectante ante lo que aparecía como un juego de ilusionismo siniestro, inicio un rápido periplo de visitas médicas y acabo en Sevilla. Diagnóstico contundente: «es grave». Empieza la batalla que ha de durar tres años y medio contra unas retinas rebeldes. Yo diría que han envejecido más de prisa que el resto de mi organismo.
Viajes constantes, terapia dura y agresiva… Al fin se acabó todo. Quedaron las graves secuelas, además de dos costurones, uno por cada ojo. Pero también me dejó un par de rejillas que al menos me proporcionan ese resto que me ayuda a llevar mejor las rémoras de mi vida.
Cuando el eminente oftalmólogo que me trató en tal largo proceso dictaminó el «clínicamente curado», recibí una fuerte ilusión de moral. ¡Qué rápidamente la realidad se encargó de devolverme a lo que ya no tenía remedio.
En aquellos momentos angustiosos, acudí a la ONCE: había que poner orden en aquel baile siniestro de neuronas que aportaban negatividad.
Allí recibí rápidamente la ayuda psicológica de la persona que, a su gran profesionalidad, me trataba también con el afecto y cariño que tenía a quien muchos años antes le había abierto las puertas de su casa.
También recibí la ayuda técnica necesaria, descubrí el milagro de la looky (la popular lupi), que desde entonces es mi mejor amiga.
Después de varios años, ahora el destino o la desgracia me ha golpeado fuertemente de nuevo; esta vez de forma indirecta: la enfermedad que afecta a un ser querido no mata de inmediato, pero ataca cruelmente las neuronas, produciendo un brutal deterioro psíquico y físico.
De nuevo, mi vida entra en una fase de depresión, llena de claroscuros, pena constante, lágrimas… Y así siempre por varios años.
Un buen día, no hace tanto, la voz de la esperanza llamó de nuevo a mi puerta, la misma que me ayudó a salir del pozo en aquella ocasión cuando el problema de visión, y me persono en la ONCE.
Acudo a la llamada y me encuentro con un grupo de personas que, bajo la denominación de «Taller GAM», tenemos un vínculo en común, las limitaciones de visión.
Desde el primer momento me di cuenta de que aquello era diferente a lo que había vivido hasta entonces. Cuando llevaba dos o tres sesiones, ya me convencí de que aquella gente es de otra pasta: su forma de afrontar la vida… Allí se proyecta futuro, se llega a acuerdos para salvar barreras, aprender a manejar el ordenador, hacer teatro, senderismo y muchas cosas más, con nuestro sentido del humor por delante. Allí no se habla de la crisis, las primas de riesgo, ni siquiera de algo que está siempre en las personas de mi edad, la subida de las pensiones.
Semanalmente realizamos dos actividades más que desde el primer momento atrajeron mi atención de forma especial: un taller de lectura sobre temas literarios (novela, cuento, teatro, etc.), conducido por una compañera que une su gran bagaje cultural a una fina intuición; y un taller de escritura creativa, dirigido por otro compañero que procede de la enseñanza y, creo, un enamorado del mundo de las letras.
Entre los dos nos han embarcado, a mí y a otros compañeros, en el proyecto de escribir. Reconozco que me he enganchado y que me gusta; aunque supongo que lo hago con más voluntad que acierto, pero me lo paso bien y, así, estrujo un poco el cerebelo, un tanto perezoso a estas alturas de mi vida.

EPÍLOGO

Estos son los proyectos, las expectativas; del otro lado de la puerta llega la triste realidad, la que me apena… El problema de la cuadratura del círculo seguirá irresoluble por los siglos, como el mío.
Sin embargo, con muchos años de vida ya sobre mi espalda, os digo que, cuando creía que ya lo tenía todo aprendido en la vida, me doy cuenta de que queda mucho que aprender y aquí lo estoy haciendo todos los días.
Después de las monedas que vi cuadradas hace años, esto es lo más parecido que he vivido a una segunda cuadratura del círculo: descubrir que, a pesar de los años, a pesar de las dificultades, se puede recuperar la ilusión por acudir al encuentro de un grupo y, algo más inexplicable, renacer la voluntad de seguir aprendiendo algo nuevo cada día. Y, todo ello, gracias a la generosidad de los demás.

El Pisuerga [de Ángel Dámaso Soto]

Una mañana de enero, un señor salió de su casa en un distinguido barrio de Almería. Con suma determinación y prudencia se dirigió a la estación del ferrocarril, hoy llamada intermodal, que está junto a la de toda la vida, ésa que es patrimonio nacional. sí, ésa misma, ésa que tienen olvidada las autoridades.

Era persona muy conocida, saludaba con educación y los “Buenos días” daba a todos. Ello fue precisamente lo que le hizo cambiar de planes y, en vez de bajar del tren en Madrid, donde también era conocido, continuó en el que iba con destino a Valladolid, donde jamás había estado.

Al llegar a la estación, entró en los servicios públicos y cambió su vestuario: se puso unos pantalones rotos, junto con una camisa de color verde pálido y unas zapatillas viejas que, del tiempo, habían perdido el color. Cuando salió con tal apariencia, reanudó su marcha por las apacibles calles de la bella ciudad castellana. Llegó a un gran parque, donde los pájaros cantaban y hasta los pavos reales lo invitaban a conversar con el simpático barquero que en una pequeña cascada se encontraba. Su experiencia estaba siendo un clamor: nadie lo saludaba y aun menos le hablaba. Era todo lo contrario: sentía que la gente lo evitaba. Anduvo desorientado por las calles de la ciudad.

Las horas se le hicieron eternas y no pudo aguantar más del hambre que tenía. Decidió sentarse en un chiringuito a orillas del Pisuerga. Jamás hubiera podido imaginar los impedimentos que el camarero le iba a poner: sin poder explicarse, ni siquiera poder hablar, constantemente lo invitaba a abandonar la mesa que acababa de ocupar. El hombre, con semblante apagado, de su bolsillo sacó unas monedas, pero tuvo la sensación de que una tras una estaban cayendo en una polvera, porque nada consiguió del camarero. Lo censuró con educación y suma delicadeza, diciéndole que él tenía suficiente dinero para pagar lo que le quería encomendar. Éste seguía ignorando sus palabras, de pie junto a él, en silencio, lanzándole una mirada que más bien parecía el rejón de un torero que se hundía en su ser.

En un descuido del camarero, cogió una bolsa que llevaba atada a la cintura; con sigilo entró en los aseos, se lavó la cara, se peinó y, con prontitud, se cambió de ropa. Volvió a ocupar el mismo lugar. El camarero, extrañado, se acercó a la mesa y, Sin hablarle, ahora le sonreía.

Instintivamente el caballero se levantó devolviéndole la sonrisa con mucha educación, le dio unos “Buenos días” y, tras ello, abandonó el local. El camarero salió tras él, pero no consiguió nada. Quedó muy pensativo e, incluso, intentó hablar con su conciencia… pero ésta no le devolvió la palabra.

La tierra que pisé de niña [de Inma Ferre]

 (Recuerdos de la niñez)

 

Olor a mies recién trillada. Una luna inmensa asoma tras la montaña; tiene cara picarona y ojos bonachones. Siempre creí que me guiñaba un ojo, como sabiendo lo que yo pensaba.

 

La parva está en la era acordonada: a un lado, el montón de paja; al otro, la cebada. Y mi padre mirando satisfecho, calculando cuántas fanegas había recogido esta campaña.

 

Por la noche, sentados a la puerta del cortijo, con la luz apagada, la luna era testigo ¡de tantas ilusiones!… Mi padre me hablaba del mañana: que siempre fuera honesta y que, si podía, siempre conservara aquel trozo de tierra que, al igual que una madre, siempre te cobijaba.

 

Por eso me gusta tanto pisar la tierra que pisé de niña, la que mi padre aró en las frías mañanas del invierno, en las que derramó el sudor segando el trigo.

 

Me gusta tanto pisar la tierra que pisé de niña que, como si de un libro se tratara, para mí cada rincón guarda un mensaje y a cada paso escucho sus palabras.

 

¡Eco de voces que sólo yo puedo interpretar! ¡Mil historias de niña, de ilusiones pasadas que, al hacerme mayor, me gusta recordar!

 

Nostalgia [de Ángel Dámaso Soto]

La misma plaza grandiosa donde de niño yo jugaba, parecía haberse achicado porque, con doce pasos, ya la había cruzado.

 

No lo comprendía y, con gran sorpresa, me quedé confuso y, a la vez, extrañado. Pensé que la memoria me estaba traicionando porque habían pasado muchos años. Aunque parecía que tocaba los recuerdos con la mano, la verdad es que estaban muy lejanos.

 

Es curioso que la gran fuente que en el centro se hallaba… ni la veía, de lo pequeña que parecía ahora. Como si de un sueño se tratara, se había convertido en un simple pitorro del que abundante agua fría manaba.

 

Pensé que los recuerdos materiales de mi niñez habían empequeñecido. Lo positivo de todo era que el cariño y el amor por esos buenos momentos habían crecido. Es curioso lo sabia que es la vida: con el paso del tiempo, te evalúa y lo gracioso de todo es que la nota que te pone la vida, la recibes personalizada y certificada.

 

Me adentré en el barrio y, con gran sorpresa, me encontré las calles solitarias y mudas; ni un simple ruido emitían, las puertas de las casas estaban cerradas y la soledad del barrio se sentía en la piel y en el corazón.

 

Aquél barrio, en el que antaño todos los vecinos se sentaban en las puertas de sus casas a tomar el fresco como buenos hermanos, hablaban, discutían y se entretenían. Todos tenían problemas, pero a su manera los compartían. Eran vecinos, pero no como los de hoy en día, que son vecinos sin ningún sentido y, de hecho, lo podría demostrar.

 

Cerré los ojos y, por un momento, mis recuerdos se fueron a aquellos años donde la soledad ni se conocía, ¡y no sería por el hambre que la gente padecía!, a la niñez que yo recordaba, donde todos los críos del barrio por las tardes en sus calles corrían y reían… Todo sonrientes salíamos de nuestras casas, unos con el bocadillo de sobrasada en la mano, otros con un trozo de fuet, sin olvidar a aquellos que salían con los diminutos quesitos de El Caserío, de forma triangular, que le ofrecían sus madres con mucho cariño y esfuerzo.

 

Con nostalgia recuerdo que, en los trancos de las puertas todos sentados y muy animados, merendábamos. Era una gozada porque disfrutábamos de lo lindo: unos se manchaban las manos y, con ellas, los pantalones de chocolate Elgorriaga, ¡qué bueno que estaba! Cuando terminábamos de merendar, parecía que de la guerra habíamos salido. Nuestras madres nunca estaban vigilantes, no había nada que temer si no fuera por la pedrada que algún amigo, jugando, te pudiera obsequiar… pero, como había sido sin querer, no pasaba nada, aunque era inevitable el castigo que tu madre te iba a dar encima. Después de merendar, íbamos corriendo todos a la plaza, a jugar: unos se divertían con las canicas y otros jugaban a las chapas, las niñas a la rayuela y otras saltaban a la comba.

 

Fueron años muy felices, éramos pobres pero muy dichosos. ¡Hace tantos años que es extraño lo cercano que en nuestras mentes éstos recuerdos están!

 

Nunca se me olvidará el día que mi padre compró un televisor, la marca era Danubio. Mi madre lo ponía en el portal de la casa y en la calle todos los niños en las sillas nos sentábamos. ¡Cómo olvidar El Fugitivo, El Virginiano o Bonanza, entre otras series que tanto nos entusiasmaban. A las nueve de la noche, “los Peques” nos anunciaban que era hora de dormir, y nos cantaban:

 

Vamos a la cama,

que hay que descansar

para que mañana

podamos madrugar.

 

Hay quien dice que vivíamos engañados, y no lo pongo en duda. Hoy todo es diferente, porque no se piensa en los demás. El consumismo nos controla y, a la vez, nos devora; pero lo peor de todo es que hoy en día los niños no disfrutan de su propia infancia, todo son miedos.

 

Ahora todo es diferente. Y yo, sinceramente, me pregunto en voz alta: “¿Por qué puñeta habrá cambiado la vida si en nada ha mejorado?”